¿Instinto maternal o trastorno obsesivo-compulsivo?

Doy un vistazo al espejo retrovisor una y otra vez.

Ahí está. Ahí está. Ahí está.

¿De verdad veo al bebé? ¿Cómo puedo estar tan segura? ¿Cómo sé si este momento es real y que no lo dejé en el asiento de bebé sobre el asfalto caliente de la calle?

No dejo de revisar incluso después de haber dejado a mi bebé con su abuela, quien lo cuida durante el día. Necesito asegurarme de que no lo dejé en el asiento trasero por error, donde podría asarse hasta morir dentro del auto hirviendo. Así que continúo dando vistazos por el espejo retrovisor, una y otra vez. No está ahí. No está ahí. No está ahí.

Revisar constantemente provoca que mi corazón lata un poco más rápido. Siento como si regresara un padecimiento del cual pensé que había escapado.

El trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) posparto afecta a casi el dos por ciento de las mujeres que han tenido un hijo, casi el doble del índice de TOC en la población en general. Mi lucha contra el trastorno comenzó durante mi adolescencia. El diagnóstico surgió después de que pasé demasiadas tardes llorando en el baño, convencida por completo de que nunca lo limpiaría lo suficientemente bien. Mis padres me llevaron al psiquiatra, quien me explicó que mi TOC surgía de errores de comunicación en mi cerebro. Estos errores atrapaban mis pensamientos en un ciclo angustiante: “El baño está sucio. Límpialo. El baño está sucio. Límpialo”.

Nadie sabe a ciencia cierta qué causa estos errores de comunicación –hay estudios que sugieren que la química cerebral y la genética son factores importantes–, no obstante, los psiquiatras sí saben cómo tratarlos. Mucha gente con TOC no recibe tratamiento, pero para aquellos que sí los medicamentos y la terapia cognitivo-conductual pueden beneficiar casi al 70 por ciento. Mi psiquiatra me recetó ambos.

En terapia aprendí cómo sepárame de mis obsesiones, ignorar mis comportamientos compulsivos y enfocar mi atención en cualquier otra cosa. Tomé terapia de exposición, sentada entre los residuos de jabón en una bañera, tratando de no hiperventilar. Poco a poco, mi ansiedad disminuyó. Aún prefiero un baño limpio, pero ya no me da un ataque de pánico si veo algunos cabellos sobre el piso. Comencé a sentir que el TOC era un problema que había podido resolver.

Quince años después, tuve un bebé.

Pasé las primeras semanas de vida de mi hijo lavándome las manos una y otra vez, pero ¿qué madre primeriza no lo hace? Desarrollé rituales complejos para lavar el fregadero porque ¿cómo saber qué microbios pudo haber dejado el pollo de anoche? Mi mente bullía de incesante temor, pero ¿qué padre no está siempre nervioso?
“Todo está bien”, me decía mi esposo. “Trata de relajarte”.

“No me puedo relajar. A cada momento me pregunto: ‘¿Dónde está el bebé?, ¿qué está haciendo?, ¿está respirando?, ¿está bien?’”.

“Bueno, está bien. Todas las mamás primerizas se preguntan lo mismo”.

Las investigaciones lo respaldan. Los estudios muestran que la mayoría de los nuevos padres, especialmente las madres, no pueden pasar más de un minuto o dos sin pensar en sus recién nacidos.

Nichole Fairbrother, psicóloga clínica y profesora del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Columbia Británica, encontró en su investigación que todas las madres primerizas tenían pensamientos que las distraían en los que su recién nacido sufría daños accidentales —un síntoma comúnmente asociado con el TOC—.

“Creo que debe haber un componente evolutivo”, dijo Fairbrother. “Podemos observar cómo los pensamientos sobre accidentes tienen una función protectora: ‘¿Qué pasaría si me caigo por las escaleras?, ¿qué pasaría si me acerco demasiado al balcón?’. Estos pensamientos nos impulsan a ser muy cuidadosos”.

James Leckman, profesor de Psiquiatría, Psicología Infantil y Pediatría en Yale que estudia el TOC posparto, dijo que él experimentó estos pensamientos en carne propia.

“Cuando esperábamos a nuestro primer hijo, mi esposa y yo cambiamos”, recuerda. “Nos enfocamos mucho más en asegurarnos de que todo fuera perfecto y correcto”. Necesitaba lavar debajo el refrigerador de la casa. Necesitaba revisar y volver a pintar el cuarto”.

Agregó: “Muchas veces le digo a mis amigos y colegas cuando están esperando un hijo que es posible que no estén preparados para la experiencia transformadora y los niveles de preocupación típicamente asociados con la paternidad”.

Incluso los padres más saludables pueden sentir esta preocupación como si fuera una enfermedad mental: una mezcla desquiciante de estar al borde de la ansiedad, la falta de sueño y el estrés. Así que, ¿dónde está la línea que divide el instinto paternal normal –la motivación natural de mantener seguros a nuestros hijos— y un desorden mental real?

“Podemos realizar entrevistas de diagnóstico y determinar si los síntomas causan angustia considerable o impedimentos para funcionar correctamente”, dijo Fairbrother.

Sin embargo, ¿qué recién nacido no impide el buen funcionamiento de los padres? ¿Cómo me explico mis compulsiones ahora que se disfrazan de instinto maternal?

“Si buscas confirmación y la obtienes, alimentas más los síntomas”, dijo Leckman. “Por otro lado, tiene sentido asegurarte de que tu bebé está bien”.

Leckman dijo que los padres que están agobiados por las preocupaciones normalmente no les hablan a sus bebés tanto como otros padres. No responden a las señales sutiles que les dan sus bebés. Incluso podrían evitar el contacto visual con sus hijos para protegerlos de la incomodidad que causan la ansiedad y los pensamientos distractores.
Parece contradictorio que estos padres tan preocupados puedan ser peores padres, pero así es. Pienso en todas las veces que he dejado de ver el camino para revisar si mi hijo está en el asiento trasero. Todas las veces que recibí a mi hijo con un silencio sepulcral porque estaba aturdida por mi propia ansiedad. Mi obsesión con la seguridad no me está ayudando a mantenerlo seguro, sino que se ha convertido en una distracción peligrosa.

En mi caso, resulta que la maternidad no es más que un curso de educación continua sobre mi enfermedad mental. Lo que pensé que había superado regresó como una versión modificada. Si quiero ser una buena madre, debo encontrar un mejor equilibrio. Debo estar atenta a los riesgos, pero también debo estar presente para mi hijo. Debo enfrentar mis miedos y reanudar mi terapia de exposición. Sin embargo, esta vez no me expongo a un baño sucio: me expongo al mundo.

Ahora, cuando pienso en todas las cosas horribles que le pueden pasar a mi hijo –los accidentes, las enfermedades, los autos ardiendo— no hago a un lado mis sentimientos. Me permito experimentar el terror, siento cómo sube mi adrenalina y trato de darle la bienvenida a esta nueva sensación de no tener el control.

Es una sensación insoportable, pero me ayuda a mantener los ojos en el camino. Se vuelve más fácil con el paso del tiempo. Y cuando llego a mi destino y estoy recogiendo mis cosas para salir del auto, me permito echar un vistazo al espejo retrovisor para revisar el asiento trasero. Solo una vez. Solo para estar segura.

Fuente: The New York Times