Mi vida con narcolepsia, el trastorno para el que aún no hay cura

Uno de mis primeros trabajos consistía en vigilar a los leones. Hay algunas ocupaciones que no son adecuadas para alguien con narcolepsia no tratada, y probablemente esta sea una de ellas. Tenía 22 años, y hacía poco que había obtenido el grado en Zoología estudiando a los suricatos en el desierto del Kalahari, Sudáfrica. Trabajábamos por parejas, uno de nosotros a pie, caminando con los suricatos, y el otro en el jeep, oteando el horizonte en busca de señales de peligro por presencia de leones. En muchas ocasiones me desperté con las marcas del volante en la frente, comprendiendo que había perdido de vista a los suricatos y a mi compañero. Esto puedo contarlo porque nadie acabó devorado.

No siempre he estado así. Durante mis 20 primeros años de vida mantuve una relación sana con el sueño. Poco después de cumplir los 21, sin embargo, empecé a experimentar síntomas de narcolepsia, un trastorno raro, aunque no tanto, del que se cree que afecta a una de cada 2.500 personas. Si algo sabe la gente de la narcolepsia es que provoca frecuentes brotes de somnolencia incontrolable. Y eso es cierto, pero el trastorno es mucho más discapacitante, porque a menudo va acompañado de cataplexia (en la que una fuerte emoción causa pérdida de tono muscular y te hace caer como un muñeco de trapo), sueños alucinatorios, parálisis del sueño, alucinaciones aterradoras y, paradójicamente, sueño nocturno fraccionado. No hay cura. Aún.

En el Kalahari, allá por 1995, yo desconocía estos síntomas. No tenía mucha idea de cuánto afectaría a mi mente, mi cuerpo y mi espíritu una batalla interminable contra el sueño (una batalla en la que la derrota era el resultado inevitable). Pocos médicos de familia habían oído hablar del trastorno, y mucho menos conocido un paciente. Algunos neurólogos sabían qué buscar, pero otros muchos, no. Ni siquiera los especialistas del sueño sabían explicar por qué de repente se desataba este trastorno, con una mayor frecuencia de aparición a los 15 años.

En 20 años, han cambiado muchas cosas. Ahora hay pruebas abrumadoras de que la causa más común, con diferencia, de la narcolepsia es un ataque autoinmune en el que el sistema inmunitario del cuerpo malinterpreta una infección de las vías respiratorias superiores y elimina por equivocación las 30.000 neuronas que se calcula que se sitúan en el centro del cerebro.

En un órgano con más de 100.000 millones de células, esto podría parecer poco preocupante. Pero no son células ordinarias. Se encuentran en el hipotálamo, una estructura pequeña, antigua desde el punto de vista de la evolución e increíblemente importante, que ayuda a regular muchas de las operaciones básicas del cuerpo, como el paso diario de la vigilia al sueño. Las células en cuestión son también las únicas del cerebro que expresan las orexinas (también conocidas como hipocretinas). Estos dos péptidos –cadenas cortas de aminoácidos– relacionados eran completamente desconocidos en 1995, cuando a mí me diagnosticaron la enfermedad.

La historia de su reciente descubrimiento, que comenzó en la década de 1970, es un interesante relato de casualidad y suerte, imaginación y previsión, riesgo y rivalidad, e incluye para empezar una colonia de Dobermans pinschers narcolépticos. Podría ser incluso la perfecta ilustración de cómo funciona la ciencia.

Pero aunque hay fármacos que pueden ayudar a paliar el peor de los síntomas de la narcolepsia, ninguno de ellos consigue reparar el daño cerebral subyacente. Resulta increíble que la falta de dos sustancias químicas provoque una constelación de síntomas tan desconcertante. La respuesta a mis problemas parece sencilla: solo necesito reintroducir las orexinas (o algo similar) en mi cerebro. Entonces, ¿por qué sigo esperando?

En abril de 1972, una caniche de Canadá tuvo una camada de cuatro cachorros. Enseguida hubo familias dispuestas a adoptar a los graciosos perritos, pero uno de ellos, una hembra de color gris plateado llamada Monique, desarrolló pronto lo que sus propietarios describían como “ataques de caída” cuando intentaba jugar. No se parecían al sueño; eran principalmente parálisis parciales: se le debilitaban las patas traseras, se le caía el trasero al suelo y los ojos se le quedaban quietos y vidriosos. En otras ocasiones, cuando comía, Monique sufría un ataque agudo.

Cuando los veterinarios de la Universidad de Saskatchewan observaron a Monique, sospecharon que sufría brotes de cataplexia, y en consecuencia pensaron que podía tratarse de un caso de narcolepsia acompañada de cataplexia. Por pura suerte, el diagnóstico de Monique coincidió con la llegada de una peculiar circular de William Dement, especialista en sueño de la Universidad de Stanford, California. Buscaba perros catalépticos. Los veterinarios de Saskatchewan le respondieron de inmediato. Tras convencer a los propietarios de Monique de que cediesen su animalito, todo lo que faltaba era ver cómo podían trasladarla a California.

Me reuní con Dement, que ahora tiene 89 años, para preguntarle qué recuerda de esos primeros momentos. Se jubiló hace varios años, pero sigue viviendo en un barrio lleno de árboles cerca de la universidad de Stanford. Su despacho es una estructura grande, como un cobertizo, adosado a la casa principal y no muy diferente de una cabaña de exploradores.

Las paredes están forradas de madera y cubiertas de pósteres enmarcados, fotografías y múltiples recuerdos de una insigne trayectoria en medicina del sueño. El escritorio de Dement es una imagen del caos organizado. En medio de todo ello hay una pistola de agua. Le pregunto por qué. “Es para cuando los alumnos se quedan dormidos en clase”, explica, en referencia a una clase increíblemente popular sobre el sueño y los sueños que él mismo inició a comienzos de la década de 1970.

En 1973, Dement contactó con Western Airlines para ver si podían trasladar a Monique de Saskatchewan a San Francisco. Tenían una estricta política de “no admisión de perros enfermos”. “No es una perra enferma. Es una perra con una anomalía cerebral”, les dijo. “Es un modelo animal para una enfermedad importante”. Al final, con cierta presión política, consiguió convencer a la aerolínea de que le ayudase. Una vez en San Francisco, Monique se convirtió pronto en una especie de celebridad.

“Monique tiene muchas probabilidades de desplomarse cuando come algo que le gusta especialmente, o cualdo huele una nueva flor en el campo, o cuando corretea”, comentaba el compañero de Dement, Merrill Mitler, a Associated Press para un artículo que se publicó en docenas de periódicos estadounidenses. “Esperamos descubrir con exactitud en qué parte del cerebro se encuentra la disfunción que provoca la narcolepsia”, les había dicho Mitler a los periódicos poco después de la llegada de Monique a Stanford. “Podría ser el primer paso hacia el desarrollo de un remedio”.

Mitler es en la actualidad perito forense en Washington DC, especializado en litigios derivados de accidentes relacionados con la fatiga. Le pregunto si la historia del descubrimiento de la narcolepsia es tan buena como parece. “En una palabra, sí”, responde. “En la década de 1970 no sabíamos qué nos faltaba por conocer de la narcolepsia”. Simplemente no había forma de prever lo productiva que resultaría la investigación con Monique y otros perros. En esa fase, reconoce, el plan era simplemente usar los animales para hacerles autopsias y ver si había cambios físicos evidentes en el cerebro.

La noticia empezó a difundirse y pronto Dement y Mitler estaban cuidando a Monique y a varios perros narcolépticos más, entre ellos un cruce de chihuahua y terrier, un grifón Korthals, un malamute, y varios perdigueros de labrador y dobermans pinschers. El hecho de que la narcolepsia pareciese más común en algunas razas indicaba que la dolencia podía tener una base genética. Entonces se produjo el gran avance: una camada de siete cachorros de doberman, todos ellos con narcolepsia y cataplexia. “A las 24 horas o menos vimos cómo se desplomaban del primero al último de la camada”, dice Mitler. “Estábamos juntos un buen grupo de Stanford, todos echados en el suelo mirándolos”.

Resultó que en labradores y dobermans el trastorno es hereditario. Dement tomó la decisión de centrarse en los dobermans y, a finales de la década de 1970, era el orgulloso custodio de una gran colonia y había establecido que la narcolepsia en esta raza estaba causada por la transmisión de un único gen recesivo. En la década de 1980, los métodos de análisis genético habían avanzado lo suficiente como para plantearse el buscar el gen defectuoso en el caso de los dobermans.

Nunca logro reconstruir la combinación de factores que condujo a la aparición de mi propia narcolepsia, pero el escenario se estableció en el momento de mi concepción, en 1972, aproximadamente en la época en que Monique nació en Saskatchewan. Mi yo unicelular heredó una versión determinada de un gen (conocido como HLA-DQB1*0602) que forma parte de un conjunto que ayuda al sistema inmunitario a distinguir amigos de enemigos. El HLA-DQB1*0602 es muy común –aproximadamente la cuarta parte de los europeos son portadores de una copia– pero desempeña una función clave en muchos casos de narcolepsia, y está presente en el 98% de los pacientes con narcolepsia y cataplexia.

Además de esta base genética, quizá pueda influir también la época del año. Los narcolépticos tienen una probabilidad ligera pero significativamente mayor de nacer en marzo (como yo). Este denominado “efecto nacimiento” se observa en otros trastornos autoinmunes y probablemente se explica por la infección variable con las estaciones en un momento determinado del desarrollo. En el caso de la narcolepsia, parece que los que nacemos en marzo somos un poquitín más vulnerables que otros.

Aunque es posible que también influyesen otras infecciones de mi niñez, las fluctuaciones hormonales y el estrés emocional, fue a finales de 1993 cuando probablemente me encontré con un patógeno clave, quizá un virus de la gripe o un estreptococo. Fue eso lo que me llevó a un punto de inflexión autoinmune que provocó un rápido desmantelamiento de mi sistema orexinérgico. En resumen, en la mayoría de los casos, la narcolepsia probablemente sea resultado de una desafortunada combinación de acontecimientos que crea la tormenta inmunológica perfecta.

Aproximadamente por entonces, el proyecto Doberman de Stanford estaba a punto de revelar la base genética de la narcolepsia en esta camada. El hombre encargado de buscar la mutación responsable fue Emmanuel Mignot, que posteriormente sucedió a Dement como director del Centro de Ciencias y Medicina del Sueño de Stanford. Nos reunimos en su despacho de la universidad, acompañados por Watson, un chihuahua narcoléptico que adoptó hace unos años. “Es una raza muy tonta”, me dice, bajándole las orejas a Waton para impedir que se le quemen, y dejándolo después en el suelo. “Yo nunca la habría escogido”.

Al principio Watson desconfía de mí, mantiene las distancias y me gruñe. Cuando me pongo a su altura, ladra y se lanza hacia mí, y después de aleja, fingiendo ser más fiero de lo que es en realidad. Puedo empatizar con él, a pesar del abismo que separa su especie de la mía. Sé lo que es estar demasiado soñoliento durante el día. Conozco la cataplexia, lo que se siente cuando las emociones cortan un circuito neurológico del tronco cerebral y causan un colapso muscular (como ocurre en la fase de movimiento rápido de ojos, REM, cuando se producen la mayoría de los sueños). Me pregunto si Watson sufre el terror total de la parálisis del sueño y las alucinaciones sobrenaturales que a menudo la acompañan.

Mientras me devuelve la mirada, los párpados se le cierran y se le abren con un embotamiento que reconozco. Se gira, se mete con cuidado en su cesta y se acurruca durante el resto de la entrevista.

En la década de 1980, la idea de localizar el gen de la narcolepsia canina era desmesuradamente ambiciosa. Criar dobermans narcolépticos es más difícil de lo que parece, porque los afectados tienden a desplomarse en medio del coito, temporalmente paralizados por un estremecimiento catapléctico (la denominada “organolepsia”, que puede ocurrir también en humanos). Dejando a un lado esta dificultad, estaba también la tarea de localizar un gen cuya secuencia se desconocía, en un genoma que era, por aquel entonces, territorio ignoto. “Me decían que estaba loco”, cuenta Mignot. En cierto sentido, tenían razón, porque le llevó más de una década, centenares de perros y más de 1 millón de dólares. Y estuvo a punto de no ser el primero.

En enero de 1998, tras más de una década de minucioso cartografiado, y cuando el equipo de Mignot se estaba aproximando al gen, un joven neurocientífico llamado Luis de Lecea, trabajador del Instituto de Investigación Scripps de San Diego, y sus compañeros publicaron un artículo en el que describían dos nuevos péptidos cerebrales. Los llamaron “hipocretinas”: elisión de hipotálamo (el lugar donde los hallaron) y secretina (una hormona intestinal de estructura similar). Parecían ser mensajeros químicos que actuaban exclusivamente dentro del cerebro.

Pocas semanas después, Masashi Yanagisawa y su equipo de la Universidad de Texas describieron por separado exactamente los mismos péptidos, aunque los llamaron “orexinas” y añadieron la estructura de sus receptores. Consideraban que la interacción de esas proteínas con sus receptores podría estar relacionada con la regulación de la conducta alimenticia. “Ni siquiera pensamos en el sueño”, admite Yanagisawa, ahora director del Instituto Internacional de Medicina Integral del Sueño en la Universidad de Tsukuba, Japón.

En Stanford, Mignot oyó hablar de los dos artículos, pero no había razón alguna para imaginar que esta nueva trayectoria tuviese nada que ver con la narcolepsia o con el sueño. Sin embargo, en la primavera de 1999, él y su equipo habían descubierto dos genes en los que podía situarse la mutación recesiva. Uno se expresaba en el prepucio. “No parecía un candidato para la narcolepsia”, señala Mignot. De forma que la apuesta estaba en el otro gen, que codificaba uno de los dos receptores de orexina. Cuando nos llegaron noticias de que Yanagisawa había diseñado ratones carentes de orexinas que dormían de una forma característica de la narcolepsia, empezó la carrera.

Al cabo de pocas semanas, Mignot y su equipo habían enviado a la revista Cell un artículo que revelaba un defecto en el gen que codifica uno de los receptores de orexina. “Este resultado determina que las hipocretinas [orexinas] son neurotransmisores importantes para modular el sueño y abre el camino a nuevos enfoques terapéuticos para los pacientes narcolépticos”, escribían. Kahlua –uno de los perros de la camada de Dobermans, todos con nombres de bebidas alcohólicas– aparecía despatarrado en la portada de la edición. Yanagisawa y sus colaboradores añadieron sus pruebas experimentales a la mezcla solo dos semanas después, también en Cell.

En circunstancias normales, un mensajero químico y su receptor funcionan como una llave y su cerradura. Una llave (el mensajero) encaja en una cerradura (su receptor) para abrir una puerta (causar un cambio dentro de la célula deseada). En el caso de los dobermans de Mignot, una mutación masiva había destruido de hecho el receptor de la orexina, volviéndola inútil.

Tanto si es la cerradura la que no funciona, como en este caso, como si son las llaves las que faltan, como en el de los ratones de Yanagisawa, el resultado es el mismo. La puerta no se abre. El sistema orexinérgico se rompe. En la narcolepsia humana, hay muchas formas de romper el sistema orexinérgico. En ocasiones, un tumor cerebral o un traumatismo craneal basta para provocar el daño. En la mayoría de los casos, sin embargo, la narcolepsia está causada por la serie de desafortunados acontecimientos que antes hemos descrito en líneas generales.

Las neuronas orexinérgicas son cosa seria, y no solo para quienes como yo las han perdido. Presentes en las clases principales de vertebrados, deben de hacer algo verdaderamente importante. Cuando de Lecea describió por primera vez las orexinas, en 1998, andaba por los 25 años y acababa de trasladarse de Barcelona a San Diego. En 2006 se mudó de allí a Sanford, para estar más cerca de la acción en el terreno del sueño. “Sinceramente, creía que a estas alturas entenderíamos el tema mucho mejor de lo que hemos llegado a entenderlo”, reconoce.

Pero hemos descubierto muchas cosas, en especial gracias a la optogenética, una técnica que de Lecea ayudó a crear. Desplegando un virus, un promotor y un gen hallado en algas verdeazuladas, es posible hacer que una determinada población de neuronas se vuelva sensible a la luz.

Para ilustrar esta maravilla, de Lecea me muestra un video en su portátil. En una jaula se ve un ratón diseñado para que sus neuronas orexinérgicas se activen en respuesta a la luz. Tiene instalado un fino cable de fibra óptica en el cerebro. “El ratón está dormido”, explica; las ondas de actividad eléctrica característas del sueño profundo se mueven en un video en la parte superior de la pantalla. El cable óptico cobra vida, un pulso de luz azulada destella exactamente durante diez segundos. Las neuronas orexinérgicas sensibles a la luz liberan sus neuropéptidos y, de repente, el ratón se despierta. Cuando la luz se apaga, se duerme con la misma rapidez con la que se ha despertado.

Pocas ilustraciones del poder de las orexinas puede haber más asombrosas que esta. De manera completamente inesperada, siento llenarse mis lacrimales y durante una fracción de segundo casi envidio al ratón.

Mediante técnicas de optogenética y de otro tipo, de Lecea ha logrado demostrar que las orexinas afectan potentemente a muchas redes neurológicas importantes. En algunos entornos, actúan como neurotransmisores, cruzando vacíos en las neuronas para activar las neuronas elegidas, que liberan una sustancia llamada norepinefrina por toda la corteza cerebral.

En otras situaciones, las orexinas actúan de manera más parecida a las hormonas, trabajando en lugares más alejados del cerebro. Así es como influyen en otras sustancias químicas cerebrales, como la dopamina (esencial para la elaboración de la recompensa, el planeamiento y la motivación), la serotonina (fuertemente relacionada con el estado de ánimo e involucrada en la depresión) y la histamina (una importante señal de alerta).

“En la mayoría de las redes neuronales hay múltiples capas de seguridad paralelas”, explica de Lecea, de modo que si algo no funciona adecuadamente, otros sistemas pueden solucionar el fallo. En el caso de las orexinas, sin embargo, parece que hay muy poco o ningún apoyo. De modo que la manipulación de este sistema produce el tipo de respuesta nítida con la que los científicos podemos trabajar. “Es un modelo magnífico para entender las redes neuronales más en general”, dice.

Lo que sabemos de las orexinas permite explicar también por qué la pérdida de tan solo unas cuantas decenas de miles de células puede causar un trastorno discapacitador y multisintomático como la narcolepsia, algo que influye en la vigilia y el sueño, la temperatura corporal, el metabolismo, la alimentación, la motivación y el estado de ánimo. Estas proteínas nos ofrecen un conocimiento privilegiado de cómo hace el cerebro lo que hace.

Todo esto hace que la historia de la orexina suene como la típica historia de descubrimiento científico como el de la doble hélice, la ilustración perfecta de cómo funciona la ciencia. Hay un enigma subyacente (la narcolepsia), un relato original (Monique), previsión (Dement), ambición (Mignot), avances tecnológicos (genética), un animal fotogénico (los dobermans), una carrera (con Yanisawa), parece ciencia (optogenética) y hay un propósito todavía más elevado (el sueño y el cerebro).

Son elementos como estos los que pueden transformar los acontecimientos científicos cotidianos en un atractivo relato cultural, afirma Stephen Casper, historiador de la neurología en la Universidad Clarkson, Nueva York. “Tiene todos los ingredientes de algo que en mi opinión los fisiólogos y los neurólogos de la primera parte del siglo xx buscaban y esperaban encontrar, algo que reuniera herencia, bioquímica, biofísica, neurología y psicología”.

Pero hay un patrón de la investigación biomédica en el que los trastornos raros abren prometedoras vías de investigación que nunca acaban de ayudar a los propios pacientes, añade Casper. Al relato en torno a la narcolepsia le falta algo, añade: “Una buena historia debería tener un claro final feliz”.

Seguimos esperando ese final feliz. Aunque tuviese en mis manos un vial de orexina-A u orexina-B, ¿cómo iba a introducirlas en mi cerebro? Si se ingirieran en solución, las enzimas intestinales las destruirían, descomponiendo los aminoácidos como cuentas de un collar. Inyectadas por vía intramuscular o intravenosa, no podría penetrar la barrera hematoencefálica una parte suficiente de ellas. Se han realizado experimentos de administración por vía nasal, con la idea de que inhalar orexinas podría ser una forma de introducirlas en el hipotálamo a través del nervio olfatorio, pero se ha invertido relativamente poco en este método.

Esto no significa que la industria farmacéutica haya pasado por alto el descubrimiento de la vía orexinérgica. Ni mucho menos. Solo 15 años después de que Mignot y sus colaboradores publicasen en Cell el artículo que relacionaba la orexina con la narcolepsia, Merck había recibido la aprobación de la FDA, el organismo estadounidense que regula los alimentos y los medicamentos, para el suvorexant (o Belsomra, su nombre comercial), una pequeña molécula capaz de atravesar la barrera hematoencefálica y bloquear los receptores de orexina.

Un fármaco que provoca somnolencia no era la aplicación que la mayor parte de los aquejados de narcolepsia esperaban. Al impedir que las orexinas se unan a sus receptores, el Belsomra crea de hecho un caso de narcolepsia aguda, pero la niebla, se supone, habrá empezado a levantarse por la mañana.

Los somníferos empleados habitualmente para tratar el insomnio funcionan en general deprimiendo todo el sistema nervioso central, explica Paul Coleman, químico farmacéutico que trabaja en los laboratorios de Merck en West Point, Filadelfia, y que fue uno de los principales creadores del Belsomra. “Lo interesante del Belsomra es que es muy selectivo en el bloqueo de la vigilia, de modo que no afecta a los sistemas que controlan el equilibrio, la memoria y el sistema cognitivo”, afirma.

A lo largo de su vida profesional, Coleman ha desarrollado fármacos para tratar diferentes infecciones, enfermedades y trastornos, pero el sistema de orexina es el más sobresaliente. “La narcolepsia nos ha dado un hilo del que podemos tirar para conocer muchos aspectos de los sistemas que rigen la vigilia y el sueño”, asegura.

“La vigilia es un proceso fundamental para todos, tanto si se trata de una persona sana como de un paciente que padece narcolepsia o insomnio. Es lo más interesante en que he tenido oportunidad de trabajar”. Las aplicaciones del Belsomra pueden ser todavía más amplias, y se han propuesto ensayos clínicos para investigar su potencial para ayudar a los trabajadores a turnos a dormir en las horas diurnas, mejorar el sueño en los pacientes de Alzheimer, ayudar a quienes padecen estrés postraumático, combatir la drogadicción y aliviar el trastorno de pánico en humanos.
Me encanta ver esos avances, pero los millones de personas que sufrimos narcolepsia seguimos esperando un fármaco que pueda funcionar en el cerebro y activar el sistema orexinérgico, en lugar de silenciarlo.

Este es uno de los proyectos que desde hace tiempo tiene en sus manos Masahi Yanagisawa, que hace 20 años participó en la carrera para relacionar las orexinas con la narcolepsia. Pero diseñar y sintetizar un compuesto que atraviese intacto el intestino, que tenga lo necesario para pasar de la sangre al cerebro, y que alcance la configuración perfecta para activar uno o los dos receptores de orexina es “un reto muy, muy grande”, asegura, “significativamente” mayor que encontrar un compuesto que interfiera con el receptor, como hace el Belsomra.

A principios de año, Yanagisawa y sus colaboradores publicaron datos sobre el compuesto de este tipo más potente hasta la fecha, una pequeña molécula llamada YNT-185. Las inyecciones de esta molécula en ratones narcolépticos mejoran significativamente su vigilia y su cataplexia, y reducen la abundancia de fases REM, las fases en las que más se sueña (una de las características de la narcolepsia). Esto, dice Yanagisawa, es una “demostración del concepto”. Aunque la afinidad de la YNT-185 (la fuerza con la que se une al receptor de orexina) no es suficientemente grande como para obtener permiso para realizar ensayos clínicos, el equipo de Yanagisawa ha encontrado ya otros posibles candidatos. “El mejor es casi 1.000 veces más potente que la YNT-185”, afirma.

Aunque los síntomas de la narcolepsia pueden variar enormemente de una persona a otra, la patología subyacente –ausencia de orexinas– es la misma. “Si este compuesto funciona, servirá para todos esos pacientes”, asegura. “En ese sentido, es un ensayo clínico relativamente sencillo en comparación con otros muchos trastornos”.

Una vía todavía más futurista es la de las células madre. Sergiu Paşca tiene el despacho junto al de Emmanuel Mignot en Stanford y, en 2015, él y sus colaboradores desarrollaron una forma de tomar células madre pluripotenciales inducidas (obtenidas de células epiteliales) y darles una nueva vida en forma de células cerebrales. “Se puede utilizar este sistema para derivar varias regiones cerebrales y, como con un Lego, reunirlas para que formen circuitos en una placa”, señala.

Recientemente, su laboratorio ha desarrollado métodos para hacer algo similar en personas con narcolepsia, empezando con una célula cutánea y acabando con una neurona orexinérgica completamente funcional. En teoría, debería ser posible transplantarla en el cerebro de personas narcolépticas y restaurar parte de la función. Esto, sin embargo, no es algo que deba tomarse a la ligera. Para empezar, no es probable que las células en sí sean exactamente iguales que las células orexinérgicas, insertar una aguja en el cerebro no es un ejercicio libre de riesgos, y siempre está la posibilidad de que el sistema inmunitario efectúe otro ataque contra las células trasplantadas.

De modo que, ¿tendrá alguna vez el cuento de las orexinas un final feliz? El traslado de la investigación básica a la práctica clínica es notablemente difícil y caro, apunta Casper. (El coste del mejor tratamiento actual contra la narcolepsia –oxibato de sodio o Xyrem– es tal que no siempre está disponible para adultos en Inglaterra, a pesar de que podría transformar la vida de muchas personas).

Hay una percepción extendida de que la narcolepsia es un trastorno raro con un mercado pequeño, de modo que sería improbable que la investigación y el desarrollo farmacéuticos en este campo cosechasen una significativa rentabilidad. Este argumento no tiene en cuenta la probabibilidad de que la narcolepsia no esté diagnosticada en muchas personas, y que alguien que desarrolle narcolepsia en la adolescencia y viva hasta superar los 80 años necesitará unas 25.000 dosis a lo largo de su vida.

Quizá sea más convincente el hecho de que la función oganizadora que las orexinas desempeñan en el cerebro da a entender que el mercado de dicho fármaco podría ir mucho más allá de la narcolepsia. Algo que activase las orexinas sería útil para cualquier afección en la que la excesiva somnolencia diurna sea un problema, por no mencionar las múltiples situaciones en las que tal vez influyan los bajos niveles de estos mensajeros, como la obesidad, la depresión, el trastorno de estrés postraumático y la demencia.

Hay, creo, otra razón por la que esta historia no ha concluido aún. Durante demasiado tiempo, el sueño ha estado infravalorado y se le ha considerado una incómoda distracción de la vigilia. Con este punto de vista, la investigación en neurociencia del sueño no parece muy prioritaria. Nada más lejos de la verdad. Ahora disponemos de pruebas abundantes de que dormir mal puede tener consecuencias devastadoras para la salud física, mental y psicológica. El sueño no es algo secundario. Es fundamental, una grave cuestión de salud pública. Invertir en investigación del sueño no afecta solo a unos cuantos pacientes con trastornos demostrables. Nos afecta a todos.

Fuente: elpais.com