La matemática alemana que dedicó su vida a custodiar las líneas de Nasca y transformó la arqueología peruana
En un país ajeno y bajo un sol abrasador, María Reiche convirtió el desierto en su hogar y la ciencia en su bandera, defendiendo con escoba y cinta métrica los secretos milenarios de un pueblo que aprendió a amar
El 15 de mayo de 1903 nació en Dresde, Alemania, una mujer que años después se convertiría en guardiana incansable del legado prehispánico del Perú.
María Reiche no solo descifró el valor astronómico de las líneas de Nasca, también las protegió de la erosión del tiempo y del olvido. Armada con una escoba, una cinta métrica y una voluntad inquebrantable, dedicó su existencia a recorrer el desierto con la precisión de una científica y la devoción de una creyente. Su trabajo meticuloso devolvió a estas figuras gigantes el lugar que merecen en la historia mundial.
De institutriz a defensora del desierto peruano
Al llegar al país como profesora particular de una familia limeña, nadie imaginó que María Reiche terminaría siendo pieza clave en la arqueología nacional. Su formación en matemáticas, física y geografía, adquirida en universidades alemanas, le dio herramientas que luego aplicaría sobre las pampas.
El giro en su historia se dio al conocer a Paul Kosok en 1941. Él le mostró las figuras gigantes trazadas en el suelo desértico, y juntos comenzaron a estudiarlas. Reiche tomó el relevo con determinación cuando Kosok regresó a Estados Unidos. Desde entonces, la alemana optó por quedarse en Perú y dedicar su vida entera a proteger lo que muchos aún no comprendían.
Sus primeros años en Nasca estuvieron marcados por la precariedad, la desconfianza local y el reto de divulgar el valor científico de los geoglifos. Sin embargo, su perseverancia empezó a rendir frutos, y su figura se volvió sinónimo de las líneas que tanto cuidó.
Entre la ciencia y la resistencia
El método de Reiche era tan artesanal como preciso. Usaba escobas para limpiar los trazos, cinta métrica para calcular proporciones y papel milimetrado para registrar las figuras. Pasaba horas bajo el sol, caminando sobre el desierto, midiendo ángulos, estudiando orientaciones, convencida de que los antiguos nascas habían construido un gigantesco calendario solar.
Con cada dibujo, buscaba patrones, alineaciones con solsticios o constelaciones. En una época en que las mujeres científicas eran invisibles, ella alzó la voz desde uno de los paisajes más áridos del planeta.
Su persistencia logró que la comunidad internacional volteara la mirada hacia estas expresiones milenarias. No le interesaban los reflectores, solo la protección de un legado que sentía como propio.
Aunque sufrió enfermedades, maltratos y robos, nunca abandonó su misión. Las líneas, gracias a su labor, pasaron de ser una rareza local a una maravilla de interés global.
La embajadora anónima de un patrimonio milenario
Durante décadas, María Reiche fue una presencia constante entre las arenas, cuidando los trazos como si fueran frágiles hilos del tiempo. Dormía en una vivienda austera cerca de las pampas, y su rutina consistía en recorrer las figuras, ahuyentar curiosos y registrar todo cuanto encontraba.
No tenía respaldo oficial ni recursos estatales. Financiaba sus investigaciones con la venta de folletos que ella misma escribía, ilustraba y distribuía. Fue recién en la década de 1970 que su labor comenzó a recibir reconocimiento del gobierno peruano, que le otorgó la ciudadanía y la condecoró.
El turismo, que creció sin regulación en los primeros años, representó una amenaza real para los geoglifos. Reiche enfrentó estas amenazas con firmeza, denunciando la destrucción causada por vehículos y peatones. Su figura, pequeña y delgada, patrullaba incansable el desierto, dispuesta a confrontar a quien fuera necesario. Con el tiempo, su voz fue escuchada.
Un legado que trasciende fronteras y generaciones
Gracias al esfuerzo de María Reiche, las líneas de Nasca fueron reconocidas como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO en 1994. Para entonces, su salud estaba debilitada por el Parkinson y una ceguera progresiva, pero su compromiso no decayó.
Vivió más de medio siglo al lado de las figuras, documentándolas, enseñándolas y luchando por su conservación. Murió en Lima en 1998, pero su trabajo continúa vivo en las nuevas generaciones de arqueólogos y en los museos que llevan su nombre.
Su historia ha inspirado documentales, exposiciones y homenajes en distintos países. Desde Alemania hasta el Perú, su vida representa una forma de amor al conocimiento, al arte y a la cultura ancestral.
Cada línea dibujada en el suelo peruano lleva algo de su huella. Y aunque su nombre no fue parte de manuales escolares por muchos años, hoy forma parte esencial de la historia cultural de América Latina.
Fuente: infobae.com