Viaje al primer hogar de la Humanidad: una choza de 10 mil 800 años
Hace cerca de 11.000 años los seres humanos empezaron a cultivar, a criar animales y a vivir en pueblos. Un grupo de científicos españoles ha dado con esas primeras casas en Jordania
El yacimiento de Kharaysin, a 50 km de Amán, la capital del país, esconde los secretos de los primeros poblados, que se organizaban, como los pueblos actuales, en calles y varios niveles
La revolución comenzó hace 10.800 años en el suelo de una choza. La pista del primer hogar con pavimento a base de cal y pintura, una formidable innovación en las embrionarias urbes del neolítico precerámico, ha sido hallada por un grupo de investigadores españoles en la ladera por la que se extiende el yacimiento de Kharaysin, a unos 50 kilómetros al norte de Amán, la capital de Jordania.
La sucesión de viviendas dispuestas en terrazas, hoy sitiadas por los olivares cercanos, guardaba en su geografía un descubrimiento que arroja luz sobre una época marcada por el nacimiento de los poblados sedentarios y el trascendental viaje de la Humanidad desde su pasado como cazadores-recolectores a la invención de la agricultura y la ganadería.
“Es el suelo de cal pintado más antiguo del mundo”, confirma Juan José Ibáñez, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y director de una misión que desde 2014 excava el páramo, en los áridos alrededores del pueblo de Quneya.
“Hasta su hallazgo, los primeros conocidos se localizaban en Jordania, Israel y Siria y databan de 800 años después”, arguye el arqueólogo. El suelo desempolvado presidía la habitación principal de una pequeña cabaña formada por una cocina aneja y construida semi enterrada. Su plano, subrectangular y de esquinas redondeadas, fue pergeñado en plena transición entre las viviendas ovales y las rectangulares, uno de los hitos de la arquitectura.
La superficie que sobrevivió a milenios de inclemencias y asoma hoy carcomida por el tiempo ha perdido bajo tierra el aspecto que debió lucir. “Está deteriorado pero era completamente liso y regular, tanto como pueden serlo hoy día los suelos que pisamos”, indica Ibáñez.
El solado fue elaborado con cal -fabricada en pequeños hornos horadados a unos metros de las viviendas cuyos vestigios también han sido documentados por la expedición- y estaba compuesto de hasta tres capas superpuestas: una primera integrada por material tosco; una segunda con acabados más delicados y una final consistente en una lechada muy ligera a la que sus artífices agregaron la pintura, un colorante rojo obtenido de la hematite (la forma mineral del óxido férrico). “El color es otra peculiaridad innovadora que tenía un sentido simbólico y decorativo”, apunta el mudir (director, en árabe).
Un proceso de elaboración sofisticado que no fue, en ningún caso, un asunto baladí. Su creación allanó el camino hacia la higiene y el control de las enfermedades en un tiempo en el que la Humanidad, hasta entonces nómada, lidiaba con la tarea de acostumbrarse a echar raíces.
“Los cazadores recolectores tiraban la basura en cualquier sitio. Cuando se produce la sedentarización, uno de los efectos es que empiezan a arrojar los desechos fuera de la vivienda y mantienen el interior limpio. El suelo de cal es un avance en ese sentido porque permite una higiene perfecta”, detalla Ibáñez.
El pavimento cubría toda la habitación principal e incluso el arranque de los muros y se extendía hasta el hogar, una oquedad emplazada en la zona sur de la estancia que servía como chimenea para calentar la estancia. Para mantenerlo impoluto, bastaba un barrido o un baldeado con agua. Un receta sencilla y mágica para unos poblados que crecían, multiplicando el riesgo de transmisión de enfermedades infecciosas.
“Calculamos que hubo entre 1.500 y 2.000 personas habitando este asentamiento. Pasamos de poblados con 12 cabañas y unos 60 vecinos, como los excavamos en Siria, a aglomeraciones como ésta. Fue un salto enorme para la Humanidad que se produjo en apenas 2.500 años”, desliza el arqueólogo a pie de obra, entre el sonido de la decena de obreros -habitantes del pueblo cercano- y otros tantos expertos que pululan por el yacimiento.
Es una de las últimas jornadas de trabajo de la campaña y el tiempo apremia. Sobre la falda de la colina, a unos metros del río Zarqa, el equipo se desparrama desde antes del amanecer en busca de nuevas pesquisas.
“Resulta aún muy complicado hacerse una idea de como era esto. Tienes el problema de las terrazas y la diacronía, los diferentes niveles históricos. Hay una extensión en horizontal y otra en vertical. Es un tetris tridimensional”, murmura Manuel Ángel Lagüera, miembro de la excavación, mientras escudriña el terruño. A su lado, Rafael Rosillo asiente: “Lo que sabemos es que se puede hablar de la existencia de cierta planificación al construir las casas y los espacios de circulación entre ellas. Aquí, por ejemplo, habría una calle principal en dirección este-oeste”.
A ras de suelo, Kharaysin es una inmensidad de 25 hectáreas en la que la actividad de la misión -un proyecto del CSIC, la Universidad de Cantabria y la Pontificia Facultad de San Esteban, financiado por la fundación Palarq- está desnudando un laberinto de viviendas de diferentes épocas. Son los últimos vestigios de un enjambre humano que fue habitado en el lapso de tiempo que discurre entre hace 11.200 y 9.500 años.
El hallazgo que ha puesto en el mapa el yacimiento -descubierto en 1948 por el británico Hanbury Tenison pero jamás hollado hasta el inicio de la misión española- no es el único suelo desenterrado. Otro ejemplar, firmado un milenio después del más primitivo, ha aparecido en sus entrañas, con un estilo alejado de los motivos geométricos y figurativos conocidos hasta la fecha. “Es una decoración más sofisticada. Tiene forma de gotas arrojadas con cierta violencia con una brocha. Es algo intencionado. Unos motivos de tipo abstracto con 10.000 años de antigüedad pero una concepción muy moderna del arte”, subraya, entusiasmado, Ibáñez.
Una veintena de expertos llegados de España ausculta los confines de Kharaysin para tratar de reconstruir la existencia de los primeros humanos que cultivaron plantas, cereales o leguminosas, y domesticaron animales, cabras o vacas.
“Vamos identificando fases y descifrando esta complejidad de muros. Nuestro objetivo es obtener datos para conocer cómo el ser humano fue capaz de transformar este medio y asentarse en él. El poblado quedó abandonado tras el neolítico”, comenta Juan Ramón Muñiz, una de las almas del proyecto que dirige además, unos metros más arriba, en la cima de Jebel Mutawwaq, un yacimiento de la edad del Bronce.
Una labor voluntariosa y paciente que el antropólogo Jonathan Santana cumple examinando el ADN de los restos de quienes una vez lo habitaron. “Hemos identificado 36 cadáveres pero no tenemos todas las sepulturas. Son espacios que están siendo re elaborados continuamente.
Aparecen en posición fetal y una de las particularidades es que, pasado el tiempo, se abren las tumbas y se extraen los cráneos para realizar algún tipo de ritual del que no tenemos información. Luego se entierran en otros lugares”, explica Santana, en pleno proceso de esbozo de una suerte de retrato robot de los vecinos de Kharaysin. “Podríamos considerar que son personas dentro de la normalidad, ni muy altas ni muy robustas. Todavía es pronto para establecer modelos”.
A unos metros, la restauradora Marta Corrada se afana en extraer los restos de un animal hallado en una de las cabañas. Por sus manos han pasado algunos de los tesoros del terruño, desde la ardua extracción y conservación de los suelos hasta la cura de la colección de pequeñas figurillas que ha ido aflorando en el lustro de misión. “Empezaron a salir desde el primer año. Son muy interesantes porque tienen forma humana y animal. Están hechas de arcilla que no ha sido cocida homogéneamente. Hay que tratarlas con cuidado porque se disgregan con mucha facilidad”.
Examinar la industria lítica que creció en el páramo -hasta la fecha se han localizado alrededor de 100.000 piezas- es la misión de Ferran Borrell. “Lo que nos interesa es ver el cambio que experimentaron las herramientas de piedra hacia una talla más compleja con el objetivo de producir grandes láminas de hasta 15 centímetros y elaborar puntas de proyectil, cuchillos y hojas de hoz más adaptadas a sus necesidades”, relata mientras dibuja los cantos recuperados.
De desentrañar el paisaje y su relación con la sociedad neolítica, entre tanto, se encarga Eneko Iriarte. “El entorno era bastante más húmedo que en la actualidad. Habría agua perenne y los ríos estarían cinco o seis metros más altos”, avanza el geólogo, fascinado por los interrogantes de una existencia extraviada y las huellas de lo que el director de la misión reconoce como “protourbanismo”.
“Ésta era una ciudad de la época. Estamos observando cómo desarrollaron una organización compleja del espacio que recuerda a los pueblos actuales, con calles y casas a distintos niveles”, sostiene Ibáñez. Kharaysin, aventura, sería uno de los nodos de innovación de una red de ciudades que alentaron el progreso. “Nos demuestra que había comunidades en varios lugares y en paralelo que estaban intercambiando y experimentando con los cambios.
Había yacimientos a 500 kilómetros de distancia que estaban conectados por las innovaciones mientras que, al mismo tiempo, existían comunidades a 30 kilómetros sin rastro de esos avances. Fueron asentamientos que funcionaron en red y permitieron que lo que fracasaba en un sitio continuara en el otro”, narra el director, intrigado por enigma. “Una complejidad de este tipo necesitaba de edificios de reunión. En otros yacimientos del mismo periodo se ha encontrado un inmueble central que articulaba el poblado pero, de momento, aquí no lo hemos hallado”, admite.
El retrato de las primeras y rudimentarias villas de la historia ha alcanzado ya las estancias de un museo. Desde hace unos meses, los suelos se exhiben en la pared de una sala del museo arqueológico de Jordania, encaramado en los restos de la ciudadela de Amán. La pieza es la nueva joya de un centro con solera, tras una mudanza desde Kharaysin ejecutada de principio a fin por el equipo español.
Una proeza más de seis décadas de arqueología española en Jordania y un anticipo de lo que aún permanece oculto. “Con otros cinco años de trabajo tendremos una imagen bastante fiable del yacimiento para saber cómo se distribuían estas sociedades en este medio. La exploración completa, sin embargo, ocupará a generaciones enteras”, pronostica Muñiz.
Fuente: elmundo.es