Política cyti

Las abejas de México se están muriendo y estas mujeres tienen un plan para salvarlas

En Hopelchén, Campeche, cada vez mueren más abejas a causa de la devastación de la selva por el cultivo de soya y por el uso desmedido de pesticidas. La miel de esta zona es valorada internacionalmente por su calidad y origen, y es la base de los ingresos de cientos de familias de apicultores. Sin las abejas, el patrimonio biocultural de la región está en riesgo

Es tarde en Crucero de Oxá, Campeche, y todo sucede como no debería. Desde marzo, las colmenas de madera de Benjamín Ye y Esther Couoh lucen como un pueblo fantasma de insectos. Los panales podridos se rompen en ausencia de las abejas. El piso es suave y cruel en este monte, donde la pareja levanta puños de tierra mezclada con alas, antenas y aguijones. “No hay nada que hacer en los apiarios. Es como ir al cementerio porque no hay abejas, no tenemos nada. Lo perdimos todo”, cuenta Benjamín.

En esta región maya, conocida como Los Chenes, la apicultura es la base de los ingresos de cientos de familias. Su trabajo depende de la salud del monte maya, pues su miel es valorada por la calidad y origen que deben a la flora de la selva. Los Chenes se ubica en la península de Yucatán, conformada por los estados mexicanos de Campeche, Yucatán y Quintana Roo, donde hay cerca de 19,000 apicultores –de los 43,000 que hay en México– que aportan el 35% de la producción nacional. Exportan el 90% de su miel. Tan solo Campeche posee cerca de 245 mil colmenas de las 2 millones registradas en el inventario apícola nacional.

Según el Gobierno Federal, este estado aporta más de 8,000 toneladas de miel de las 12,000 que da la península. Por eso, descubrir en el municipio de Hopelchén un tapete de abejas debajo de la piquera es el detonante que lleva a muchos a unirse a la lucha colectiva contra el uso masivo de pesticidas y la deforestación, dos peligros que las comunidades mayas y científicas han evidenciado como causas del fenómeno conocido como colapso de las abejas. En efecto, desde hace más de una década, tras la llegada de la agroindustria, el colapso de los insectos asedia a Campeche.

Las miles de abejas muertas de Benjamín y Esther son parte de las millones que fueron aniquiladas desde el 22 de marzo. De ellas dependía el sustento de 80 familias. No es la primera vez que esto ocurre en Campeche, pero es uno de los peores casos.

Este año, decenas de apicultoras y apicultores libran una batalla legal mediante un juicio de amparo contra los tres niveles de gobierno y las autoridades ambientales del país, a quienes acusan de que sus omisiones no garantizan su derecho humano a un ambiente sano. Para proteger a estos insectos y, con ello, a su propia forma de vida, los pueblos originarios han buscado el reconocimiento de las abejas como sujetos de derecho y el de las comunidades mayas como sus guardianas. Denuncian, pues, que las autoridades no han concedido tales reconocimientos.

Dar derechos a las abejas es una solución que implica dejar de ver a estos insectos como un recurso para empezar a protegerlos por su valor intrínseco y por su aporte al ecosistema. Para los pueblos originarios, esta idea resulta natural, pues su relación milenaria con el entorno prioriza el equilibrio.

No es la primera vez que se busca. En el mundo, se ha reconocido la personalidad jurídica de diferentes ríos, como el Atrato en Colombia, el Whanganui en Nueva Zelanda, y el Ganges en la India. Por su parte, las constituciones de Ecuador y Bolivia conciben la naturaleza como algo independiente del ser humano, una entidad viviente capaz de ser representada legalmente. Algo análogo, entonces, es lo que los indígenas de Campeche quieren para las abejas.

I. Las abejas y la comunidad en peligro

Deforestación y monocultivos

Sobre el camino a Suc Tuc, Hopelchén, comunidad vecina de Crucero de Oxá, los monocultivos invaden y aplanan el paisaje. Cada tanto, los huecos sin selva crecen en hectáreas. En esas inmensas zonas dispuestas para cultivos permanentes, llamados mecanizados, los árboles lucen como piezas sobre maquetas inertes, pero los pobladores tienen claro que lo que ahí sucede no es pasivo ni estático. Suc Tuc pertenece a Hopelchén, municipio con una de las tasas más altas de deforestación a nivel nacional.

En 2022, Campeche destacó por aportar 66,667 de las 131,158 hectáreas sembradas de soya en todo México. Según Global Forest Watch, de 2001 a 2022, el estado perdió 842,000 hectáreas de cobertura arbórea, de las cuales 227,000 fueron en Hopelchén. Casi dos veces las superficie de la Ciudad de México. En este municipio, específicamente, el gobierno federal contabilizó, el año pasado, 38,777 hectáreas sembradas de maíz y 46,825 de soya. En 2021, Hopelchén fue, con 49,870 hectáreas, el municipio con la mayor producción de soya a nivel nacional.

Algo detonó todo esto. En los años 70, en la región de Los Chenes, los gobiernos impulsaron la industrialización de la agricultura. Años después, además, facilitaron el establecimiento de comunidades menonitas y de empresarios para hacer uso intensivo de tierras.

Un artículo publicado en el Journal of Land Use Science detalla que, en 1983, integrantes de la colonia menonita Nuevo Ideal de Durango –algunos de ellos muy conservadores– migraron a la península de Yucatán debido a la promesa de tierras que daba solución a la escasez que vivían en el norte. Luego vino la expansión, para 2017, las colonias menonitas de Campeche ya abarcaban 70,000 hectáreas y en 2020 había 22 asentamientos en toda la península.

El establecimiento de la agroindustria favoreció la hiperespecialización de cultivos, disminuyó la selva e introdujo fertilizantes sintéticos, herbicidas, semillas modificadas y el uso de grandes maquinarias.

Abejas envenenadas

Cuando Esther y Benjamín van de su casa a su apiario, contemplan a medio camino el rancho La Primavera, que al oeste colinda con un campo menonita. Ahí los sembradíos son tantos que sirven para dar direcciones. Como otros apicultores, la pareja debe cruzar un par de cultivos hasta el sendero que lleva a su apiario, conformado por cajas elevadas dentro de un claro en la selva que mide pocos metros. Esa tarde, la ruta se vuelve lodosa. El techado cercano para resguardarse es minúsculo, la lluvia es incómoda, pero también se festeja. Los pobladores dicen que la sequía se instaló desde agosto de 2022, pero hoy no: hoy llueve y Benjamín luce feliz. Si las lluvias siguen así, intentará sembrar algo de maíz para su familia.

Couoh anda con cuidado sobre el campo encharcado. Dice que, aquí, las abejas comían de las flores regionalmente conocidas como ja’abin, chakaj, k’an lool y kitinche, así como flores de bejucos. Sus colmenas colapsaron en su mejor momento, llenas de miel joven, lo que refleja la abundancia de néctar en el entorno. Por eso, y porque las abejas temblaban hasta su muerte, descartaron enfermedad y falta de alimento como causas del colapso. Entonces, se apresuraron para conseguir lo que en otros casos no había sido posible: evidencia científica del desastre.

Al día siguiente de la muerte multitudinaria de abejas, llegaron los investigadores Eric Vides y Jaime González, del laboratorio de abejas del departamento de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur). Salieron de la selva cargando cadáveres de abejas congeladas que mandaron al laboratorio de Octavio Gaspar, del Centro de Investigación y Asistencia en Tecnología del Estado de Jalisco (CIATEJ), para hacer análisis toxicológicos. El 30 de marzo ya tenían respuesta. Las 3,365 colmenas aniquiladas que significaron pérdidas económicas por 12,990,418 pesos mexicanos fueron sofocadas con fipronil, insecticida prohibido en 36 países y que, junto a los neonicotinoides, es conocido internacionalmente por intoxicar abejas.

El informe de Ecosur dice que el 87% de las abejas colectadas tenía el doble de la dosis media letal de fipronil. Bastan 13 nanogramos por abeja para matar el 50% de una colmena. Otros cálculos indican que con mucho menos basta. Además, detectaron metabolitos del pesticida, evidencia de que los insectos afrontaron concentraciones más altas que las vistas al momento del estudio.

En dosis subletales, esta sustancia reduce los vuelos y el tiempo que las abejas pasan en las flores, afecta su fertilidad y aumenta su sensibilidad a enfermedades. Además, los pesticidas se dispersan dejando ambientes venenosos para otros insectos que mueren sin ser cuantificados.

Aunque existen estándares sobre dosis letales de plaguicidas en abejas, y pese a que la FAO señala que 75% de los cultivos alimentarios del mundo dependen de la polinización, tres de los neonicotinoides más tóxicos para estos insectos no están prohibidos en México. El fipronil, igualmente peligroso, tampoco. La Universidad Autónoma de Nayarit informó, en un oficio, que en México están autorizados 183 ingredientes activos de plaguicidas altamente peligrosos. Sin embargo, el problema puede ser mucho mayor. En 2018, la Cofepris indicó que están permitidos 2,464 muy tóxicos para abejas.

El colapso de las abejas persiste en el sur. Desde 2014 hasta ahora, el grupo Abejas Ecosur, liderado por Rémy Vandame, ha documentado la intoxicación de abejas en la península de Yucatán. Según su revisión preliminar de censos, los principales casos de intoxicación han ocurrido en cultivos de chile y soya, hay entre dos y 10 eventos por año, cada uno con entre 15 y 750 colonias muertas.

La percepción comunitaria y científica es que los daños no siempre se cuantifican o denuncian. En particular, se ignoran los casos que son por exposición crónica –cuando se tienen dosis bajas, pero constantes que resultan en efectos subletales–, mientras que en los de tipo agudo –cuando las abejas reciben dosis fuertes y la mortandad de las colmenas es del 30% en menos de 48 horas– no siempre se recolectan pruebas para medir afectaciones y descubrir culpables.

Para hacer frente a esta situación, tras el evento de mortandad en Hopelchén, investigadores de Ecosur y de diferentes estados donde se han presentado intoxicaciones plantean un protocolo de atención, la idea es ofrecer información para que los apicultores actúen ante la muerte de abejas por intoxicación. Que tengan una cadena de custodia para comunicar el caso, registrar evidencia, elaborar una acta y tomar de muestras válidas para su estudio en laboratorios especializados.

En los delitos ambientales, hay sustancias difíciles de acusar, como el glifosato –de amplio uso en cultivos de soya– que si bien no causan la muerte directa de estos insectos, si afecta su microbiota intestinal, lo que aumenta su sensibilidad a infecciones y, eventualmente, les mata.

Suc Tuc mide unas pocas calles a la derecha de la carretera y otras menos a la izquierda, de ambos lados hay monocultivos del mismo empresario. Entre 2012 y 2013, una mortandad masiva ocurrió del lado opuesto al que ahora denuncian. En esa ocasión, murieron 2,000 colmenas. En la frontera con este poblado está Crucero de Oxá, que ya pertenece al municipio de Campeche. En lo cotidiano, los límites no son evidentes, pues la gente de ambas localidades se encuentran en el paso cuando visitan a sus abejas y los insectos pecorean (recolectar néctar) en un monte compartido.

El impacto económico

Luego de que Lenny Canche se casara, su esposo le regaló parte de sus abejas. Le gustó trabajar con ellas y se hizo buena atrapando enjambres. En días recientes capturó uno y lo presume. La apicultora vive en Crucero de Oxá y la suya es una de las 80 familias afectadas.

El sitio está rodeado por el Cenit, un rancho que pertenece a la empresa el Yibel y que cultiva grandes cantidades de soya y maíz para venta en Yucatán ya que mucho de lo que se produce en Campeche sirve para otra industria: las granjas porcícolas del estado vecino. Aunque la mayoría de la soya que se usa en México para alimentar ganado es importada, este país es el número dos en comprarla en el extranjero, solo después de China.

El comisario de Oxa, José Sanchéz, representa a 33 apicultores locales afectados por la reciente mortandad. Dice que no suena mal que el responsable pague por las colonias perdidas. También es apicultor y le gustaría que no quede impune, pero señala que un pago no garantiza que no vuelva a ocurrir. Entonces, prefieren exigir protección y que las sustancias mortales para las abejas sean prohibidas.

Benjamín cuenta que la muerte de las abejas dejó una crisis económica en el pueblo. El dinero que les daría la miel sería para preparar la milpa, que es un policultivo de maíz, calabaza, chiles y otra decena de especies que sirve para el autoconsumo de las familias. Otras personas invertirían en cultivos más grandes que les daría un extra de cosecha para vender. Por ahora, no pasará.

En Oxa y Suc Tuc, como en gran parte del sur mexicano, la apicultura se hace en familia. En algunas zonas de Campeche se trabaja con abejas meliponas, nativas, más pequeñas que las comunes y sin aguijón. Las meliponas fueron rescatadas por mujeres, en particular por la organización Koolel Kab. Pero en general, las familias trabajan con la abeja europea, (Apis mellifera) que, por tener aguijón, debe estar en el monte, lejos de las casas. Algunos apicultores, en el afán de poner bajo cuidado a sus abejas, se alejan cada vez más, pues la frontera agrícola se extiende con mayor frecuencia cerca de los poblados, sacando provecho de los caminos ya hechos. Otros se resisten a mover sus apiarios, no les parece justo irse, afirman que estaban en el monte antes que quienes hacen agricultura extensiva.

Benjamín cuenta que la apicultura alimenta a seis personas en su casa. La familia trabajó 20 años con sus colmenas. Esther detalla que la cosecha era su “esperanza económica”. El hermano de Esther también es apicultor y perdió abejas. Benjamín dice que, ante el caos, su pareja se angustió mucho. Toda la comunidad está en la misma situación. Más de la mitad se dedica a la apicultura. Para otros, cuenta el apicultor, el panorama es peor pues adquirieron créditos para insumos y al no haber cosecha, quedaron endeudados. El malestar se extiende sobre el pueblo, “cuando hay miel tiene trabajo el albañil, el apicultor, el carpintero, hay para todos, pero al no haber miel se queda estancado, no hay movimiento”.

II. La comunidad pasa a la acción

Leydy Pech, la colectiva de mujeres Muuch Kambal y la Alianza Maya por las Abejas Kabnáalo’on

Leydy Pech es de rostro severo y sonríe con los ojos cuando saluda. Lleva más de una década contando cómo la agroindustria en Hopelchén ha dañado la vida de las comunidades. La galardonada con el premio Goldman, considerado como el Nobel del medio ambiente, viste una blusa ligera y pantalones cortos. Cuando habla, sobrepone las puntas de sus dedos de forma suave y hace presión sobre ellas cuando señala una injusticia desde las oficinas de Muuch Kambal, la colectiva de mujeres mayas que defiende el derecho de los indígenas a un ambiente sano y a la seguridad alimentaria.

Al iniciar la charla, Leydy Pech lleva sobre sí el cansancio de un día lleno de labores. Sin embargo, cuando se le pregunta qué estaría haciendo si no tuviera que andar dando batallas, se apura a decir que lo mismo. “Lo que estamos haciendo es aprender a cuidar, a proteger y transmitir conocimientos”. La cosa es que tienen que hacerlo con amenazas encima, afrontando los peligros que supone la agroindustria y la impunidad en la que ha quedado la muerte de abejas. Su defensa no es solo por el espacio que las abejas tienen en la economía, sino en sus medios de vida e importancia ambiental.

Frente a la inacción, las comunidades de la península se unieron y crearon la Alianza Maya por las Abejas Kaabnalo’on, en lo local se organizó el Colectivo Maya de los Chenes, para acordar cómo cuidar a los insectos y la biodiversidad que depende de su polinización. Desde entonces, el proceso de defensa ha dado varias vueltas, muchas de ellas legales y a su favor, aunque en la práctica el problema sigue.

En Hopelchén, Leydy Pech fue parte del grupo de apicultoras que peleó contra Monsanto hace 10 años para cerrarle el paso a la siembra comercial de semillas transgénicas en Campeche. Aunque la empresa ya había hecho cultivos experimentales en la región, ellas ganaron la batalla legal y quedó asentado el precedente de que la comunidad debía ser informada para decidir sobre las actividades en su territorio. Pese a esto, el montaje de monocultivos evade la jurisprudencia.

Eso inició en 2011, cuando el gobierno mexicano autorizó la siembra de 30,000 hectáreas de soya en la península de Yucatán. La mayor parte de la siembra transgénica estaría en Hopelchén. Ese mismo año, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea —principal mercado comprador de la miel del sureste mexicano— pidió que la miel con más del 0.9% de polen procedente de plantas transgénicas etiquetara su condición.

Dos meses después, las comunidades organizaron un foro para analizar el impacto de la soya transgénica en la apicultura. Concluyeron que no hacer nada era esperar un futuro peligroso. Estudios internacionales sobre mortandad de abejas por agroquímicos respaldan esto.

En 2012, demandaron la autorización que dio la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) a Monsanto para la siembra y venta de 30,000 hectáreas de soya genéticamente modificada y tolerante al glifosato. Ese mismo año la Sagarpa dio a Monsanto otro permiso para sembrar 235,500 hectáreas de soya modificada, esta vez en siete estados del país. Antes de ganar el primer amparo en lo local, ese mismo año, los investigadores Eric Vides y Rémy Vandame de Ecosur reportaron polen de soya transgénica en colmenas ubicadas a dos kilómetros de las áreas de producción.

Las organizaciones volvieron a oponerse y, en 2015 lograron que se determinara la ilegalidad de la siembra de soya transgénica en la península de Yucatán. Sus argumentos fueron que la semilla modificada genéticamente afectaría su derecho al trabajo y a un ambiente sano dada la dependencia de agroquímicos y la deforestación causada por dicha industria. El argumento que tuvo más peso fue que la situación violó su derecho como pueblo indígena a una consulta previa, libre e informada.

Los transgénicos no eran bienvenidos. En 2017, el Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad (Senasica) revocó a Monsanto el permiso de soya transgénica a nivel nacional, pero en Hopelchén la agroindustria no paró. Las fumigaciones indiscriminadas y la deforestación persisten en la ilegalidad. Durante la pandemia, las comunidades siguieron denunciando y presentando amparos contra fumigaciones, deforestación y siembra ilegal de transgénicos de soya y maíz. En ese momento, las dependencias de gobierno ignoraron los problemas, argumentando que no eran actividades esenciales que urgiera resolver.

Pero ellas sabían que la urgencia era real. Leydy ve claro que la deforestación sofoca la vegetación que necesitan las abejas para la producción de miel y que la agroindustria impone fumigaciones con agroquímicos que arriesgan el patrimonio biocultural maya y la salud de las familias.

Documentar el desastre

En un estudio en Hopelchén, Eric Vides comparó la diversidad de abejas en parcelas de soya de cientos de hectáreas –en México y Centroamérica hay 2,500 especies de abejas de las 20,000 que existen en el mundo– contra la cantidad de especies de zonas agrícolas de baja intensidad como milpas. Halló que la cantidad de especies es 50% menor en los monocultivos (donde se siembra lo mismo) en comparación con los policultivos (donde se siembra una variedad botánica).

La devastación se extiende sobre las prácticas indígenas. Sin selva, se pierde la humedad y fertilidad para cultivar. Pech cuenta que ahora tienen el reto de hacer milpa en donde llueve menos y sobre suelos que la agroindustria empobreció. Esa falta de nutrientes se vio en un estudio que comparó muestras de suelos de cuatro municipios de Campeche de cuatro categorías: pastizal, agrícola intensivo, agrícola tradicional y monte. Se encontró que el agroecosistema con menor calidad de suelo es el de los cultivos intensivos de Hopelchén. Entre sus carencias, estos tienen menos conductividad eléctrica, la FAO dice que si este indicador baja, las plantas se estresan y baja la producción de biomasa. Con el manejo tradicional se tiene más materia orgánica y fertilidad.

Además, las sequías empeoran el panorama para sembrar autoconsumo de traspatio. Cuando la gente en Hopelchén habla de la presencia de agroquímicos suele mencionar el glifosato que Jaime Rendón detectó en orina humana y en agua tanto potable embotellada como subterránea.

Tras el colapso de abejas en Crucero Oxá, el Instituto Nacional de Tecnología del Agua (IMTA) revisó el líquido. Benjamín cuenta que el documento que les entregaron para respaldar su denuncia señala que hallaron varios químicos. “En la purificadora fueron 16 químicos diferentes”, dice. En los pozos había menos que en los contenedores de los apiarios, aunque estos se abastecen del pozo, indicador de que el agua se expone a más contaminantes en las colmenas.

El daño de los monocultivos

La distribución del agua empeora el asunto. Pech acusa el uso excesivo de la agroindustria. Por ejemplo, los campos de arroz que ganan terreno en los últimos años requieren mucha agua. “Hay un problema de desabasto del agua porque el agua la tiene la agroindustria. Donde están los pozos, están las grandes extensiones de siembra: la sandía, los tomates, el pepino”.

Se saca mucha agua y hay menos lluvias. Las sequías se prolongan. Entonces el volumen de recarga es menor año tras año ya que la concentración de agroquímicos aumenta. Esto apura en particular en el suelo de la península, que es de tipo kárstico, es decir muy poroso, por lo que todo lo que cae sobre él llega pronto al acuífero.

En un contexto de cambio climático, los extremos se agudizan: las inundaciones también han sido terribles. Como lo comprobaron en 2020 los menonitas con la tormenta Cristóbal en sus cultivos de soya transgénica, donde hoy los postes tienen huellas de humedad por encima de los dos metros. Las anegaciones duraron meses, como si el lugar tuviera memoria de lo que antes fue: una zona que era áak’alche’ (nombre maya para referirse a una ciénaga) con agua limpia disponible para los animales y llena de árboles endémicos ricos en néctar para las abejas. Ahí los menonitas hicieron pozos de absorción –para drenar el agua hacia el acuífero, plaguicidas incluidos– y otros de extracción para regar soya, combinación que rompió el equilibrio del lugar.

Esto no solo contaminó el agua subterránea, también resultó en pérdidas económicas graves para los menonitas y, como algunos adquieren préstamos para lograr cultivar sus extensas tierras, cada vez es más usual que si las ganancias no alcanzan, los hombres migren a Canadá para trabajar algunas temporadas en el campo y traer dinero para sus amplias familias.

Los campechanos, en particular los pequeños agricultores, ven en el tamaño de los monocultivos el origen de muchos problemas. El más evidente es la deforestación. Pero también que el cuidado del campo es impersonal. En la apicultura y las milpas es posible la atención al detalle, dicen, evitar plagas devastadoras con medidas preventivas y dar seguimiento, pero en los grandes cultivos esto es más difícil y los agroquímicos se vuelven recursos que se usan a montones.

Los monocultivos lucen como zonas solitarias, oasis para plagas desintegradas del paisaje. Benjamín dice que esto pasa porque los ranchos siembran en la seca, cuando el calor es mucho y solo ellos tienen verde “todo lo demás está seco, por lógica, los bichitos tienen que buscar su alimento. La mariposa se mete ahí y es donde salen los gusanos y empiezan a usar esos productos”.

Campesinos como Benjamín Ye esperan la lluvia y no siembran mucho. Algunos llegan a usar plaguicidas. De hecho, su uso es extendido en Hopelchén, donde hay decenas de tiendas sobre pocos kilómetros, cerca de 20 en la cabecera municipal, algunas, incluso, tienen vecindad con centros de salud. Pero entre los campesinos también hay estrategias para evitar gastar recursos en pesticidas, como hacer trampas para insectos con melaza, un líquido que sale de la caña. Antes de tener el problema, actuar, “pero si tienes 100 hectáreas es complicado de hacer”.

En uno de los cultivos sobre la carretera Hopelchén-Campeche se prueban semillas híbridas a mediados de julio. Un agrónomo que trabaja en el lugar comparte que muchas sustancias agroquímicas tienen en común apodos de golpes: Strike o Tackle; incluso de armamento como Revolver y Metralla, o uno más actual: Toretto.

Algunos kilómetros después, dos hombres aplican glifosato con mochilas al hombro, no usan protección alguna. En las orillas del predio, las botellas del Takle nuevas y viejas dejan ver que la escena es frecuente. Otras pobladoras dicen que las formas más aparatosas y peligrosas de fumigar son avionetas, tractores mosquito y la más nueva: drones.

Un par de metros adelante, decenas de jóvenes de distintos estados del sur mexicano acarrean cientos de papayas recién cortadas a un camión. Entre una ronda y otra buscan la sombra de árboles bajos y tratan de ahuyentar mosquitos con sus manos. Sus esfuerzos no sirven mucho. El sol es abrasador y los insectos forman nubes que salen de las papayas descartadas. Toman bebidas energizantes al trabajar. En los campos menonitas, los hombres y los niños suelen beber lo mismo debido a las jornadas extenuantes.

Los cuerpos descansan poco en campos que casi nunca están vacíos. Ya sea que la tierra se esté rastrillando o se atraviese con palos sobre los que treparan las plantas de pepino, un cultivo que comienza a introducirse de forma masiva en la región, según dicen los pobladores de empresas extranjeras y que, además, implica usar grandes cantidades de madera, mucha de la cual se extrae de la selva campechana.

Andrea Pech es también defensora desde Muuch Kambal, precisa lo que le molesta. A veces, deja una pausa entre sus ideas mientras te mira fijo hasta notar que has entendido lo que dice. Cuenta que el uso de plaguicidas también pone en peligro la salud de los jornaleros y jornaleras que trabajan levantando cosechas, “están en esos campos las mujeres y los hombres poniendo en riesgo su vida”.

Los peligros acechan y los remedios se diluyen. Andrea y sus compañeras saben que también están perdiendo la polinización de sus plantas medicinales y eso, con los años, podría significar perder especies y los conocimientos que de ellas tienen para cuidar su salud.

III. Las comunidades van a juicio

Este año, ocurrió algo que se sintió como una victoria. A través de un juicio de amparo, denunciaron a los gobiernos por no garantizar la protección de los derechos humanos al medio ambiente sano y al derecho que tienen como pueblo originario de reconocer a las abejas como sujetas de derecho y a las comunidades como sus guardianas. Aún sin resolución, el amparo ha sido, sin embargo, aceptado por la corte.

Leydy explica que con los amparos exigen que las autoridades de los tres órdenes de gobierno comprueben que hacen su trabajo. Ni más ni menos. Mientras eso pasa, debido a la aceptación del amparo en julio, y esto es lo que se siente como una brisa festiva, fueron suspendidas de forma definitiva las actividades que puedan causar daños ambientales, incluso cuando solo sean sospechosas. Es decir, quedan temporalmente prohibidos el desmonte y las fumigaciones.

Esta es una estrategia original que la comunidad aplica para defender su patrimonio biocultural. Si se cumple, obligaría a impulsar políticas públicas. Estas deberán estructurarse, en palabras de las colectivas, “con una lógica ecocéntrica y desde la mirada de las comunidades, en ejercicio de su libre determinación y autonomía”.

Con la demanda se abrieron dos juicios por las omisiones de Profepa y del Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad Agroalimentaria (Senasica), por supuesta omisión de investigaciones y sanciones.

Falta compromiso del gobierno

Pero la sensación de justicia duró poco. En una conferencia de prensa a finales de agosto, Ledy Pech dijo “esto nos satisface, nos da una fuerza para seguir luchando, seguir defendiendo, lo miramos, lo celebramos”, sin embargo, agregó, la suspensión no ha sido efectiva, y, en los meses que siguieron a la resolución de la jueza, acumularon pruebas de ello con drones y cámaras fotográficas. En estas se aprecia la selva recostada, así como tractores y avionetas fumigando.

El avance legal se logró en gran parte por las evidencias científicas recolectadas de la mortandad que afectó al pueblo de Benjamín Ye, pero él denuncia la falta de interés del gobierno para controlar el uso de agroquímicos. Dice que ellos ya hicieron de más. “De nuestra parte ya hemos demostrado que lo tenemos en la sangre, en el agua, en las abejas”.

Este año, mediante un análisis realizado por el CIATEJ a muestras de papaya, chile, maíz, tomate y sandía recolectadas por las pobladoras de Hopelchén de mercados locales, se detectaron 32 residuos de plaguicidas. El 53%, reportaron los investigadores, entran en la categoría de plaguicidas altamente peligrosos.

Un problema usual con los casos de colapso de abejas es que las pruebas de los pueblos no sean consideradas por la ley, y que solo se le de lugar a las evidencias recolectadas por la ciencia institucional o por el gobierno. En respuesta, los científicos colaboran en Hopelchén con los apicultores y otras instituciones comienzan a sumarse a mostrar un fenómeno que se sabe tendrá altos impactos en el ambiente. Como el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático (INECC) que en la región busca contaminantes de fuentes de emisión específicas en el aire, en otras palabras, pesticidas en el aire.

Leydy nota que las autoridades no se coordinan, “cada quien está por su lado y eso nos lleva a donde estamos. Ante esta fragilidad, no hay respuesta. No se pueden resolver los problemas mientras no se tengan voluntades políticas de asumir la responsabilidad de manera integral”.

Las agrupaciones mayas señalan mucha permisividad para las actividades de los menonitas, como sus hornos de carbón, que operan y contaminan sin ser sancionados. “Los menonitas no respetan”, es una frase que se escucha con mucha frecuencia en Hopelchén. Y es que ese no es el único desencuentro con ellos. Andrea dice, golpeando la mesa con cada palabra, que ellos “vienen, siembran, deforestan, destruyen, levantan sus cosechas, su dinero, se van y nos dejan aquí la destrucción”.

Pero ellas no van a ningún lado, no tienen forma de ser ajenas. “Estamos aquí, de aquí son nuestras familias y todo lo que aún se tiene es porque lo han cuidado nuestros antepasados, los abuelos, las abuelas”.

Eric Vides, investigador por México del CONAHCYT en la Comisión Intersecretarial de Bioseguridad de los Organismos Genéticamente Modificados (Cibiogem), nota que algunas instituciones entienden el problema, pero que otras no están enteradas. En los casos más afortunados, dice, se plantean leyes que regulen el uso de agroquímicos. Él está en un grupo que busca disminuir o prohibir el uso de fipronil y tres neonicotinoides más, pero advierte que el proceso puede ser largo pues la agroindustria presiona para que no se logre. De estos últimos incluso hay sospechas de efectos en la salud humana.

Leydy dice que defender el territorio siendo mujeres no es fácil. No es usual, explica, que ellas hablen de temas relacionados con la tierra. Lo normal es que los hombres, quienes suelen tener la titularidad de la tierra, sean quienes los traten. De hecho, solo el 27% de las personas con derechos agrarios en México son mujeres. A nivel mundial es menos del 20%. Pero cuando ellos no son sensibles a los problemas, precisa Pech, pueden tomar decisiones que perjudiquen a todo el pueblo. Ellas deciden no quedarse al margen, hacer valer la sensibilidad que tienen ante lo que sucede y llevar sus ideas a la toma de decisiones.

Y a las formas de cultivar. Uno de sus fuertes es desplazar desde las comunidades el uso de pesticidas implementando nuevas tecnologías en solares y milpas como abonos, compostas, microorganismos y otras formas agroecológicas para garantizar su seguridad alimentaria. Andrea dice que no es solo aprender a producir, sino el entender qué aporta a una vida sana.

Sus esfuerzos locales contrastan con una compleja realidad, la ONU calcula que si las mujeres agricultoras tuvieran el mismo acceso a recursos que los hombres, 84% de las personas que hoy padecen hambre tendrían acceso a alimentos.

Katab, Xkalot Akal y Yaxché Akal son algunas de las comunidades donde restauran los suelos con ayuda de investigadores del Inifap, agrónomos y grupos que comparten sus experiencias. En El Poste también han instalado jardines botánicos y huertos, ahí vive Doña Evangelina y su esposo, quienes han mejorado su cultivo de traspatio con apoyo de Muuch Kambal. Ambos pasean por su huerto con las voces entrelazadas, hablan de desayunos y comidas que se pueden hacer con las calabazas, el tomate, el cebollín y la hierbabuena que tienen sembrada en noviembre, y de otros guisados que son posibles en verano, cuando siembran otras plantas, también comparten, a modo de instrucciones, los pasos que han seguido para tener hoy su huerto y comparten que nunca falta que alguna de sus vecinas pase a comprar cosecha.

Han recuperado semillas de frijol, calabaza y tomate que ya no eran tan comunes en la región, su plan es compartirlas con más personas. Algo que ya están haciendo a varias manos. El Colectivo Maya de los Chenes y Muuch Kambal lograron un banco con semillas de maíz mejoradas con manejo agroecológico y libres de plaguicidas, la temporada pasada rescataron 19 variedades.

En una visita a Xkalot Akal, Andrea escucha cómo un grupo de mujeres de distintas edades avanzan en la creación de su jardín de plantas medicinales y le comparten la lista de especies que quieren plantar ahí porque ahora las reconocer como parte de los remedios tradicionales, en muchos de los cuales la miel es un elemento irremplazable.

Desde un escalón ancho, Leydy y Andrea comparten, junto a otras compañeras, la llegada de la tarde. Balanceando los pies y, con frescura campechana, se ríen al contar viejos errores que pudieron evitarse y uno que otro desencuentro con los menonitas. Entre todo, se saben acompañadas. Lo dicen: “reconocer a otras mujeres que están en su comunidad haciendo esto que hacen, a través de las plantas medicinales, de los huertos, de la milpa”, le da sentido a su lucha.

Fuente: es.wired.com