La búsqueda de la belleza

Autor: Dr. Edmundo Calva

Investigador del Instituto de Biotecnología, UNAM y Miembro Fundador de la Academia de Ciencias de Morelos

ecalva@ibt.unam.mx

Para Alma, y mis hijos y nietos

En un muy agradable día del verano de 2011, tomé con mi hija y esposa el tren de la ciudad de Barcelona al pueblo de Figueras en Girona. La expectativa de poder visitar el teatro y museo de Salvador Dalí i Domènech, de alguna manera incitó a que mi sensibilidad y emociones estuvieran a flor de piel. La sola vista del exterior del edificio con esos huevos gigantes en la fachada, acentuó la experiencia -muy próxima- de conocer mejor a un ser excepcional, a un artista de todos los tiempos.

En ese estado de ánimo empezamos el recorrido: todo parecía dar vueltas, no sé si en mi cabeza o verdaderamente todo estaba literalmente girando cuando, de repente, al entrar en una de las salas -por cierto de un tamaño que más bien parecía que recorríamos una casa- me encuentro con Els Rellotges. Me detuve absorto, y habrán pasado segundos eternos hasta que tuve que remover los anteojos para secar las lágrimas de emoción.  La concepción genial de Dalí sobre el tiempo permitió que -en ese momento y en ese lugar- se abrieran los cielos, de donde salió un rayo intensamente luminoso acompañado de una voz que dijo: “esta es la emoción fundamental que se percibe ante una obra maestra, en cualquier ámbito del quehacer humano, particularmente en las ciencias y en las artes”. ¡Eso era lo que había buscado por años; la fuerza unificadora de los procesos culturales!

De repente todo estuvo claro, fue uno de esos momentos de descubrimiento: breves, intensos, afortunadamente escasos en el transcurso de una vida, pero que al final son para lo que uno vive y que, por lo mismo, le dan sentido a la vida. A partir de entonces todo pareció dar vueltas por muchos meses, no sé si en mi cabeza o verdaderamente todo estuvo literalmente girando.

Antes había tenido otra experiencia fundamental: la lectura de Consilience: the unity of knowledge, del destacadísimo biólogo Edward O. Wilson, profesor emérito de Harvard, al cual tuve la gran fortuna de conocer en una reunión académica en Canadá, lo que me llevó a leer su obra. En este libro Wilson acuña el término “consilience”, solamente utilizado una vez por otro autor en el siglo XIX, ya que Wilson “concilia” todas las áreas del conocimiento humano, ilustrando, entre otros conceptos, como el tratar de  comprender lo desconocido forma el vínculo principal entre la ciencia, el arte y la religión. También se refiere a la co-evolución de los genes y la cultura, en donde, en el transcurso de la evolución del ser humano, se han seleccionado genes que permiten una mayor probabilidad de sobrevivencia, como serían él o los que determinan la cooperación para todo tipo de tareas, al menos desde los tiempos de la caza y recolección.

Muchos años atrás, como estudiante de doctorado en biología molecular en la Universidad de Wisconsin-Madison, busqué un sustento filosófico para  mis trabajos y esfuerzos en el laboratorio. Acabé participando en varios seminarios de filosofía de la ciencia, en donde me apasioné con Science and human values de Jacob Bronowski, en donde el autor enfatiza cómo la ciencia nos hace más humanos, incitándonos a la creatividad y reforzando nuestra dignidad a través de fomentar nuestro sentido de admiración por lo que nos rodea y la búsqueda de la verdad, lo cual refleja la relación estrecha entre las ciencias, las artes y las humanidades. Más aún, Bronowski expresa que “la ciencia es la búsqueda de la unidad en los parecidos escondidos”, lo cual ciertamente ocurre también en las humanidades y las artes, resonando con los conceptos unificadores de la cultura expresados por Wilson.

Armado con estas tres experiencias torales, recordé que en el ámbito científico, cuando admiramos el trabajo de un colega investigador, nos referimos a que “tiene un trabajo muy bonito”. Esto es, no reparamos en la pertinencia de los detalles técnicos, ni en las implicaciones académicas o económicas; eso viene después.  Lo inmediato es reconocer que nuestro admirado colega logró “unificar los parecidos escondidos”, encontrando relaciones que siempre estuvieron ahí pero que nadie había detectado o concebido. ¡Y claro, le ocurre lo mismo al literato, al músico, al pintor y al arquitecto! Y en los deportes, cómo nos regocijamos ante la belleza de un gol, o de la brazada del nadador, o del esquema táctico del entrenador.

En congruencia, podemos imaginarnos al pequeño grupo de cazadores-recolectores que nos presenta Wilson, admirando una nueva forma de desollar a un animal con una herramienta de piedra, o de engañar a la presa con una trampa más sofisticada: la primera reacción muy probablemente no implicó una cuenta rápida de las bocas que la nueva tecnología permitiría alimentar; eso vendría después. Esto es, nuestra capacidad para apreciar la belleza es nuestra característica más importante que nos ha permitido sobrevivir: los elementos genéticos que determinan este proceso cultural se encuentran en los grupos humanos que tuvieron las mayores posibilidades de alimentarse, esto es, de sobrevivir –al más puro estilo de la co-evolución de los genes y la cultura.

Ya en el verano tardío del mismo 2011, también en un magnífico día pero en la ciudad de Chicago, me reuní con varios colegas para reflexionar sobre el porqué estimular la cooperación científica internacional, en lo que se conoce  como una diplomacia basada en la ciencia. Este ejercicio se realizó en el seno de una de las sociedades científicas más grandes del mundo.

Podríamos haber aducido argumentos económicos o de pertinencia geográfica, pero mis apuntes revelaron lo siguiente.

Premisas básicas de la diplomacia científica:

  • Tener en alta estima  a la ciencia, la educación y la tecnología como valores culturales.
  • Tener en alta estima la sobrevivencia de la raza humana y la civilización.
  • Comprometer a la ciencia, la educación y la tecnología hacia la sobrevivencia y bienestar de la raza humana.

En otras palabras, es reconocer que la ciencia y la tecnología responden a nuestra necesidad de explorar y comprender lo que nos rodea y a nosotros mismos. Esto es, los bienes y servicios que proveen son muy necesarios, pero no son su esencia.

También implica el reconocer la importancia de los valores nacionales y regionales, pues son la esencia del ser universal. Y buscar siempre el entender y reconocer la diversidad cultural, pues todas las culturas tienen algo valioso y diferente que aportar; incluyendo visiones sobre un problema científico.

Es estar conscientes que es fundamental el educar hacia el raciocinio basado en estándares conocidos (lo que llamamos “controles” en la ciencia), utilizando información veraz, a través de observar, meditar y volver a observar; en lo que llamamos el “método científico”, que ciertamente no es exclusivo de los científicos sino que es un patrimonio de la humanidad. En este sentido, basta recordar que todos los bebés son investigadores natos, que reflejan una de las habilidades esenciales de los seres humanos.

Y, finalmente, que la sociedad toda se beneficie de los logros de la ciencia y la tecnología, en donde la aplicación más importante de la ciencia es social: los científicos tenemos la responsabilidad de trasmitir nuestro método a la sociedad, para vivir de una manera más civilizada.

Esto ciertamente nos lleva a la concepción del triángulo elemental (ver figura) en donde los vértices son la belleza, la exploración y la comprensión, todas unidas por la creatividad y el método. Sí: hay método en las ciencias, en las humanidades y las artes, esto es, no podemos “crear” algo que ya fue creado; el método y el rigor nos marcan la pauta de una obra maestra.

Como se podrá apreciar, al reflexionar sobre los valores culturales se disipan poco a poco las divisiones artificiales entre las ciencias, las artes y las humanidades y cualquier otro proceso cultural, apareciendo ante nosotros la unidad del espíritu y la mente, que nos permite apreciar toda la belleza que nos rodea.

 

Fuente: Academia de Ciencias de Morelos