Epigenética, más allá de los genes

Javier Yanes

En 1915 el biólogo ruso Nikolai Koltsov predecía que la metilación de los genes —la incorporación de un grupo químico metilo, formado por un átomo de carbono y tres de hidrógeno— podía ser un mecanismo de variabilidad de los genes. Koltsov, visionario en muchas de sus hipótesis, llegó en 1934 a emplear el término “epigenético” para referirse a cambios sobre los genes (“epi”) que afectaban a la función de estos. A finales del siglo XX se confirmó que no toda la herencia está en la secuencia genética: ciertas marcas en el ADN debidas a influencias ambientales son heredables y condicionan lo que somos.

Cuando a comienzos del siglo XX la comunidad científica redescubrió los experimentos con guisantes que el monje Gregor Mendel había llevado a cabo casi medio siglo antes, el misterio de la herencia se dio por resuelto. Sin que aún se conociera el ADN ni mucho menos el código genético, las leyes de Mendel explicaban cómo se transmitían los rasgos de padres a hijos. El desarrollo de la genética dejaba sin efecto una idea que en el siglo XIX abanderó el francés Jean-Baptiste Lamarck: la herencia de los caracteres adquiridos durante la vida del individuo, como el alargamiento del cuello de una jirafa o la fuerza muscular del herrero; una visión tan aceptada en su día que incluso Charles Darwin inventó un mecanismo para explicarla.

Según la herencia mendeliana, no importaba cuánto lograse la jirafa estirar el cuello o el herrero fortalecer sus músculos, ya que esto no dejaba huella en el material heredable de padres a hijos, los genes de las células germinales (espermatozoides y óvulos). El lamarckismo quedaba así desechado, excepto en la Unión Soviética, que abrazó una pseudociencia de la herencia de los caracteres adquiridos desarrollada por el agronomista Trofim Lysenko y que cuadraba con el ideal comunista de que el ambiente podía imponerse a los genes.

El descubrimiento del código genético y el fenotipo

Y sin embargo, ciertos resultados experimentales no encajaban con el carácter matemático y predecible de la herencia mendeliana. En 1909 la entomóloga Mary Isabel McCracken publicaba que cierto patrón reproductivo de las polillas de la seda no se heredaba según las leyes de Mendel, y que dependía solo de la temperatura a la que se criaban las hembras. Esta observación de una herencia intergeneracional que parecía responder a la influencia del ambiente externo fue después confirmada y extendida a otros casos.

En 1942 el británico Conrad Hal Waddington acuñaba formalmente la epigenética como el conjunto de procesos que llevaban de los genes a la expresión del fenotipo, los rasgos observables. Pero no fue hasta varias décadas después, tras el descubrimiento del ADN como molécula de la herencia y del código genético, cuando empezó a comprenderse que ciertas etiquetas químicas adosadas a los genes, que no modifican la secuencia de estos y que pueden heredarse, regulan su expresión y por tanto condicionan el fenotipo.

Curiosamente, una de las primeras modificaciones epigenéticas confirmadas fue la metilación, como Koltsov había propuesto; la descubrió el bioquímico Rollin Hotchkiss en 1948 en preparaciones de timo de ternera, sin que todavía se conociera su función. En los años 70 y 80 se empezó a entender que esta y otras modificaciones, en el ADN o en sus proteínas asociadas (llamadas histonas), podían encender o apagar genes y transmitirse a la siguiente generación.

Una herencia no codificada que puede extenderse

Aunque no todas las definiciones actuales de epigenética se refieren exclusivamente a caracteres heredables, hoy esta ciencia trata sobre todo de entender cómo los factores ambientales, ya sea la dieta, los hábitos o la exposición a contaminantes o infecciones, introducen este tipo de marcas en los genes, y cómo estas influyen en el fenotipo de la descendencia. Y si bien se habla con frecuencia de una resurrección del lamarckismo, los expertos advierten de que ciertas proclamas son exageradas o directamente falsas; no se trata de cultivar los músculos para tener hijos más fuertes, como en el clásico ejemplo de Lamarck, ni mucho menos de que los genes puedan controlarse a voluntad.

Pero sí es cierto que al nacer no somos una tabla rasa: ciertos estudios muestran que las deficiencias nutricionales durante el embarazo pueden resultar en un bajo peso al nacer, y que esto puede aumentar el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares o diabetes. La epigenética puede explicar las diferencias entre gemelos idénticos, pero también influir en la salud de los hijos a través de la alimentación de sus padres. Este impacto en la salud y en la enfermedad, que incluye dolencias graves como el cáncer, el párkinson y otras, convierte a la epigenética en un campo de estudio crucial. En 2010 se lanzó el Proyecto Epigenoma Humano, que ha definido multitud de modificaciones con efecto en la actividad de los genes, y ya existen fármacos dirigidos contra modificaciones epigenéticas implicadas en el cáncer.

La epigenética aún es una ciencia en formación que oculta muchos secretos, y es posible que esta herencia no codificada en los genes se extienda más allá de los cromosomas. Un estudio de 2023 descubre que los gusanos alimentados con un compuesto presente en la piel de algunas frutas producen un lípido que mejora la función neuronal y que se transmite a la descendencia con el mismo efecto. Suele decirse que somos lo que comemos; pero en virtud de la epigenética, también podemos ser lo que comieron nuestra madre y nuestra abuela.

Fuente: bbvaopenmind.com