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Un genio de los números murió de hambre al dejar su mujer de cocinar, por temor a ser envenenado

En las cosas del comer cada cual tiene sus manías. De Proust, por ejemplo, se sabe que, de niño, era un asquerosito delicado, de los que apartaban en el borde del plato la mitad de los ingredientes, y que hacia el final de su vida apenas comía -extraña elección- poco más que lenguado. De Steve Jobs se dice que durante un largo periodo de tiempo sólo comió zanahorias. Y, ésta es la mejor de todas, el actor Nicolas Cage tiene una política muy particular en cuanto al consumo de carne: sólo acepta animales que, en su vida normal, mantengan una «sexualidad digna», razón por la cual rechaza cualquier alimento que provenga del cerdo -hay que ser muy retorcido para imaginar el coito entre un puerco y su consorte, qué quieren que les diga-. Todos tenemos que comer, pero no hay reglas a la hora de escoger las propias manías. Incluso Djokovic probó una vez el sabor de la hierba de Wimbledon tras ganar el torneo.

La manía de Gödel no era especialmente extraña, ya que él sólo se fiaba de lo que le preparaba su esposa, Adele Nimbursky, que imaginamos que sería una enorme cocinera de las de la vieja escuela, de las de ollas grandes y platos calientes que se comen con cuchara. Lo de circunscribir tu gusto culinario a una persona específica no es tan raro: todos sabemos que la mejor tortilla de patatas es la de nuestra madre, y no la de los demás, por muy madres que sean, y en un ámbito completamente distinto, pero también muy útil para la humanidad, se conoce que Hugh Hefner sólo comía lo que le preparaban en la Mansión Playboy. Ya para acabar, incluso cuando actuaba en Las Vegas, Sinatra exigía que la pizza se la prepararan en Lombardi’s, su local favorito de Nueva York. ¿Cómo harían para que la pizza llegara caliente a Nevada?

Pero dejemos a La Voz, que aquí hemos venido a hablar de Gödel, que murió por algo que tiene que ver con la comida y sus manías particulares. Fue una de las mentes matemáticas más brillantes del siglo XX, un personaje que entraría en la categoría de genio inmerso en sus cosas y con pocas habilidades sociales, un Sheldon Cooper de la lógica, y sin el cual no podría haberse armado el mundo actual.

Experto en teoría de conjuntos, sus aportaciones a la materia -que no esperen que aquí les detalle, servidor es de letras y el cerebro da para lo que da- han sido importantes para disciplinas como la computación, la física de las grandes magnitudes cósmicas y el fundamento lógico de la matemática y la filosofía. En un alarde de talento, planteó el problema de la existencia de Dios a partir de su sistema, con resultados sorprendentes.

Ahora bien, aunque en su trabajo Gödel resultara ser un fuera de serie -investigó, publicó y dio clases en Princeton a partir de 1940, cuando se exilió en EEUU huyendo de los nazis con la protección de su amigo Albert Einstein-, en su vida personal era un hombre con habilidades pobres, de aquellos que llegan a poco más que a vestirse solos y, tras mucho insistir, a sacar la basura a la calle. Adele fue su protectora, su sombra, el clásico ejemplo de esposa abnegada que abandonó su carrera -fue bailarina en Viena, en la época de los grandes ballets modernistas- para centrarse en el papel de esposa de un intelectual de prestigio. En su elección de vida -que pasaba por renunciar a tener hijos-, una de las tareas que asumió fue la de hacer la comida.

Gödel terminó por comer sólo lo que ella preparara, sobre todo en los últimos años, pues sufrió un brote paranoico que le llevó a pensar que alguien podría envenenarlo. No nos consta que se llevara el tupper a Princeton con unos macarrones preparados la noche antes -no había microondas entonces-, pero sí se conoce que no entraba en restaurantes ni pedía una ración del rancho diario de la universidad por miedo. Así que volvía a casa sistemáticamente, día y noche, y Adele le ponía el correspondiente plato de víveres calientes, hasta que un día tuvo que ausentarse por causas de fuerza mayor: en otoño de 1977 cayó enferma y precisó de un ingreso en el hospital. A Gödel, por tanto, se le redujeron las opciones a dos: o comer algo en otro lado, o no comer nada en absoluto durante un tiempo.

Ahí fue donde empezó a funcionar de manera implacable su mente lógica: si existe riesgo de envenenamiento, la única manera de evitarlo era evitar cualquier alimento preparado por otras manos, que podían ser las del asesino. Evidentemente, podría tirar con manzanas, plátanos y otras frutas, o sólo zanahorias, como Jobs. Pero su mente lógica le decía que eso no era comer, sino salir del paso, así que se mantuvo firme en la decisión de no probar alimento hasta que ella no volviera a casa. Pero Adele volvió tarde: la estancia en el hospital se prolongó seis semanas en las que Gödel, como un concursante de Supervivientes, fue perdiendo peso, nutrientes y fuerzas, hasta morir por desnutrición pocos días antes de que a su mujer, su cocinera de confianza, le dieran el alta médica.

Fuente: elmundo.es