Euler, el Beethoven de las matemáticas
En la carrera educativa de toda persona de ciencias hay unos pocos nombres propios que parecen surgir curso tras curso. Pero sobre los de Newton, Galileo o Einstein, hay otro que probablemente los vence a todos como el primero en aparecer: una vez que los niños dominan las cuatro operaciones aritméticas básicas, su aproximación a la lógica comienza con la teoría de conjuntos y sus diagramas de Venn. Pero éstos no son sino un caso particular de los inventados por un matemático cuyo nombre designa constantes, funciones, ecuaciones, leyes, teoremas y casi cualquier otro tipo de entidad matemática: Euler.
El suizo Leonhard Euler (15 de abril de 1707 – 18 de septiembre de 1783) fue uno de los mayores superhombres intelectuales de la historia de la humanidad. Las cifras sirven como presentación de sus increíbles superpoderes mentales: a lo largo de sus 76 años de vida publicó más de 800 trabajos, sumando un total de unas 30.000 páginas. Se ha estimado que casi la tercera parte de toda la ciencia y la matemática escrita en el siglo XVIII lleva su firma. Tras su fallecimiento, su obituario requirió 56 páginas para enumerar todas sus publicaciones.
Pero incluso las cifras se quedan cortas para describir una mente prodigiosa cuyo talento se manifiesta en algunas anécdotas; quizá la más conocida sea que era capaz de recitar La Eneida de Virgilio de principio a fin, detallando en qué línea empezaba y terminaba cada página de la edición que poseía.
Un poder de computación sobrehumano
La memoria no era la única capacidad en la que su cerebro parecía anticiparse a nuestras actuales máquinas: su poder de computación era también sobrehumano. Los últimos 17 años de su vida los pasó casi totalmente ciego, debido a una catarata en el ojo izquierdo y a una lesión degenerativa en el derecho cuyo origen varía según las versiones. Pero si esta enfermedad afectó a su rendimiento, fue para aumentarlo; “así tendré menos distracciones”, dijo. En una época llegó a escribir una media de un trabajo a la semana y bromeaba sobre su apabullante producción alegando que su lápiz le superaba en inteligencia. Como un Beethoven incapaz de escuchar su música, Euler apenas podía ver sus cálculos, pero su cabeza computaba tablas de movimientos lunares con tal claridad que un aprendiz de sastre podía servirle como amanuense sin necesidad de formación matemática.
En una ocasión, dos estudiantes discrepaban sobre el resultado de la suma de 17 términos de una serie, pues los resultados de las operaciones de ambos diferían en el quincuagésimo decimal. Sin necesidad de lápiz ni pizarra, Euler computó el resultado correcto en su mente en unos pocos segundos. La anécdota la refirió su contemporáneo y colega, el francés Nicolas de Condorcet, que a su muerte escribió un extenso elogio a “uno de los hombres más grandes y extraordinarios que la Naturaleza jamás ha producido”.
Curiosamente, aquel genio podría haberse perdido para la matemática si Euler hubiera seguido los pasos de su padre para ejercer como pastor de la Iglesia Reformada, tal como estaba previsto. El consejo del matemático Johann Bernoulli, amigo de la familia, fue clave para que los pasos de Euler se encaminaran definitivamente hacia las matemáticas y la ciencia.
Precoz en sus estudios y en su carrera, pronto comenzó a destacar, lo que le llevó a viajar para ocupar puestos de prestigio en las Academias de San Petersburgo y Berlín. El matemático más prolífico de la historia no sólo fue el principal fundador de lo que hoy conocemos como matemática clásica, indagando en gran variedad de campos e introduciendo buena parte de la notación utilizada hoy, sino que además exploró otras disciplinas como astronomía, óptica, ingeniería, magnetismo, balística, navegación, construcción naval, filosofía o música. Cuentan que su teoría musical no triunfó por ser demasiado avanzada en computaciones matemáticas para los músicos y demasiado musical para los matemáticos.
Un don para la divulgación
Euler estaba dotado también con un don para la divulgación, sin haberse dedicado profesionalmente a la docencia. Prueba de ello es el que fue un best seller en su época, Cartas a una princesa de Alemania sobre diversos asuntos de Física y de Filosofía, una obra en tres volúmenes que comenzó a publicarse en 1768 y que reúne las cartas escritas por Euler a su pupila, Friederike Charlotte de Brandenburg-Schwedt, princesa de Anhalt-Dessau y sobrina del rey de Prusia Federico el Grande.
De hecho, la correspondencia de Euler es también una mina de tesoros: la famosa Conjetura de Goldbach, uno de los problemas matemáticos más antiguos aún no resueltos, apareció por primera vez en 1742 en una carta dirigida a Euler por el alemán Christian Goldbach, su amigo desde que ambos coincidieron en la Academia de San Petersburgo.
Fue en esta ciudad rusa donde, el 18 de septiembre de 1783, Euler calculaba la ascensión de los globos aerostáticos —que por entonces causaban furor en Europa— y discutía durante la cena sobre la órbita del recién descubierto planeta Urano con su colega Anders Johan Lexell. Según escribió Condorcet, fue después, mientras tomaba el té y jugaba con su nieto, cuando “de repente la pipa que fumaba se deslizó de su mano y dejó de calcular y de vivir”.
Fuente: bbvaopenmind.com