Las civilizaciones antiguas pronto podrían quedar sepultadas para siempre. Los arqueólogos tienen que actuar con rapidez, así que recurren a la última tecnología de exploración para elaborar un registro de las ruinas
En el centro de Siena, en Italia, permanece de pie una catedral de casi 800 años de antigüedad. La imponente estructura, que ahora visitan más de un millón de turistas al año, es una superposición en blanco y negro de piedras pesadas, una colección de estatuas de corte fino y mosaicos de gran valor, y luce como un elemento permanente del pasado, el presente y el futuro de la ciudad. La mayoría de la gente la llama, simplemente, “la catedral”. Pero Stefano Campana, arqueólogo de 53 años de la Universidad de Siena, la denomina de otro modo: “la iglesia que ahora es visible”.
Campana ha vivido su buena dosis de excavaciones, junto con el polvo y las quemaduras solares que las acompañan. Pero, para él, la arqueología no siempre consiste en desenterrar el pasado, también significa observar de cerca en este utilizando una serie de equipos electromagnéticos sensibles. Uno de los aparatos que emplea Campana es el radar de penetración terrestre o georradar, que funciona transmitiendo ondas de alta frecuencia a la tierra para revelar “anomalías” en las señales que rebotan, es decir, elementos o rasgos del subsuelo, posiblemente arquitectónicos.
A principios de 2020, cuando los confinamientos por covid vaciaron de gente los lugares turísticos italianos, Campana y sus colaboradores tenían permiso para inspeccionar el interior de la catedral de Siena. Utilizando instrumentos desarrollados inicialmente para estudiar glaciares, minas y yacimientos petrolíferos, pasaron días escaneando suelos de mármol y mosaicos intrincados, a la caza de muros y cimientos en las profundidades. Sin la presencia de los palos selfie de los turistas, Campana y su equipo hallaron indicios de estructuras más antiguas, incluida, potencialmente, una misteriosa iglesia construida allí hace casi 1,200 años, que acechaba como una sombra en los datos del radar.
Después de ver lo mucho que consiguieron durante el aislamiento de Italia por la pandemia, Campana y sus colaboradores se pusieron a pensar qué más era posible lograr con la tecnología. Las ondas de radar de penetración en el suelo viajan a una fracción de la velocidad de la luz, por lo que todo el proceso (transmisión, reflexión, grabación) dura nanosegundos. Con estas nuevas herramientas, la arqueología ya no es una actividad fija, limitada a permanecer en un yacimiento; incluso mientras pasan a toda velocidad por la autopista, los topógrafos de campo obtienen una imagen precisa de lo que se esconde bajo siglos de adoquines y ladrillos, goma de mascar y basura.
“Pensamos: ¿por qué no escanearlo todo?”, recordó Campana. “¿Por qué no escanear todas las plazas, calles, patios de Siena?”. A diferencia de la catedral y su iglesia en la sombra, estos lugares cotidianos no están protegidos, lo que significa que se ven amenazados por la construcción y el desarrollo modernos. En el imaginario público, son lo que Campana conoce como “paisajes vacíos”, lugares considerados erróneamente insignificantes para la historia humana. Él quería cambiar eso, por lo que se asoció con Geostudi Astier, una firma de topografía geofísica de Livorno, para lanzar una iniciativa llamada Sotto Siena (“Bajo Siena”, del italiano). Fiel a su acrónimo, SoS, el proyecto pretende crear un registro arqueológico completo de Siena antes de que se destruya más del profundo legado de la ciudad.
Tecnología avanzada para la exploración arqueológica
La primavera pasada, viajé a Siena en medio de una ola de calor para ver el SoS en acción. Campana y yo nos reunimos en la céntrica Piazza del Campo para reponer fuerzas con un espresso antes de caminar hacia un parque en una parte más moderna de la ciudad. Ver Siena a través de los ojos de Campana es existir en mundos superpuestos. Mientras subíamos escaleras y bajábamos callejones, pasábamos por delante de restaurantes y atravesábamos plazas, nos explicó que el radar revela muros de cimentación bajo calles concurridas y jardines traseros. Las tiendas de la esquina ocultan ruinas etruscas bajo sus cajas registradoras. Incluso las estructuras provisionales, perdidas hace tiempo por la guerra, el fuego y la historia, se pueden redescubrir con el radar. En algunos de los primeros escaneos del SoS, señaló, encontraron indicios de pequeños pabellones en la Piazza del Campo, probablemente instalados para ferias y festivales públicos en el siglo XV.
Cuando llegamos a nuestro destino, nos esperaba una furgoneta de carga blanca. Campana me presentó a Giulia Penno y Filippo Barsuglia, geofísicos de Geostudi Astier, que descargaban el equipo para un estudio esa misma tarde. Su equipo de exploración de ciudades consistía en un vehículo utilitario eléctrico del tamaño de un carrito de golf y una serie de cajas selladas, repletas de puertos y cables. Mientras Barsuglia sacaba con cuidado el vehículo de la furgoneta, Penno me explicó a grandes rasgos en qué consistía el equipo. Las cajas contenían varias pilas pesadas de equipos de radar, que remolcaríamos a unos centímetros del suelo. Una antena Wi-Fi transmitiría los datos a una laptop reforzada. No contaríamos con señales de satélite claras en las sinuosas calles de Siena, así que el sistema estaba equipado con navegación inercial, que utiliza giroscopios y acelerómetros para registrar todas las paradas y giros. Barsuglia aseguraba que era el único sistema de este tipo en toda Italia, aparte del militar.
Empezamos con una exploración rápida del parque. Me quedé de pie junto a Campana y observé, curioso por saber en qué me estaba metiendo. Penno se puso al volante y comenzó su exploración, paseando con elegancia el pequeño vehículo entre bancos, postes de la luz, cubos de basura y alguno que otro habitante de Siena desconcertado. “Es como una pintora”, comentó Campana con aire de satisfacción. Cuando terminó, Campana se disculpó y se marchó en motocicleta para reunirse con su familia, dejándonos a Penno, Barsuglia y a mí con nuestra tarea.
Con Barsuglia al volante, nos adentramos en el corazón de la Siena nocturna. Rápidamente me di cuenta de que la experiencia iba a parecerse menos a pintar que a cortar el césped de un jardín muy grande y abarrotado. La gente parecía no saber qué pensar de nosotros cuando pasábamos y a veces confundían nuestro carrito con una máquina para limpiar las calles o una especie de instalación artística móvil. El vehículo tocó fondo una y otra vez, con la carcasa protectora del radar raspando ruidosamente contra los adoquines y el concreto de la ciudad. La gente se detenía, reía y grababa videos.
Al ponerse el sol, nos dirigimos a la Piazza Salimbeni de Siena, donde se encuentra el banco más antiguo del mundo. Cuando íbamos hacia allí, el equipo fallaba, un problema de la señal, explicó Penno. La solución, dijo Barsuglia, era circular en grandes patrones en forma de ocho que desencadenarían un proceso de recalibración en el equipo. Estos bucles amplios y erráticos atrajeron aún más la atención. En un momento dado, alargó la mano para fijar una pequeña luz naranja giratoria al techo del carro, explicando que era para evitar que una patrulla de policía, que ya había pasado varias veces por delante de nosotros, nos parara.
Nuestra investigación en aquella velada terminó bien pasada la medianoche, tan tarde que los tres estábamos al borde del sueño, dando vueltas en una fuga arqueológica. Pensé en La civilización y sus descontentos, en el que Sigmund Freud compara el psicoanálisis con una investigación arqueológica, sugiriendo que otras versiones olvidadas de nosotros mismos yacen enterradas en un pasado que se vuelve visible a través de un análisis meticuloso.
En el caso del SoS, ese análisis llevó varias semanas. Fue necesario procesar gigabytes de datos de cada tramo de carretera y plaza, cotejando lo que había debajo con sus coordenadas geográficas precisas. El software de visualización completó el trabajo, superponiendo nuestros descubrimientos a mapas por satélite actualizados. Nuestros atisbos iniciales de lo que parecían características estructurales se refinaron lo suficiente como para tener sentido arqueológico. Al final, dimos con numerosas tuberías modernas e incontables pilas de mampostería histórica, probablemente pilares de edificios que habían sido derribados hacía mucho tiempo. Lamentablemente, la inspección de la Piazza Salimbeni no reveló gran cosa. Esperaba descubrir una bóveda secreta de un banco o una cripta medieval perdida. Lo único que hallamos fueron unas alcantarillas.
Aunque pareciera una bofetada, mi experiencia con el SoS ofrecía una especie de indicador de la investigación arqueológica en el siglo XXI. Las herramientas y métodos de la disciplina están cambiando hacia sistemas cada vez más sofisticados y menos invasivos de búsqueda, cartografía y conservación de yacimientos históricos humanos. “El problema de la excavación es que destruye lo que estás estudiando”, me contó Eileen Ernenwein, profesora de la Universidad Estatal de Tennessee del Este y coeditora de la revista Archaeological Prospection. “Puedes tomar notas excelentes y llevar buenos registros y preservar los artefactos que encuentres, pero nunca volverás a excavar”.
Las inmensas capacidades de estas nuevas herramientas de exploración, tanto en términos de precisión como de velocidad, han inspirado a arqueólogos como Stefano Campana a soñar con lo que antes parecía un cuento de hadas. Si el proyecto SoS parecía ambicioso con su objetivo de descubrir todo lo que existe bajo la superficie de toda una ciudad europea, otros arqueólogos del continente se preparaban para un proyecto mucho mayor.
Exploración arqueológica a toda velocidad con electromagnetismo
“El turista promedio no ve ni comprende la riqueza de un terreno como este”, comentó Immo Trinks, señalando un campo vacío que, a mis ojos, parecía azotado por el viento y desolado. Estábamos a 40 km al este de Viena, en (o sobre) las ruinas de una ciudad llamada Carnuntum, que antaño se extendía a lo largo de la frontera norte del Imperio Romano. La ciudad fue saqueada y abandonada hace siglos y el 99% del yacimiento sigue sin excavar. Pero Trinks ha visto todos los muros y puertas de Carnuntum, todas sus calles y plazas, sin haber cavado nunca un hoyo. “Aquí detectamos un edificio romano muy grande”, indicó, apuntando al aire libre. “Esta era una ciudad romana muy poblada”. Describió una secuencia de estructuras que, al parecer, habíamos estado atravesando durante los últimos minutos, cuyas salas y habitaciones solo conocíamos por los datos electromagnéticos.
En 2000, cuando Trinks era estudiante de posgrado, él y sus colegas establecieron lo que se llamaría un récord de velocidad en exploración arqueológica en Carnuntum. Como asistente en el yacimiento, ayudó a cartografiar casi cinco hectáreas en un solo día utilizando la magnetometría, que funciona detectando pequeñas diferencias en la intensidad del campo magnético entre, por ejemplo, un muro de ladrillo y el suelo que lo rodea. Desde entonces, Trinks forma parte de un grupo de geofísicos internacionales que trabajan para transformar la arqueología moderna. Imparte clases en la Universidad de Viena y, hasta hace poco, era subdirector del Instituto Ludwig Boltzmann de Prospección Arqueológica y Arqueología Virtual, o LBI ArchPro. También es tremendamente ambicioso, tiene un conocimiento enciclopédico de su campo y está obsesionado con los detalles técnicos que garantizan que las grandes misiones cumplan lo previsto.
Para Trinks, que tiene 50 años, utilizar herramientas electromagnéticas para registrar y salvar el pasado humano es una responsabilidad moral. En todo el mundo, señaló, los yacimientos arqueológicos están desapareciendo bajo una marea implacable de urbanización y desarrollo económico, por no mencionar el cambio climático y los conflictos militares. Tan solo en Europa, ciudades romanas que jamás han sido excavadas quedaron sepultadas bajo supermercados y grandes almacenes. A nivel mundial, pueblos de la Edad de Piedra sin cartografiar han sido borrados por autopistas, aeropuertos y agricultura industrial. Cada año, la humanidad pierde más y más de su patrimonio. Pero ahora que se pueden elaborar mapas de entornos enteros en cuestión de días utilizando vehículos todoterreno y que los datos se procesan casi en tiempo real con la ayuda de algoritmos de reconocimiento de rasgos y software de procesamiento de imágenes, surge una posibilidad tentadora: tal vez estemos a punto de disponer de un mapa completo de toda la arqueología, en cualquier lugar de la Tierra.
“Queremos cartografiarlo todo: ese es el mensaje”, me aclaró Trinks. “No se trata únicamente de una villa romana o un edificio individual, sino de una ciudad entera, de todo un terreno e incluso más”. Trinks lo dice literalmente. En el verano de 2022, escribió un manifiesto en el que solicitaba la creación de una Agencia Internacional de Exploración del Subsuelo, cuya función inicial sería escanear cada metro cuadrado de tierra en Europa que se pueda cartografiar, incluso el fondo de los lagos.
“Ahí tienes la Agencia Espacial Europea (ESA, por sus siglas en inglés)”, resaltó Trinks durante el almuerzo cerca del río Danubio, que fluye justo por encima de una colina, pendiente abajo de la ciudad romana. La ESA cuesta a los contribuyentes europeos particulares solo unos 15 euros al año. “Quince euros es el precio de una buena pizza y una cerveza”, señaló. “Me alegra pagar ese precio… para que miles de personas miren hacia abajo en vez de hacia arriba”. Si no lo hacemos, advirtió Trinks, “nuestros nietos nos preguntarán por qué no nos esforzamos en cartografiar lo que aún queda allá fuera. Porque no tendrán la oportunidad de hacerlo una vez que haya desaparecido”.
La visión de Trinks requiere no solo el hardware para escanear todo un continente, sino el software para dar sentido a los datos resultantes. Una mañana, en su despacho de la Universidad de Viena, Trinks me presentó a Alois Hinterleitner, a quien describió como un “mago”. Hinterleitner es ingeniero de software en GeoSphere Austria, socio de LBI ArchPro. Austriaco de nacimiento, es también un ávido montañero. Trinks bromeó a medias diciendo que incontables terabytes de datos de estudios geofísicos quedarían varados si algo le ocurriera a Hinterleitner en una de sus expediciones de varios días. Es tan esencial en el proceso que Trinks convirtió su nombre de pila en un verbo: en el transcurso de mi visita, mencionaba frecuentemente que necesitaban “Aloisificar los datos” para hacerlos legibles en un nivel arqueológico.
Mientras disfrutábamos de café y pasteles, Hinterleitner me explicó el programa que utiliza. Le permite filtrar los resultados del radar según diversas propiedades de las señales que rebotan. Una función, llamada “Eliminar Rayas”, se diseñó para limpiar los defectos del conjunto de datos causados por cambios en los instrumentos de medición o por el uso de distintos métodos de exploración. Estas alteraciones llegan a provocar la aparición de líneas brillantes o rayas en el escaneo. Aunque el filtro se ocupa de ellas, también podría eliminar inadvertidamente rastros de muros o cimientos, incluidos los signos reveladores de la arquitectura romana, cuyas líneas rectas se asemejan a rayas. En otras palabras, si no tienes cuidado, es posible que ni siquiera te des cuenta de que el software borró precisamente lo que estabas buscando.
Hinterleitner expuso en su pantalla imágenes de diversas expediciones a la isla de Björkö (Suecia), realizadas entre 2008 y 2012. Los fabricantes del equipo de radar de Trinks le habían advertido de que escanear una pradera extensa allí sería inútil. Los datos serían inmanejables, le recalcaron, y los resultados, imposibles de interpretar. “De hecho, utilizaron el término prohibido”, aclaró Trinks riendo. “Pero no me importó porque teníamos a Alois”.
Utilizando un equipo de radar de remolque, Trinks y su grupo escanearon no solo la pradera central de Björkö, sino toda la isla, y obtuvieron la información procesada, depurada e interpretada en imágenes en solo tres semanas. Aunque ya se sabía que Björkö contenía más de 3,000 tumbas vikingas, el estudio de Trinks escaneó aquellos antiguos montículos funerarios sin rasgos visibles en la superficie con tal detalle que se apreciaba el contorno de un ataúd. “Aún no podemos distinguir los cuernos del casco”, declaró Trinks, “pero, por primera vez, observamos algo dentro del ataúd”.
El fallo de las técnicas modernas en la arqueología
El enfoque en la big data de la arqueología no está exento de polémica. Cuando LBI ArchPro obtuvo sus subsidios iniciales, hace más de una década, algunos estudiantes jóvenes se “disgustaron”, me confesó Trinks, por lo que percibían como un esfuerzo centrado en máquinas extravagantes a expensas de objetivos institucionales a largo plazo, como pagar personal a tiempo completo u ofrecer salarios a los investigadores graduados. Incluso los defensores de las herramientas geofísicas advierten que la recopilación de información a gran escala podría superar el rigor interpretativo: con tantas sombras que perseguir, ¿cómo puedes estar seguro de cuáles son reales?
Uno de esos detractores es Lawrence B. Conyers, posiblemente el mayor experto a nivel mundial en el uso del georradar en arqueología. Es autor de múltiples libros de referencia sobre el tema, uno de los cuales va ya por la cuarta edición, y ha dirigido exploraciones de yacimientos en todo el mundo, desde aldeas perdidas en Costa Rica hasta antiguos puertos romanos ahogados en pantanos portugueses. Mientras Trinks y sus colegas conducen máquinas de seis cifras por paisajes ricos en historia a 80 km/h, Conyers hace sus investigaciones en sandalias. A menudo llega al lugar con su propia unidad de radar, que guarda en su equipaje de mano. Le dice a la policía aeroportuaria que es una herramienta para ver dentro de las paredes. “Nunca utilices la palabra radar”, aconseja, pues “eso activa todo tipo de alarmas”.
Me reuní con Conyers en la isla de Brač, frente a la costa croata, en el lugar donde se encuentra un antiguo fuerte. Había viajado hasta allí para unirse a un equipo internacional de arqueólogos e historiadores que buscaban pruebas de asentamientos y comercio prehelenísticos, remontándose hasta la Edad de Bronce. Las aguas azules del Adriático eran visibles al oeste y un enorme desfiladero se abría a nuestras espaldas, adentrándose en el interior de la isla. Los espárragos silvestres brotaban en matas enmarañadas.
Mientras caía una lluvia ligera, Conyers empezó a arrastrar su unidad de radar, una caja naranja con ruedas, por el césped. Visualizaba el escaneo en una pantalla de computadora portátil, que llevaba atada al pecho como si fuera un bebé. Conyers vio algo y llamó a uno de sus compañeros. “¡Vedran!”, gritó. “¡Vedran! Vas a querer ver esto”. Vedran Barbarić, un historiador desenfadado que vestía una camiseta de Black Sabbath, se acercó a él. “Aquí hay todo tipo de paredes”, expresó Conyers. Barbarić miró la pantalla del radar de Conyers. En ella, las hipérbolas blancas y negras formaban un patrón parecido al de una cebra, indicando estructuras de algún tipo bajo tierra.
Los primeros momentos de una exploración geofísica, como pude comprobar, resultan embriagadores. Parecía haber edificios por todas partes. Bajo nuestros pies quizá estuviera una habitación o un pasillo, el borde de un patio o tal vez una puerta, podíamos estar dentro o fuera. Surgían formas arquitectónicas invisibles a cada paso.
Conyers, adinerado de forma independiente gracias a una vida previa en la búsqueda de petróleo y gas, y de carácter áspero e informal al estilo estadounidense, contrastaba descaradamente con Trinks. Más de una vez, mientras paseábamos juntos por Brač, Conyers arremetió contra el enfoque de “los vieneses”. Decía que “con esa gente, todo gira en torno a lo más nuevo, lo más grande, lo más brillante, lo más voluminoso, el hardware más asombroso”. Su enfoque, se quejó, consistía en utilizar nuevas máquinas para resolver viejos problemas. Conyers pensaba que era más útil reformular esos problemas.
Conyers considera el suelo como un medio de transmisión, algo por lo que las ondas pasan y resuenan en su interior. El comportamiento de la energía del radar dentro de la Tierra es, para él, un campo de estudio en sí mismo, tanto si esas ondas revelan signos de asentamientos perdidos como si no. “Mi campo es la geología, la geofísica y, por último, la arqueología”, compartió más tarde.
Este enfoque, explicó Conyers, también ayuda a aclarar lo que el radar no puede ver. Algunos objetos subterráneos reflejan las ondas de radar lejos de la antena receptora, lo que significa que los arqueólogos nunca los verán. Los muros y cimientos más profundos también quedan bloqueados por rocas o mampostería que se asentaron sobre ellos. Conyers teme que la actual escuela emergente de arqueología electromagnética de alta velocidad corra el riesgo de quedar cegada por sus propias ambiciones técnicas. Con el radar, que algo esté ahí no significa que puedas verlo, pero que lo veas no significa que esté ahí. Campana me contó que las exploraciones electromagnéticas son más informativas cuando se combinan con lo que él llama “biopsias”, en las que se excavan pequeñas muestras representativas de un terreno para asegurarse de que lo que ves está realmente ahí. Eileen Ernenwein me relató una historia de su propia investigación doctoral, centrada en un yacimiento indígena de Nuevo México. Allí, mencionó, había encontrado pruebas claras de una casa de adobe en los datos de su investigación por radar, pero cuando intentó encontrar las paredes mediante excavación, se habían erosionado tanto que aparentemente no había nada en el suelo. Era una estructura que solo existía en el radar. La llamó “la casa invisible”.
Mi última noche en Croacia, los líderes del proyecto se reunieron en una casa local para ponerse al día. Conyers había pasado varias horas ese día repasando sus datos. Parecía divertido pero concentrado, con la alegría de un hombre que cree haber ganado una apuesta. “Nos equivocamos de cabo a rabo”, expresó mientras sonreía.
Lo que siguió fue una clase magistral sobre la interpretación y sus peligros. Conyers nos hizo fijarnos en lo que habíamos creído que eran rasgos arquitectónicos. Nos aclaró que no eran más que ráfagas de interferencias de una torre de telefonía móvil cercana. “Vimos esto”, explicó Conyers, señalando su pantalla, “y dijimos: ‘¡muro! muro!’ Yo quería ver muros. Quería ver paredes y suelos golpeándome. Pero…”, hizo clic en algunos perfiles de radar más, “no veo muros. Lo que hacemos aquí es geología, no arqueología”. Describió una zona en la cima de la colina que le había entusiasmado particularmente, pensando que podría ser el suelo de una antigua habitación, pero no era más que una depresión natural enmarcada por rocas, enterrada bajo tierra y plantas. El grupo seguiría descubriendo fragmentos de cerámica y pruebas de habitación, que abarcaban miles de años, pero la arquitectura majestuosa escaseaba. Quizá no fuera un edificio, pero para Conyers seguía siendo un enigma, algo que resolver.
La democratización de espacios arqueológicos
En su libro The Ruins Lesson (La lección de las ruinas), Susan Stewart, poeta e historiadora de Princeton, escribe: “La excepción no es la ruina, sino la conservación”. Los imperios caen, las ciudades quedan abandonadas, los edificios se desmoronan. Pero las herramientas de la geofísica cambian la ecuación de Stewart. Visto a través de aparatos como el georradar o la magnetometría, la regla es la conservación, no la ruina. Incluso la aldea o casa más temporal, incluso la más breve de las vidas humanas, deja una huella en el suelo. La lección inesperada de estos nuevos instrumentos es que ninguno de nosotros desaparece nunca del todo. Nuestras casas y departamentos, incluso nuestras hogueras, dejan rastros en el suelo que alguien, algún día, podrá encontrar. Gracias a la geofísica, la Tierra es un archivo de formas electromagnéticas, una colección oculta del pasado humano.
Y ese pasado está a punto de democratizarse. En lugar de basarnos en ruinas pintorescas de las riquezas acumuladas por aristócratas, líderes militares y autoridades religiosas, la geofísica nos ayuda a explorar incluso las vidas más efímeras de la gente común, en alta resolución. Épocas que los historiadores posiblemente hubieran pasado por alto anteriormente, incluso culturas y pueblos enteros, pueden recibir por fin la atención que merecen. Al igual que la tecnología lidar permitió a los arqueólogos atravesar las densas copas de los bosques tropicales de Sudamérica y el sudeste asiático y descubrir ciudades antiguas, las herramientas de la geofísica están haciendo ahora lo mismo con las culturas del África subsahariana y la Norteamérica indígena. Los pueblos de estas regiones tendían a utilizar materiales de construcción orgánicos y biodegradables, creando la ilusión, milenios después, de que no eran sofisticados, no construían obras arquitectónicas significativas y no tenían un verdadero legado duradero. Una Agencia Internacional de Exploración del Subsuelo verdaderamente global, del tipo que propone Trinks, ampliaría radicalmente nuestra comprensión de quién ha dejado huella en la historia de la humanidad.
Antes de irme de Viena, Alois Hinterleitner me mostró el aspecto real de esta nueva arqueología, cómo reaparecen las ciudades perdidas, desde sus calles abandonadas hasta sus hornos y granjas, cuando se ven a través de la lente de la geofísica. Sentado frente a un televisor de pantalla grande conectado a una laptop, con sus antebrazos musculosos de alpinista, Hinterleitner había hecho clic en una serie de exploraciones por radar grabadas en Carnuntum. A medida que activaba y desactivaba distintos filtros, lo que empezó como una maraña aleatoria de pixeles en blanco y negro se convirtió en un laberinto claramente definido de muros y cimientos de edificios, oscuras formas arquitectónicas acechando en los registros. Algún día, esto podría ser toda la superficie del planeta, me di cuenta, una pantalla a través de la cual observaríamos el pasado. Entonces Hinterleitner invirtió el proceso hasta que todo lo que habíamos visto o creíamos haber visto, desde ruinas romanas hasta marcas de arado modernas, desapareció de nuevo en un mar de ruido blanco.
Fuente: wired.com