10 científicos que murieron a causa de su trabajo
El avance científico ha sido impulsado por la dedicación y el sacrificio de innumerables investigadores a lo largo de la historia. Sin embargo, algunos han pagado un precio muy alto por llevar adelante su investigación
El filósofo británico y pionero de los libros de autoayuda James Allen dejó escrito: “No puede haber progreso ni logro sin sacrificio”. Esta máxima es particularmente cierta en el ámbito de la ciencia, pero algunos científicos sacrifican más que otros. En 2009, por ejemplo, el profesor de biología Malcolm Casadaban, profesor de microbiología de la Universidad de Chicago, falleció al exponerse accidentalmente a una variante atenuada de Yersinia pestis, la bacteria que causa la peste.
Y es que, a veces, la investigación científica es una tarea intrínsecamente arriesgada. Desde trabajar con sustancias químicas peligrosas o investigar fenómenos nuevos, muchos científicos han arriesgado y perdido sus vidas por su investigación.
Marie Curie
Marie Curie es quizás la científica más conocida que murió como resultado de su investigación. Curie fue una pionera en el campo de la radiactividad y ayudó a descubrir dos nuevos elementos: polonio y radio. Curie ganó el Premio Nobel de Física en 1903 y el de Química en 1911; fue la primera mujer en recibir el prestigioso premio y la primera persona en ganarlo dos veces.
Su investigación la puso en contacto con materiales radiactivos en un momento en que los efectos dañinos de la radiación no eran bien conocidos. Después de décadas de exposición, Marie Curie falleció por anemia aplásica el 4 de julio de 1934. La exposición de Curie a la radiación fue tan intensa durante su vida que sus posesiones seguirán siendo radiactivas durante otros 1 500 años; incluso tuvo que ser enterrada en un ataúd revestido de plomo.
Su hija, Irène Joliot-Curie, premio nobel de Química por descubrir la radiactividad artificial, encontró un destino similar, sucumbiendo a la leucemia inducida por la radiación en 1956.
Andrei Zheleznyakov
Durante la Guerra Fría, tanto los gobiernos de la Unión Soviética como de Estados Unidos se dedicaron a desarrollar armas biológicas y químicas. Estados Unidos tenía el programa MK-Ultra dirigido por la CIA, que, según la historia, estudiaba la posibilidad de utilizar drogas como el LSD como herramientas de control mental. La Unión Soviética estaba menos interesada en la guerra psicológica y en su lugar desarrolló “Novichok”, un grupo de poderosos agentes nerviosos con el potencial de matar a cualquiera que entrara en contacto con ellos. Novichok sigue siendo utilizado hoy en día; agentes del gobierno ruso lo usaron para acabar con el ex-espía Sergei Skripal y su hija Yulia en 2018 y con líder de la oposición Alexei Navalny en agosto de 2020.
La primera víctima conocida de Novichok fue Andrei Zheleznyakov, uno de los científicos que trabajaba en su desarrollo: un mal funcionamiento de la campana de extracción expuso a Zheleznyakov al agente químico en 1987.
Pero la suya no sería una muerte rápida. Al poco del accidente le inyectaron un antídoto pero no sirvió de mucho: pasó el resto de su vida afectado de debilidad crónica, depresión, epilepsia, hepatitis y una incapacidad para concentrarse. Murió de una convulsión cerebral mientras cenaba en su casa, solo -era divorciado sin hijos-, en 1993.
Max Valier
Max Valier, un ingeniero austrohúngaro nacido en 1895, tenía una gran pasión: los cohetes, que la descubrió tras leer un libro del científico alemán y pionero de los cohetes espaciales Hermann Oberth.
Valier, decidido a popularizar los cohetes, realizó experimentos públicos poco convencionales. Colocó cohetes en autos, trineos, planeadores… con la esperanza de recaudar fondos para su verdadera pasión: los cohetes propulsados por líquidos.
En enero de 1930 Valier empezó a experimentar con cohetes propulsados por líquidos. Lamentablemente, el 17 de mayo de 1930 el motor de cohete que estaba probando explotó. El Instituto Smithsoniano, en un reconocimiento póstumo, etiqueta a Valier como “la primera víctima del desarrollo de cohetes propulsados por líquidos”.
Alexander Bogdanov
Bogdanov ha sido descrito como “médico, economista, filósofo, científico natural, escritor de ciencia ficción utópica, poeta, maestro, político (sin éxito) y revolucionario de por vida”. En el ámbito médico, su interés principal se centraba en el campo emergente de la transfusión sanguínea. Bogdanov obtuvo el respaldo de Joseph Stalin para crear un Instituto de Transfusión Sanguínea, fundado en 1926. Bogdanov estaba convencido de que las transfusiones de sangre podían ayudarnos a rejuvenecer.
Hacia 1928 Bogdanov había recibido once transfusiones de sangre. La duodécima resultó fatal: transfundió su sangre con la de un estudiante que resultó tener malaria y tuberculosis. El estudiante experimentó una recuperación completa, pero Bogdanov murió. Mucho se ha especulado sobre su muerte: para algunos pudo haber sido un suicidio, dado que había escrito una carta políticamente muy tensa pocos días antes. Sin embargo la opinión más extendida es que su muerte pudo deberse a los efectos adversos de la transfusión sanguínea, sobre todo cuando se hace entre individuos de diferentes grupos sanguíneos.
John Cassin
Desde joven, Cassin sentía una gran pasión por la historia natural y dibujaba plantas y animales con impresionante minuciosidad. Comenzó a trabajar para la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia con veinte años y pasaría 26 años de su vida en esa institución. Aves conservadas de todo el mundo se enviaban la Academia, donde Cassin, las describía y dibujaba. Pero su investigación lo estaba matando.
En aquella época los especímenes se conservaban con arsénico. Cassin sabía el riesgo que corría trabajando: en cierto momento escribió que su investigación significaba “hipotecarme a mí mismo mediante un arrendamiento perpetuo con arsénico y enfermedad hepática”. Su profecía se cumplió: el 10 de enero de 1869 Cassin falleció de insuficiencia hepática causada por envenenamiento por arsénico.
Harry Daghlian y Louis Slotin
Haroutune Daghlian Jr. era un físico armenio-estadounidense que se unió al Proyecto Manhattan mientras aún estaba estudiando su posgrado. Formaba parte del “grupo de criticidad”, encargado de llevar a cabo experimentos para determinar la masa de material fisible (uranio, plutonio…) necesaria para provocar una explosión.
El 21 de agosto de 1945, Daghlian intentaba construir un reflector de neutrones apilando manualmente ladrillos de carburo de tungsteno alrededor de un núcleo de plutonio. Estaba colocando el último ladrillo cuando los contadores de neutrones le alertaron de que si lo ponía el sistema se volvería supercrítico. Al retirar la mano dejó caer el ladrillo en el centro del conjunto. Daghlian tuvo que desmontar el resto de los bloques de carburo de tungsteno para detener la reacción. Daghlian murió 21 días después por envenenamiento agudo por radiación.
Un año después, el físico canadiense Louis Slotin también perdió la vida ante el mismo núcleo de plutonio. El 21 de mayo de 1946 su destornillador se resbaló de sus manos, las semiesferas que componían el núcleo se cerraron completamente alcanzando el nivel supercrítico. Slotin separó rápidamente las dos mitades, deteniendo la reacción en cadena y salvando la vida al resto de sus colegas de laboratorio; murió nueve días después. Desde entonces a aquel fragmento de plutonio se le conoce como el “Núcleo del Demonio”.
David A. Johnston
Cuando el Monte St. Helens hizo erupción en 1980, David A. Johnston, vulcanólogo del USGS, fue el primero que alertó sobre el desastre inminente y salvó la vida a miles de personas.
A las ocho y media del 18 de mayo, un terremoto de magnitud 5,1 sacudió la zona, que provocó un deslizamiento de 2,7 kilómetros cúbicos de roca en la cara norte y la cumbre de la montaña. Al perderse la presión que ejercía esta masa de tierra y rocas sobre el volcán, comenzó las erupción: el monte estalló lateralmente, enviando flujos piroclásticos por sus laderas a velocidades casi supersónicas.
Antes de que le alcanzara Johnston intentó comunicarse por radio con sus colegas del USGS: “¡Vancouver! ¡Vancouver! ¡Esto es todo! ¿Vancouver, está encendido el transmisor?” La nube de la erupción bloqueó la transmisión de su mensaje; sus últimas palabras las recibió un radioaficionado.
Johnston sabía dónde se metía: era famoso por decir a los periodistas que estar cerca de un volcán activo era como “estar junto a un barril de dinamita con la mecha encendida”.
Dian Fossey
En la madrugada del 27 de diciembre de 1985, esta primatóloga fue encontrada asesinada en el dormitorio de su cabaña en las montañas Virunga, en Ruanda. Su cuerpo estaba boca arriba cerca de las dos camas donde dormía y a 2 metros de distancia de un agujero que aparentemente sus agresores habían hecho en la pared de la cabaña. Wayne Richard McGuire, su asistente de investigación, dijo que “cuando me agaché para comprobar sus signos vitales, vi que le habían partido la cara, en diagonal, de un solo golpe de machete.”
La cabaña estaba llena de vidrios rotos y muebles volcados, con su pistola de 9 mm y municiones a su lado en el suelo. El motivo del crimen no fue el robo pues sus objetos de valor estaban allí: pasaporte, pistolas y miles de dólares y cheques de viaje.
Tras la investigación los tribunales ruandeses juzgaron y condenaron a Wayne McGuire por su asesinato. ¿El motivo? La asesinó para robar el manuscrito de la secuela de su famoso libro Gorilas en la niebla. McGuire, que para entonces había regresado a EE UU, no voló a Ruanda para ser juzgado: fue condenado en rebeldía a morir ante un pelotón de fusilamiento. Con todo, a fecha de hoy, el asesinato de la primatóloga sigue siendo un misterio.
La última entrada del diario de Fossey decía: “Cuando te das cuenta del valor de la vida, te concentras menos en el pasado y más en preservar el futuro”.
Karen Wetterhahn
Karen era una destacada profesora de química en el Dartmouth College donde estuidiaba cómo los iones de mercurio interactúan con las proteínas reparadoras del ADN. Wetterhahn sabía de la peligrosidad de los productos químicos que utilizaba, pero estaba convencida de que tomaba todas las precauciones necesarias.
Pero entonces se produjo un pequeño incidente aparentemente insignificante: se derramó una o dos gotas de dimetilmercurio en su mano, que estaba cubierta por guantes protectores de látex. Tres meses después empezó a manifestar síntomas de envenenamiento grave por mercurio. Los análisis médicos revelaron que su nivel de mercurio en sangre era de 4 000 microgramos por litro, 80 veces el umbral tóxico. Murió menos de un año después. Pruebas posteriores demostraron que el dimetilmercurio podía atravesar distintos tipos de guantes de látex e introducirse en la piel en menos de 15 segundos.
Fuente: muyinteresante.com