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Una pistola gigante para salvar a los astronautas de la basura espacial

El proyecto DebriSat lleva años catalogando los escombros resultantes de una colisión espacial simulada en Tierra, provocada por el arma más grande del mundo. Cada vez hay más pruebas de que los fragmentos más pequeños e irregulares podrían poner en peligro satélites, naves e incluso a la EEI

En un sofocante día de agosto de 2019, en una oficina sin ventanas en el centro-norte de Florida (EE. UU.), el investigador Rafael Carrasquilla y una docena de estudiantes llevaban puestos guantes quirúrgicos mientras removían montones de polvo con pinzas. Buscaban pequeñas piezas de fibra de carbono de pocos milímetros de largo, casi invisibles a simple vista. No había ventiladores, ni estornudos ni movimientos bruscos en la mesa de laboratorio.

Cuando encontraban una, apuntaban su aspecto en una base de datos, la ponían en una bolsa, la etiquetaban y la colocaban entre decenas de miles de otras piezas cuidadosamente organizadas en filas de contenedores de plástico.

Durante años, los encargados de buscar esos fragmentos depositaban cada uno de ellos con mucho cuidado en una microbalanza aislada del ruido de los camiones que pasaban fuera por una gruesa encimera de granito. El peso medio era de aproximadamente 0,5 microgramos, cerca de una centésima parte de una pestaña humana. Estos fragmentos son tan insustanciales que incluso unos pequeños cambios en la temperatura podrían sesgar los resultados, por lo que los investigadores aprendieron a esperar unos minutos tras entrar en el cuarto antes de continuar con su tarea, para que el ambiente se estabilizara con el aire acondicionado.

“Hay operadores que aguantan la respiración al usar la microbalanza para no hacer una mala lectura”, explica Carrasquilla. Al final, dejaron de pesar estos pequeños fragmentos, ya habían registrado suficientes como para comprender su significado. Ahora los cuentan todos meticulosamente, pero solo pesan los más grandes.

Carrasquilla dirige este esfuerzo de tipificación de fragmentos para la Universidad de Florida y forma parte de un experimento de la NASA llamado DebriSat que empezó en 2011. DebriSat fue creado para responder a una pregunta: ¿Qué ocurre cuando un trozo de escombro orbital se estrella contra un satélite a miles de kilómetros por hora? Si ese tipo de colisión tuviera lugar en órbita, sería imposible realizar un seguimiento del caos generado. La única vía para responder con seguridad a esa pregunta es causando un impacto catastrófico en un laboratorio en la Tierra, donde las condiciones se pueden controlar y los resultados se registran meticulosamente.

Los escombros orbitales tienen distintas formas y tamaños, desde fragmentos similares a los que el grupo de Carrasquilla estaba analizando hasta propulsores de cohetes de gran tamaño que se quedan en el espacio. En órbita, incluso los trozos más pequeños son capaces de dañar satélites o atravesar trajes espaciales. La energía cinética aumenta con el cuadrado de la velocidad de un objeto, y los impactos en órbita generalmente ocurren a más de 30.000 kilómetros por hora, por lo que incluso las pequeñas agujas de fibra de carbono pueden causar daños.

“El mayor riesgo de finalización de una misión para las naves espaciales operacionales proviene de los escombros orbitales pequeños, de tamaño milimétrico, y no de los objetos grandes ni enormes”, explica el científico jefe de escombros orbitales de la NASA en el Centro Espacial Johnson en Texas (EE. UU.) Jer Chyi “JC” Liou.

Pero los modelos informáticos de Liou tenían un punto débil frente a los escombros. Las simulaciones no coincidían con las pruebas traídas de la órbita por el transbordador espacial, o con lo que la NASA veía en las colisiones reales.

En enero de 2007, China destruyó intencionadamente uno de sus satélites meteorológicos Fengyun con un misil antisatélite. Luego, en febrero de 2009, el difunto satélite militar ruso Kosmos colisionó accidentalmente con el satélite de comunicaciones Iridium por encima de Siberia. Ambos acontecimientos crearon vastas nubes de fragmentos que obligaron a los satélites y a la Estación Espacial Internacional a maniobrar para evitar colisiones.

Liou recuerda: “Los fragmentos de Kosmos coincidieron con nuestras predicciones, pero la destrucción de Iridium y del satélite chino [acabaron siendo] bastante diferentes a lo que preveían nuestros modelos. El número de fragmentos fue mucho mayor de lo previsto”.

Si el software de la NASA subestimara las consecuencias de las destrucciones y colisiones orbitales, podría poner en peligro a las naves espaciales de la agencia y a los astronautas a bordo.

La NASA creó el programa DebriSat para llegar al fondo del asunto, y pidió al jefe del Grupo de Investigación de los Sistemas Espaciales de la Universidad de Florida, Norman Fitz-Coy, que diseñara un satélite simulado, también llamado DebriSat. El 15 de abril de 2014, lo disparó con la pistola más grande del mundo: Range G. Esta arma está enterrada en un túnel bajo un bosque en la Base de la Fuerza Aérea Arnold en Tennessee (EE. UU.). Fue construida en 1963 y usada para disparar miles de veces en pruebas de armas.

Su cañón fue se alargó hasta los casi 60 metros en 2004 y se asemeja a una inofensiva tubería: parece menos importante de lo que realmente es. El arma tiene dos etapas. La primera usa varios cientos de kilogramos de pólvora convencional. Después de encenderse electrónicamente, la pólvora explota y acelera el pistón por dentro del conducto. La parte delantera del pistón forma un cierre con las paredes del conducto: a medida que acelera a más de 3.000 kilómetros por hora, comprime el gas de hidrógeno delante de él. Finalmente, el gas altamente comprimido rompe el disco de retención. Esto libera la energía acumulada del gas para disparar un proyectil hacia un objetivo a más de 24.000 kilómetros por hora.

En la prueba de DebriSat, el proyectil fue un cilindro de aluminio hueco especialmente diseñado, con la tapa de nailon, aproximadamente del tamaño de una lata de refresco. Cuando chocó con el satélite, la colisión creó una esfera de fuego que se extendió rápidamente y arrojó una nube de pequeños fragmentos a los bloques de foam circundantes, donde fueron capturados suavemente. Fitz-Coy recuerda haber sentido temblores en la alejada sala de control en la que se encontraba en el momento del impacto.

Luego, los bloques de foam fueron cuidadosamente embalados y enviados al taller del equipo de Fitz-Coy. Su tarea consistía en extraer de los bloques cada fragmento del satélite de más de dos milímetros. Fitz-Coy esperaba reunir y analizar alrededor de 85.000 piezas de metal, plástico y vidrio y presentar un informe en el plazo de un año.

Cinco años y 195.000 piezas extraídas después, aquel verano el investigador estimaba que aún le quedaban 100.000 fragmentos por sacar. Algunos son pequeños y otros más grandes, pero el gran número sugiere que cada colisión, explosión y destrucción en la órbita crea muchos más escombros de lo que nadie se podía imaginar antes.

Antes de DebriSat, la NASA pensaba que había más de 100 millones de objetos de escombros a escala milimétrica en órbita alrededor de la Tierra, todos prácticamente indetectables, pero cualquiera de ellos podría destruir un satélite o perforar un traje espacial. Los resultados de DebriSat, junto con otras investigaciones de la NASA, sugieren que esta estimación subestima drásticamente los fragmentos más pequeños en el espacio, y el enorme riesgo que representan.

Mientras la humanidad se prepara para lanzar miles de satélites más y docenas de nuevas misiones tripuladas en los años próximos, debemos abordar el hecho de que los microescombros que no podemos ver son posiblemente aún más peligrosos que la basura espacial que sí es visible.

En 1978, los científicos de la NASA Donald Kessler y Burton Cour-Palais publicaron un artículo en el que advertían de que una serie de colisiones de satélites en cadena podría crear un “cinturón de asteroides” artificial de escombros alrededor de la Tierra que obstaculizaría los futuros lanzamientos, un fenómeno que llegó a llamarse Síndrome de Kessler.

La NASA estima que desde 1961 se han producido más de 250 eventos importantes que han dejado escombros en órbita, principalmente debido a la destrucción explosiva de naves espaciales y cuerpos de cohetes. Los escombros de la colisión Iridium-Kosmos y de la prueba antisatélite china de hace más de una década aún representan aproximadamente un tercio de todos los objetos registrados en órbita.

Pero ¿por qué los modelos de la NASA obtuvieron la cantidad correcta de los fragmentos de Kosmos mientras que las otras fueron tan erróneas? Una diferencia obvia reside en que el Kosmos ruso era considerablemente más viejo que las otras dos naves espaciales. Liou creía que los satélites Iridium y Fengyun chino producían una cantidad inesperadamente grande de fragmentos porque usaban compuestos de fibra de carbono y aislamiento térmico multicapa.

Los fragmentos de estos modernos materiales livianos podrían descomponerse en la atmósfera más rápido que los metales (los fragmentos de tamaño comparable tienen menos inercia y, por lo tanto, son más susceptibles al arrastre atmosférico), pero había muchísimos más.

El modelo que tenía la NASA estaba basado en una prueba de 1992, en la cual el satélite de la década de 1960 llamado Transit fue destruido por la misma arma gigante de Tennessee. Pero Transit era viejo, como Kosmos, con más metal y menos plástico que los satélites actuales. La versión de 1992 del arma también era menos poderosa que la de 2014, y el análisis de los fragmentos resultantes se realizó de manera aleatoria

Aunque se han llevado a cabo otras pruebas de hipervelocidad antes y después de entonces, la prueba de Transit fue la única vez en la que un satélite listo para el vuelo explotó en la Tierra. Los mejores modelos de colisión orbital actuales todavía se basan en gran medida en estos datos antiguos e incompletos.

Los riesgos de confiar en modelos inexactos quedaron claros en 2014, cuando la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de EE. UU. (NOAA, por sus siglas en inglés) daba los últimos retoques a su satélite meteorológico. El Sistema de Satélite Polar Conjunto, o JPSS-1, es uno de los primeros satélites de un proyecto de más de 17.000 millones de euros y 40 años para recoger montones de datos sobre las nubes, temperaturas de superficies, gases atmosféricos e incendios forestales para mejorar la puntualidad y la precisión de los pronósticos antes de los eventos climáticos severos. También rastrearía erupciones volcánicas, detectaría incendios forestales y captaría los primeros signos de sequías.

Naturalmente, NOAA quería asegurarse de que JPSS-1, que por sí solo había costado alrededor de 1.800 millones de euros, sobreviviera durante toda su vida útil de siete años. Como es común para los satélites grandes y caros, sus constructores llevaron a cabo una evaluación de riesgos con los modelos informáticos de tres agencias distintas: la NASA, la Agencia Espacial Europea y una organización de investigación independiente. Todas estuvieron más o menos de acuerdo en que los micrometeoroides y los desechos orbitales de más de tres milímetros representaban una gran amenaza.

Pero luego, el equipo de Liou lanzó una nueva versión del modelo de la NASA para los desechos orbitales. Los científicos de NOAA repitieron los cálculos con la esperanza de encontrarse únicamente algunos cambios menores, pero los resultados contenían una desagradable sorpresa. El último software era mucho más pesimista que los modelos anteriores, y estimaba que JPSS-1 podría experimentar hasta 160 veces más daños por fragmentos de un milímetro o menos. Mientras que la versión anterior le había dado al tanque propulsor del JPSS-1 una probabilidad del 1 % de sufrir un impacto que acabaría su misión, ahora había un inaceptable riesgo de catástrofe del 26 %.

Esta cifra aumentó porque el nuevo software incluía datos del único instrumento de la NASA cuyos micrometeoroides y restos orbitales en órbita terrestre baja habían sido muestreados. El transbordador espacial sobrevivió a los desechos orbitales durante casi 30 años, en los que acumuló todo tipo de mellas, golpes y pequeños agujeros de impactos a hipervelocidad. Desde 1992 hasta su jubilación en 2011, se examinaron en detalle sus ventanas y radiadores en busca de daños por desechos orbitales. La gran sorpresa fue que los investigadores encontraron más de 2.600 cráteres de impacto en sus superficies, lo que supone más de 10 veces más fragmentos de escala milimétrica de lo esperado.

Los datos de impacto in situ de los transbordadores siguen siendo los mejores que la NASA tiene. (El avión espacial sin tripulación X37B de la Fuerza Aérea de EE. UU. probablemente recogió datos similares durante sus años de misiones clandestinas, que siguen clasificadas). Pero el origen de los pequeños escombros seguía siendo un misterio. Algo estaba generando grandes cantidades de ellos en la órbita terrestre baja, y nadie sabía qué era o cómo ocurría.

La prueba DebriSat de la NASA, que prometió revelar algunos de los misterios en torno a las destrucciones y colisiones, de repente parecía aún más importante. Pero primero, Fitz-Coy tenía que diseñar y construir un satélite tan realista como JPSS-1, con una pequeña fracción del presupuesto de NOAA. El responsable explica: “Básicamente hicimos el mismo proceso que si construyéramos un satélite real. Teníamos todo el hardware, el cableado, la electrónica y la óptica a bordo, todo excepto el software”.

Algunos de los componentes más baratos, como una unidad de medición de inercia y una rueda de reacción, fueron donados por los fabricantes. Para hardware más costoso, como los rastreadores de estrellas de precisión, el equipo de Fitz-Coy tomó prestada una muestra y construyó una copia lo más parecida posible. No necesitaban que funcionara; solo hacía falta que tuviera los materiales correctos en los sitios adecuados.

Fitz-Coy sabía que, con el limitado presupuesto de la NASA para las costosas pruebas de desechos, DebriSat podría ser el último experimento de su tipo en otros 20 o 30 años. Así que intentó anticipar cómo se construirían los satélites en el futuro. Por ejemplo, explica que eligieron “una batería de polímero de litio en lugar del típico níquel-cadmio”. El satélite también contaba con aislamiento multicapa, paneles solares desplegables y elementos estructurales de fibra de carbono típicos de los nuevos satélites más grandes que los cubesats.

La NASA volvió a usar Rango G para el experimento, cubriendo casi cada centímetro cuadrado de la cámara de explosión con capas de paneles de foam codificados por colores, aumentando su densidad para atrapar el máximo posible de fragmentos energéticos. Las fotos de antes y después del experimento muestran que la explosión hipersónica transformó la cámara de prueba en un caótico desastre de paredes de foam destruidas y cables colgantes. El satélite de Fitz-Coy simplemente parecía haber desaparecido.

Cuando los primeros paneles de foam llegaron al taller, algunos estaban prácticamente intactos, mientras que otros estaban rotos. Los pasaron por los rayos X y las imágenes resultantes se unieron computacionalmente, se introdujeron en un algoritmo de detección de objetos y se proyectaron nuevamente en un panel físico. Los estudiantes insertaban alfileres en el foam donde la proyección indicaba que había fragmentos ocultos. Los rayos X podían identificar dónde estaban los fragmentos, pero poco más.

Entonces sacaban las pinzas. “Es exactamente la misma tarea manual que un realiza arqueólogo en una excavación. Entran y excavan cuidadosamente alrededor para no dañar el artefacto”, asegura Fitz-Coy.

Lentamente, unas pequeñas formas del material ennegrecido y frágil emergían. La mayoría eran agujas minúsculas de fibra de carbono o escamas metálicas poco notables. Ocasionalmente, aparecía un tornillo reconocible o un fragmento de placa de circuito. Cualquiera que fuera la forma que tenían, un trabajador escribía las coordenadas del panel de foam del fragmento en una bolsa de plástico y cuidadosamente introducía los fragmentos ahí.

El siguiente paso era describir cada fragmento. Usando un microscopio, los estudiantes los identificaban bajo uno de los 15 materiales conocidos, seis formas y 13 colores (los componentes se anodizaban en diferentes tonos para reducir el origen de cada fragmento).

Después, las piezas se pesaban y fotografiaban. Mientras que de los fragmentos planos se hacía una foto digital normal, los trozos más grandes se colocaban en una plataforma de imágenes en 3D que usaba seis cámaras compactas, un plato giratorio de pantalla verde y un ordenador.

Liou detalla: “El material, la forma y la densidad son información importante para comprender mejor lo que ocurriría con cualquier nave espacial impactada por escombros orbitales. Por ejemplo, en el caso de un pequeño pedazo de escombros que impacta contra el tanque de propulsión de un cohete a 10 kilómetros por segundo. Nos interesa saber su masa y si es de acero inoxidable o es un trozo de plástico”.

Recoger toda esta información lleva tiempo: alrededor de tres minutos para analizar visualmente un fragmento, cuatro para pesarlo, cinco para hacerle una foto 2D y hasta media hora para realizar, procesar y subir cada imagen 3D. Al final, los datos para cada fragmento deben verificarse manualmente para su precisión, lo que tarda otros 15 minutos de media. Fitz-Coy destaca que DebriSat es tanto un proyecto de big data como de ingeniería: los servidores del proyecto actualmente contienen más de 40 terabytes de datos.

Hasta hace poco, los estudiantes de la Universidad de Florida analizaban cada fragmento al sacarlo. Eso suponía principalmente medir pequeños fragmentos de fibra de carbono, que representan casi dos tercios de los 67.000 fragmentos procesados hasta la fecha.

Finalmente, después de que quedara claro el enorme tamaño de la tarea, las prioridades del proyecto cambiaron. Al principio, la NASA había pedido una descripción de cada fragmento de más de dos milímetros. Pero el verano de 2019, el equipo de DebriSat decidió centrarse en los fragmentos de 10 centímetros o más. Los trozos más pequeños se contabilizarían, pero no se analizarían. “Estadísticamente, tenemos toda la información necesaria sobre las agujas de fibra de carbono”, afirma Fitz-Coy.

Eso permitirá a su equipo alcanzar su objetivo de describir el 90 % de la masa del satélite objetivo de forma más rápida, y así acelerar el desarrollo de un nuevo modelo de destrucción de satélites de la NASA. Centrarse en trozos de metal tan fuertes parece tener sentido. Se trata de fragmentos más grandes que la bala de aluminio de DebriSat: suficientemente grandes para amenazar a las naves espaciales tripuladas, para reabrir el debate sobre el Síndrome de Kessler, y para que los operadores de satélites los detecten, rastreen y eviten. Pero la gran cantidad de fragmentos más pequeños sigue siendo un problema en sí mismo.

La Red de Vigilancia Espacial de EE. UU., operada por el Pentágono, utiliza un radar para detectar todo lo que mide más de 10 centímetros y da vueltas alrededor de la Tierra, hasta las distancias geoestacionarias, una décima parte del camino a la Luna. Esto está mucho más lejos que las órbitas donde reside la mayoría de los satélites. Los radares Haystack y Millstone Hill del MIT pueden detectar fragmentos de más de cinco milímetros en estas órbitas terrestres bajas, y el radar Goldstone de la NASA en California (EE. UU.) es capaz de detectar cualquier cosa mayor de tres milímetros. Así que Haystack y Goldstone solo ofrecen una idea de cuántos fragmentos más pequeños hay allí arriba, pero no pueden rastrear sus órbitas. Y para los desechos de menos de tres milímetros de tamaño, los métodos de detección remota simplemente no existen.

La NASA aún no sabe con certeza de dónde provienen todos los microescombros que salpicaron el transbordador. En un informe de seguridad de ingeniería de 2015, la agencia descartó las colisiones orbitales y las destrucciones como fuente, aunque eso fue antes de los nuevos datos de la prueba DebriSat. En ese informe, la agencia concluyó que todas las naves espaciales en órbita deben estar sujetas a la erosión constante de escombros y meteoritos a escala milimétrica que continuamente impactan los satélites y desprenden fragmentos más pequeños de forma similar. El Síndrome de Kessler, al parecer, ha estado con nosotros durante décadas, solo que en una escala demasiado pequeña como para poder verlo.

Gracias a las megaconstelaciones de satélites de SpaceX, Amazon y OneWeb, en los próximos años aumentará la cantidad de satélites en órbita terrestre baja en un factor de 25. Con nuevos radares, buena coordinación y un poco de suerte, los futuros satélites podrían evitar los escombros más grandes de. Pero la cantidad de fragmentos demasiado pequeños para ser detectados solo va a aumentar. La única pregunta es si ocurrirá de repente, si hay más colisiones como los choques de 2007 y 2009, o gradualmente, a medida que los escombros existentes destruyen el creciente número de satélites.

Los satélites y las naves espaciales tendrán que volar a través de esta niebla orbital. La solución de NOAA para JPSS-1 fue reforzar el escudo alrededor del tanque de propulsores y simplemente esperar que su delicada carga científica tenga suerte en su misión. Pero esa estrategia no siempre es posible.

El experto en desechos espaciales de la Universidad de Southampton en Reino Unido Hugh Lewis, quien forma parte de un proyecto europeo multidisciplinario que trata de desarrollar nuevas técnicas de mitigación, como un escudo ligero impreso en 3D, diseñado específicamente para proteger contra los microescombros, alerta: “El escudo añade bastante masa y volumen. También es posible colocar componentes vulnerables o importantes más profundamente en la nave espacial y protegerlos con otros menos importantes. Pero cambiar la configuración de la nave espacial no es una opción barata ni fácil”.

Las agencias espaciales y los operadores de satélites también necesitan mejores modelos informáticos para las condiciones y colisiones en órbita. Liou afirma que los datos de DebriSat no empezarán a mejorar el modelo de destrucciones de la NASA hasta como mínimo dentro de dos años. La profesora asociada de ingeniería aeroespacial de la Universidad de Texas en Austin (EE. UU.) Moriba Jah sostiene que los experimentos como DebriSat resultan esenciales, pero también ingenuos: “No hay nada mejor que los datos reales que se obtienen tras destruir algo, [pero] nunca se podrá explotar lo suficiente como para obtener una muy buena comprensión estadística de cómo ocurre algo así”.

Mientras tanto, las mediciones de DebriSat continúan lentamente, dando trabajo a otro grupo de estudiantes. “Podríamos continuar otros cinco años más, o 10”, opina Rafael Carrasquilla. Fitz-Coy recuerda que la actual fecha límite de DebriSat es 2022, aunque ni siquiera tiene fondos para tanto tiempo.

Jah señala: “Llevan mucho tiempo contando piezas, pero necesitamos la información ya”. Los primeros datos ya han permitido hacer algo de ciencia. El ingeniero aeroespacial de la Universidad de Texas en El Paso (EE. UU.) Joshua Miller publicó un breve artículo en un diario de la NASA en diciembre de 2018 en el que analizaba las escamas y agujas de fibra de carbono identificadas por DebriSat. Descubrió que los desechos irregulares de fibra de carbono podían penetrar escudos similares a los que utiliza la Estación Espacial Internacional con mayor facilidad de lo que se había estimado en los modelos anteriores, que solo tuvieron en cuenta partículas esféricas.

Siempre con falta de presupuesto, DebriSat se enfrenta a un futuro incierto con tecnología ya anticuada. Su primera máquina de rayos X se estropeó hace tres años, y desde entonces no se han realizado radiografías de paneles de foam. Fitz-Coy espera que una máquina para escanear el equipaje en los aeropuertos reutilizada vuelva a encarrilar el trabajo. Y afirma: “La recibiremos aquí y veremos si funciona. Puede que sí o puede que no. Cruzaremos los dedos.”

Sea como fuera, el proyecto DebriSat ya ha demostrado ser demasiado importante para ser cancelado. Después de que se estropeara la máquina de rayos X, el equipo de Carrasquilla en un momento incluso cortó suavemente los paneles de foam enteros sin saber qué había dentro. Fitz-Coy concluye: “Necesitamos los datos y queremos sacarlos lo antes posible. Pero aquí todo lleva mucho tiempo. A pesar de nuestros mejores esfuerzos, es simplemente la naturaleza de esta tarea”.

Fuente: technologyreview.es