La enfermedad que hace que los órganos no paren de crecer

“Me dolía la mandíbula y los médicos me decían que era por los nervios; lo que estaba pasando es que me estaba creciendo un lado del mentón”. Así se le manifestó a Yesika Medina, entonces de 23 años, la acromegalia, una enfermedad rara de origen endocrino provocada, durante la edad adulta, por una alteración en la hipófisis, una glándula del tamaño de un garbanzo que produce la hormona del crecimiento. Un tumor benigno (adenoma) en la base de ese garbanzo suele ser el causante del descontrol en la hipófisis, el responsable de que la glándula genere de forma excesiva la hormona del crecimiento. Como es una dolencia que se produce en la edad adulta, los afectados ya no crecen a lo alto o a lo ancho, sino que la hormona del crecimiento apunta a otras partes del cuerpo, como los huesos y órganos internos como el corazón.

Mandíbulas prominentes, manos y pies agrandados, o rasgos faciales endurecidos son algunas de las características físicas que manifiesta un paciente acromegálico. “Pero no es gigantismo”, aclaran pacientes y especialistas. De hecho, según la doctora Eugenia Resmini, endocrinóloga del hospital Sant Pau de Barcelona y experta en acromegalia, “el aumento de la hormona del crecimiento en la adolescencia o niñez se llama gigantismo, pero la acromegalia se produce en la edad adulta”. “Según cuando aparece se llama de una manera o de otra porque los efectos son distintos. El acromegálico no puede crecer en altura, sino que le crecen otras partes del cuerpo, órganos, cara y se deforman, claro. Es una enfermedad que transforma a las personas”, agrega la especialista, que es investigadora también en el Centro de Investigación Biomédica en Red de Enfermedades Raras (CIBERER).

Pero más allá de la transformación física de los afectados, la acromegalia provoca un cambio sistémico en el organismo. “El crecer sin parar implica que el órgano cambia de morfología pero también de función. El corazón, por ejemplo, llega a ser más grande y se produce una hipertrofia cardíaca, o sea, que su funcionamiento disminuye”, explica Resmini. Los acromegálicos también sufren artropatías por el crecimiento de algunos huesos y el páncreas, por ejemplo, deja de funcionar correctamente, lo que puede degenerar en una diabetes. Las comorbilidades más graves, no obstante, son las dolencias cardiovasculares y el cáncer de colon.

Los tratamientos disponibles para tratar la acromegalia pasan por varias fases según la dificultad del caso. La extirpación del adenoma con neurocirugía es el primer paso pero hay algunos tumores difíciles de quitar completamente. “En ese caso hay que acompañar la cirugía con terapia médica, que son fármacos que controlan la enfermedad, pero es un tratamiento crónico”, apunta Resmini. En caso de que esta farmacoterapia no sea del todo efectiva, el paciente ha de someterse a sesiones de radioterapia, aunque esta genera efectos adversos porque, al quemar buena parte de la hipófisis, se dañan otras funciones de la glándula y los pacientes pueden desarrollar, por ejemplo, hipopituitarismo —la hipófisis produce una cantidad anormalmente reducida de algunas hormonas—.

“Entre el 20% y el 30% de los pacientes se curan con cirugía; el 50% necesita acompañarlo de terapia médica; y alrededor de un 10% o un 20% de los pacientes necesitan terapia médica, cirugía y radioterapia”, señala la endocrinóloga del Sant Pau. Yésika, que ahora tiene 40 años, tuvo suerte y seis meses después de la cirugía, sus valores hormonales estaban dentro de la normalidad. Otros casos, sin embargo, no han corrido con la misma fortuna. El adenoma de Gabriel Painelli, de 50 años, era “rebelde” y pese a la intervención, no consiguió controlar la enfermedad. En Argentina, donde fue tratado al principio, tampoco recibía el tratamiento “en tiempo y forma” y el adenoma reapareció. Tuvo que someterse a radioterapia y ahora mantiene a raya su acromegalia con la medicación, aunque la enfermedad le ha dejado algunos problemas osteomusculares de forma casi permanente. “El peligro de esta enfermedad es la lentitud que tiene porque crees que es normal lo que te pasa”, apunta Gabriel.

Las causas de esta dolencia todavía se desconocen. “Un 3% son causas genéticas por un gen mutado, pero el resto no se sabe”, admite Resmini. La prevalencia es de entre 40 y 70 casos por millón de habitantes y se suele diagnosticar en pacientes de entre 30 y 50 años, aunque el periplo hasta llegar a ponerle nombre a esos síntomas inespecíficos que suelen brotar puede retrasarse, de media, unos siete años. De hecho, los expertos reconocen que existe un infradiagnóstico de esta dolencia, entre otras cosas, por desconocimiento. “Los endocrinólogos somos pocos y otros especialistas no conocen la acromegalia, aunque a lo mejor vean las consecuencias de ella”, explica la doctora del Sant Pau.

Precisamente, para destapar la bolsa de pacientes no diagnosticados, la Asociación Española de Afectados por la Acromegalia ha lanzado una campaña para dar a conocer la enfermedad. Mira tus fotos, se llama la iniciativa. “Yo notaba que la gente me miraba raro. He sido siempre alta pero notaba que la gente percibía que mis rasgos se habían vuelto más bruscos”, recuerda Yesika. Según la campaña, comparar una foto actual con otra antigua puede dar pistas de los cambios físicos asociados a la acromegalia. De hecho, los médicos también les piden viejas fotos a los pacientes para comprobar la transformación.

Fuente: elpais.com