Sobre transgénicos y patentes: ¿Cómo es posible que alguien pueda patentar la vida?

Ya ha llegado el momento en que la ingeniería genética ha dejado de ser una hipótesis científica para convertirse en un problema ético, político y social. Un problema que será clave en las próximas décadas.

En pleno debate de los organismos genéticamente modificados, a veces olvidamos precisamente el impacto que estas tecnologías tienen en la sociedad. Hoy nos fijamos en la extraña relación entre los transgénicos y las patentes. ¿Cómo es posible que alguien pueda patentar la vida?

¿Se puede patentar un ser vivo?

141.972. Ese es el número de la primera patente de un ser vivo en Estados Unidos. La solicitó Louis Pasteur (para “una levadura libre de patógenos, como artículo de manufactura”) y la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos (USPTO) se la concedió en 1873.

Treinta años antes, la oficina finlandesa de patentes ya había concedido una también sobre levaduras. Pero tenemos que irnos cien años hacia delante para que todo esto dejara de ser un juego y pasara a perfilarse como lo que es, la herramienta más importante de la ciencia contemporánea.

En 1971, Ananda Chakrabarty trabajaba en el área de i+d de General Electric cuando se hizo una pregunta muy curiosa. En aquel momento, se conocían cuatro tipos de bacterias capaces de ‘metabolizar’ los componentes del petróleo. El problema es que ninguna podía zamparse todo el petróleo y si las usábamos a la vez, competían entre ellas y eso limitaba la capacidad de petróleo procesado.

Chakrabarty se percató de que la clave de la oleodegradación estaba en los plásmidos (una moléculas de ADN que no están en el cromosoma sino ‘nadando’ en el citoplasma) y se preguntó si había una forma de transferir los distintos plásmidos a una sola bacteria y mantenerlos estables ahí dentro. El resultado de su trabajo fue una nueva especie de Pseudomona (derivada de la putida descubierta en 1889) que disponía de los cuatro tipos de plásmidos capaces de degradar los componentes del crudo. Es decir, una bacteria que, ella sola, se comía el petróleo.

Los transgénicos o la genética como posibilidad

En 1972, la General Electric solicitó la patente de tres cosas: el método para conseguir la bacteria, el medio óptimo para su conservación y transporte y, ya que estaban, la bacteria en sí misma. La Oficina de Patentes decidió que, con la ley que regía en ese momento, se podían conceder las dos primeras patentes, pero no la tercera. Según su criterio, un microorganismo no podía ser otra cosa que un ‘producto de la naturaleza’ y, por tanto, impatentable por definición.

Aquí arrancó una batalla legal (Diamond vs Chakrabarty) cuyos efectos más importantes aún no se han hecho notar. Chakrabarty recurrió a la misma UPSTO y, en este caso, la administración reconoció que sí, que las bacterias eran producto de la actividad del científico indio pero que la ley no contemplaba aplicarse a seres vivos. Así que nada. Chakrabarty (con el apoyo de General Electric que ya intuía la importancia del debate) apelaron una y otra vez hasta que el caso llegó a las puertas del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América.

Tradicionalmente, la tarea del Supremo americano es determinar con la mayor precisión posible qué querían decir los legisladores cuando hicieron las leyes. Se dieron cuenta de que desde la Patent act de 1790 (elaborada por Thomas Jefferson), las leyes habían usado términos deliberadamente amplios y generales. Además, encontraron en las actas de la elaboración de la última ley (la del 52) en la que los representantes decían que querían que “todo bajo el sol que hubiese sido hecho por el hombre” fuera patentable. Aunque no hubiera sido hecho por un solo hombre.

Sólo quedaban fuera del ámbito de la ley americana, las leyes de la naturaleza, los fenómenos físicos y las ideas abstractas. Es decir, Chakrabarty obtuvo su bacteria. Años después, el Instituto Roslin intentó patentar su creación más preciada, Dolly, pero la justicia europea descartó esa posibilidad.

Monsanto o la clave está en las patentes

El debate que se despertó antes, durante y después de Diamond vs Chakrabarty fue muy intenso. Pero sobre todo, fue un entretenimiento. La tecnología no estaba a punto para conseguir animales y plantas útiles y susceptibles de producir un impacto social. Y no lo hubo hasta mediados de la década de los noventa, cuando junto con las semillas transgénicas nació Dolly. La ingeniería genética hacía un acto, real y genuino, de presencia.

Todos los movimientos sociales y políticos tienen sus path dependences; es decir, la posición de todos los movimientos depende, incluso más que de su coherencia lógica interna, de su historia y evolución social. Los transgénicos estaban llamados a ser problemáticos para los movimientos religiosos. De hecho, Greenpeace no se posicionó rotundamente contra los transgénicos hasta 1996. Es decir, 14 años después de Diamond vs Chakrabarty y 12 después de la primera planta modificada genéticamente.

¿Qué pasó a mediados de los 90 para que las organizaciones ecologistas pasaran a significarse contra los OGM? Fundamentalmente, que aparecieron semillas transgénicas resistentes a los pesticidas. Concretamente, Monsanto sacó sus semillas inmunes al glifosato. Y los pesticidas eran otro tema.

No es exagerado decir que los pesticidas fueron una de las palancas que intervinieron en el nacimiento del ecologismo social y político. La energía nuclear sirvió de hub a los verdes alemanes mientras que los pesticidas fueron uno de los temas clave del ecologismo anglosajón: como hemos contado otras veces, Rachel Carson y su Primavera Silenciosa fueron fundamentales en la prohibición de DDT, la creación de la Agencia Norteamericana de Medioambiente y la creación de Greenpeace.

Es decir, entre otras muchas cosas de las que hablaremos, todo esto es un problema de patentes. El sector agroalimentario era el lugar perfecto: un mercado inmenso, grandes multinacionales y un sistema de licencias, que como en el software o la biomedicina, pueden poner en riesgo la innovación que se supone que quieren proteger.

¡Fuera OGM! La genética como realidad

El avance de las técnicas genéticas hizo que Diamond vs Chakrabarty quedara obsoleto y los tribunales de Estados Unidos (que a efectos prácticos, por muy duro que suene, ejercen de tribunales de todos) tuvieron que volver a enfrentarse al problema. En 2014, EEUU también descartó la posibilidad de que Dolly fuera pantetable (“es una copia de la naturaleza”, dijeron). Pero el caso más importante, para pensar los límites de la patentabilidad de la vida, se falló un poco antes.

En 1990, Mary-Claire King y su equipo de la Universidad de Berkeley anuciaron que habían encontrado una conexión entre el riesgo de padecer cáncer de mama y un gen del cromosoma 17 (el BRCA1). Mark Skolnick y un pequeño grupo de investigadores de la Universidad de Utah (que luego formarían Myriad Genetics) tardaron cuatro años en secuenciar ese gen y tres años más en conseguir la patente.

Estas patentes fueron terriblemente controvertidas. Para hacernos una idea, a la patente europea presentaron objeciones los socialdemócratas suizos, Greenpeace Alemania, el Instituto Curie, la Sociedad Belga de Genética Humana, el ministerio de salud holandés, el de asuntos sociales austriaco y un hospital de París (Assistance publique). Las quejas tienen su efecto y en 2004 parte de las patentes europeas caen por problemas técnicos.

En Estados Unidos, tenemos que esperar hasta 2009 cuando tres organizaciones civiles (Public Patent Fundation, Breast Cancer Action y la ACLU) denunciaron a Myriad por las patentes del BRCA. Podían haber escogido otras patentes u otras empresas para denunciar (en EU, como sabemos por las patentes tecnológicas, se patenta todo lo que se puede) pero eligieron Myriad porque, pese a la potencia de su tecnología, dificultaba el acceso a ella de universidades y otros organismos.

El debate, tal y como se fijó desde el principio, estaba en si el ADN era patentable. Y el recorrido judicial fue más largo de lo habitual porque, durante la tramitación del caso Myriad, se falló Prometheus vs Mayo (un caso en el que se declaró que los fenómenos naturales no eran patentables) y eso hizo que se revisara el caso varias veces.

El Tribunal tardó 8 semanas en emitir su dictamen y fue muy corto. Tan sólo 18 páginas. Para muchos “la decisión […] es sorprendentemente breve, dadas las cuestiones jurídicas y científicas complejas que se han planteado; no aclara de ninguna manera coherente la diferencia necesaria para transformar el material natural en material sintético susceptible de protección mediante patente” explicaba Jeffrey Lewis, presidente de la American Intellectual Property Law Association. No obstante, dejó claro que los genes no se podían patentar si no se han creado. Dentro del caos jurídico, las cosas están bastante claras.

Una historia que se repite una y otra vez

Toda esta historia nos trae a hoy en día, con la Universidad de California y el MIT en una batalla judicial sin precedentes por quedarse con la patente de los 46 mil millones de dólares: CRISPR.

Pero curiosamente, como con el software libre, la mayor parte de la innovación biomédica está ocurriendo al margen de las patentes. El arroz dorado (el transgénico que motivó la carta de los nobel contra Greenpeace hace unas semanas) es precisamente un organismo sin patente.

El sistema moderno de patentes empezó a desarrollarse conceptualmente en el siglo XVII y los signos de agotamiento son cada vez más obvios. Por primera vez en la historia de la humanidad, tenemos la capacidad de cambiar el mundo desde la raíz. Y, como tantas otras cosas, nos estamos jugando algo clave a espaldas de la opinión pública.

Fuente: Javier Jiménez / xataka.com