Hay debates sobre determinadas decisiones prácticas capaces de soliviantar a cualquiera. Dormir junto a nuestro bebé o dejar que lo haga en su propio espacio, beber leche o no hacerlo, o nuestra posición sobre la existencia de un ser supremo son algunos de ellos. Otro espacio de emociones encontradas es el que se produce en torno a la agricultura ecológica y la industrial. En esta última, los agricultores aplican fertilizantes producidos por síntesis química para ayudar al crecimiento de la planta con nutrientes como el nitrógeno en el momento que lo necesita. También utilizan pesticidas artificiales para librar a los cultivos de enfermedades. La agricultura orgánica propone un sistema más tradicional, empleando los residuos de los propios cultivos como fertilizantes y utilizando sistemas de rotación en los que se emplean vegetales como las legumbres para recuperar la fertilidad del suelo que se desgasta con otros cultivos.
La agricultura orgánica reduce el uso de pesticidas casi por completo y el de fertilizantes a menos de la mitad, pero adolece de un problema fundamental: su menor rendimiento, con cosechas hasta un 34% inferiores a las de la agricultura convencional, la convierten en una alternativa poco viable en un mundo con una población creciente y un territorio para cultivar limitado. Además, este tipo de técnicas son especialmente inferiores cuando se trata de hacer crecer cereales como el trigo, que suponen una gran parte de la producción mundial de alimentos. Hasta ahora, el porcentaje mundial de tierras cultivadas con agricultura orgánica es del 1%.
Sin embargo, hay grupos de defensores de la agricultura orgánica que consideran positiva una transición hacia esta forma de conseguir alimentos para reducir el impacto ambiental. La pasada semana, un equipo internacional de investigadores liderado por Adrian Muller, del Instituto de Investigación sobre Agricultura Orgánica (FiBL) en Frick, Suiza, ha publicado en la revista Nature Communications un trabajo en el que proponen los cambios necesarios para que esta forma de cultivo produzca alimentos para la población mundial.
Su análisis indica que un uso generalizado de la agricultura orgánica requeriría cultivar más tierras silvestres para compensar la menor productividad. Esto tiene un impacto ambiental que los autores consideran compensado por varios beneficios, como un menor uso de pesticidas o un excedente de nitrógeno inferior. En la agricultura industrial, este elemento producido de forma artificial se aplica cuando las plantas lo necesitan, pero si no se usa con mesura, los excesos pueden acabar arrastrados a los ríos dañando a los seres vivos que los habitan y haciendo que el agua no sea potable. En la agricultura orgánica, se emplean recursos como los propios residuos de cultivos anteriores para mejorar la fertilidad del suelo a más largo plazo y, en principio, se reducen los riesgos de contaminación.
Pero para disfrutar de estas ventajas y alimentar a los más de 9.000 millones de personas que habitarán la Tierra en 2050 serán necesarios cambios culturales profundos que van mucho más allá de la práctica agraria. Uno de ellos es la reducción del consumo de carne. En total, la cantidad de proteínas que los humanos obtenemos de la carne de animales debería descender del 38% al 11%. Uno de los alimentos que ocuparían el lugar de la carne como fuente de proteínas serían las legumbres, que tendrían un beneficio añadido como cultivo. Estas plantas tienen la capacidad para fijar el nitrógeno en los suelos donde crecen y se han empleado durante siglos para recuperar la fertilidad que perdía el suelo cuando se plantaban en él otras plantas como los cereales.
Otra de las medidas necesarias para hacer viable la expansión de la agricultura orgánica sería reducir la cantidad de comida que desperdiciamos. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calcula que tiramos entre el 30 y el 40% de los alimentos que producimos. También se propone una mejora en la reutilización de recursos generados en las explotaciones agrarias, como los residuos de los cultivos o de la ganadería para usarlos como fertilizante.
Carlos Palomar, director general de Aepla, una asociación que representa a las empresas productoras de productos fitosanitarios en España, considera interesantes los planteamientos del artículo aunque ve difícil “cambiar el comportamiento de 10.000 millones de personas”. “Mientras se llega a ese punto, hay que seguir produciendo para alimentar a tanta gente, porque además, los chinos y los habitantes de otros grandes países van en la dirección contraria, hacia un mayor consumo de lácteos y carne y de menos arroz y vegetales”, añade.
Para no ocupar más terreno y mantener los niveles de producción reduciendo los niveles de contaminación, Palomar aboga por emplear los mejores recursos disponibles, sin crear barreras entre la agricultura orgánica o la convencional. Holanda, por ejemplo, ha demostrado que con un sistema basado en la ciencia y la tecnología más puntera se pueden lograr grandes niveles de producción con un impacto medioambiental limitado. Aquel país está entre los primeros exportadores de tomates o patatas gracias a su agricultura de precisión. Además, Palomar puntualiza que las técnicas de la agricultura orgánica no están exentas de riesgos dependiendo de cómo se apliquen. Permiten emplear sales de cobre como fungicida pese a su toxicidad o nitrógeno de origen natural a través del estiércol que también puede acabar contaminando un río o un acuífero.
Müller afirma que aunque este tipo de cambios solo se aplicasen de forma parcial tendrían beneficios y “ayudarían a lograr un futuro alimentario más sostenible”.
Fuente: elpais.com