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Las bombas nucleares de EU aún contaminan varias islas del Pacífico 60 años después

Aún no había pasado un año desde que las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki acabaron con la Segunda Guerra Mundial, cuando EE UU inició su programa de ensayos nucleares en las Islas Marshall, entonces bajo administración estadounidense. Entre 1946 y 1958, estallaron en este archipiélago en mitad del Pacífico 67 armas atómicas. 60 años después, un exhaustivo estudio independiente recuerda que los fondos marinos, suelos y hasta las frutas de atolones como Bikini o Enewetak acumulan partículas radiactivas muy por encima de los niveles permitidos y, localmente, en concentraciones superiores a los medidos en áreas afectadas por los desastres de Chernóbil o Fukushima.

«Hasta ahora no había habido investigaciones independientes de la contaminación radiactiva y sus consecuencias», dice la española Mónica Rouco, que era subdirectora del Proyecto K=1, el centro de estudios nucleares de la Universidad de Columbia (EE UU), cuando sus científicos realizaron una serie de misiones científicas a las Marshall entre 2015 y 2018. Hasta ahora, los únicos estudios llevados a cabo en la antigua colonia española sobre los efectos de tanto ensayo nuclear los habían hecho científicos y militares gubernamentales, en especial del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore. «El Gobierno de las islas no se fiaba mucho de sus datos», añade Rouco.

Los científicos del Proyecto K=1 pudieron analizar en sucesivas campañas los niveles de radiación gamma ambiental, cuyos primeros resultados publicaron en 2016, y más recientemente también la concentración de varios elementos radiactivos, como el plutonio-238, americio-241 o cesio-137 en muestras de suelos y fondos marinos y frutas recolectadas por todos los atolones e islas que soportaron las bombas o su lluvia radiactiva.

Las Marshall están integradas por una treintena de atolones y varias islas. Los ensayos nucleares de EE UU se concentraron en dos de ellos, los de Enewetak y Bikini, situados al norte. Muchas de las explosiones tuvieron lugar dentro de las lagunas pero hubo algunas sobre pequeñas islas que se vaporizaron. Aunque las 67 bombas apenas suponen el 6% del total de ensayos nucleares estadounidenses, liberaron más de la mitad de los megatones: 108,5 Mt de los 196 Mt. Un megatón equivale a la energía liberada por un millón de toneladas de trinitrotolueno o TNT.

Los autores del nuevo estudio, publicado también en PNAS, midieron la radiación gamma en una decena de islas de cuatro atolones, los ya mencionados y los de Rongelap y Utirik. En estos no hubo ensayos pero sí recibieron su lluvia radiactiva aún estando alejados hasta 600 kilómetros. También tomaron centenares de muestras de suelo para medir la concentración de cinco elementos radiactivos. Del fondo de la laguna de Bikini, donde los militares estadounidenses explosionaron Castle Bravo, su mayor bomba termonuclear, tomaron 129 cilindros de la capa de sedimentos.

«Nuestro estudio del cráter de Castle Bravo es la primera investigación sistemática con un número de muestras lo suficientemente grande como para obtener un mapa del alcance de la contaminación por diferentes radioisótopos», comenta en un correo la actual directora del Proyecto K=1, Ivana Nikolic-Hughes, coautora del estudio. En esta especie de zona cero, apenas hay rastro de plutonio-238 y cesio-137, pero sí hay una elevada actividad de otros tres elementos, el plutonio-239,240, el americio-241 y el bismuto-207, todos también radiactivos. La concentración multiplica por 10 o hasta por 100 la detectada en otras zonas de las Marshall.

En cuanto a la radiación gamma ambiental, las peor paradas son las islas Bikini, del atolón homónimo, y Naen, en Rongelap. En ambos casos decenas de mediciones alcanzan y superan los cinco milisieverts (unidad que mide la dosis de radiación absorbida por la materia viva). En comparación, la radiación natural que recibe un ser humano al año ronda los 2,4 mSv, según una guía del Consejo de Seguridad Nuclear.

Pero lo peor está en el suelo. Aunque apenas detectaron la presencia de plutonio-238, sí hallaron de otros cuatro isótopos radiactivos y en concentraciones muy altas. Baste un ejemplo: EE UU estableció cómo límite máximo de seguridad para uno de ellos, el americio-241, la cifra de 1.110 beckereles por kilogramo de materia, en este caso tierra (el beckerel es la unidad de actividad nuclear de un isótopo radiactivo). En la isla de Naen, llegaron a medir 3.090 Bq/kg. De otros elementos, como el cesio-137, en Bikini llegaron a medirse 7.140 Bq/kg. Aunque localizados, son números que superan, y de largo, los registrados en zonas cercanas a Chernóbil una década después del estallido del reactor número 2 o los medidos tras el maremoto que desmanteló la central de Fukushima.

«Para cada radioisótopo (Am-241, Cs-137, Pu-238, y Pu-239,240) buscábamos comparar los valores que obtuvimos con los estándares y/o concentraciones disponibles que se han medido en otras regiones del mundo afectadas por la radiación provocada por los humanos», explica Nikolic-Hughes. «En concreto, la comparación de las concentraciones de Pu-239,240 con los valores medidos en las regiones afectadas por los accidentes de Fukushima y Chernóbil apunta a que son significativamente mayores en algunas de las islas del norte de las Marshall», añade. Pero la directora del Proyecto K=1 aclara que para poder comparar habría que disponer de muchos más registros de las diversas fuentes y tipos de radiación de las áreas a cotejar.

En 2018, la investigación fue más allá en la búsqueda de otras fuentes de riesgo de radiación: se detuvieron en la posibilidad de que se colara en el cuerpo con alimentos contaminados. En estas islas, la parte vegetal de la dieta local está formada casi exclusivamente por cocos y pandanos, una fruta que recuerda a la piña. Los miembros del Proyecto K=1 recolectaron dos centenares de ambas frutas de once de las islas castigadas por las bombas o la lluvia radiactiva.

Aquí midieron la presencia solo de cesio-137. «Es extremadamente soluble, se combina rápidamente con la capa superficial del suelo y de ahí lo capturan las raíces de las plantas», recuerda Rouco. Tras el accidente de Fukushima, las autoridades japonesas establecieron un máximo de 600 Bq/kg para el cesio-137 en frutas. Algunos de los cocos y pandanos cosechados en Bikini superaron los 3.700 Bq/kg.

Fuente: elpais.com