La primera manifestación ecologista fue sepultada por mentiras oficiales
Fue, según muchos historiadores, la primera manifestación ecologista de la historia. Aquella mañana del 4 de febrero de 1888, miles de agricultores y mineros, acompañados de sus familias, tomaron las calles de Riotinto (Huelva) para reclamar la mejora de sus salarios, la reducción de sus jornadas de sol a sol y la prohibición de quemar el mineral al aire libre en las minas de cobre. El humo los estaba exterminando.
Quince años antes, el Gobierno de la I República había vendido el suelo de Riotinto a un consorcio formado por bancos alemanes y británicos. El paraje comenzó entonces a producir de manera brutal. Los mineros, incluidos niños menores de 10 años, sacaban pirita de las entrañas de la tierra y la calcinaban en enormes pirámides de leña, para extraer el cobre. Su ritmo de producción era mayor al de todas las minas chilenas juntas. Calcinaban más de 900 toneladas al día, generando nubes de gases sulfurosos que asfixiaban a los habitantes de la comarca, envenenaban al ganado y arruinaban las cosechas.
Aquel día de 1888, la primera manifestación ecologista de la historia se encontró con el Regimiento de Pavía, llegado a Riotinto para vigilar la huelga general de mineros, de inspiración anarquista. Sin mediar provocación, según la mayoría de los relatos de la época, los soldados abrieron fuego contra los manifestantes y cargaron bayoneta en mano. Hubo docenas de muertos: hombres, mujeres y niños. 1888 pasó a la historia como el año de los tiros. Pero el escándalo sirvió para que la calcinación al aire libre del mineral fuera prohibida días después con un Real Decreto.
Aquí entra en escena el historiador de la ciencia Ximo Guillem, de la Universidad de Valencia. Es un experto en la ignorancia. En la ignorancia construida de manera premeditada con datos científicos erróneos. El estudio de este desconocimiento fabricado artificialmente ha crecido tanto en los últimos años que ya tiene nombre: agnotología. Y Guillem cree que las minas de Riotinto fueron un laboratorio pionero para generar estas mentiras —hoy bautizadas posverdad— sobre el medio ambiente y la salud.
“En 1890, la Real Academia de Medicina concluyó que no había pruebas de un impacto negativo de los humos en la salud”, explica Guillem en su investigación, recién publicada en la revista Medical History de la Universidad de Cambridge. El 18 de diciembre de ese mismo año, apenas tres años después de la matanza, el Gobierno del conservador Antonio Cánovas del Castillo, amparado en los informes científicos, derogó el Real Decreto que había prohibido la calcinación del mineral al aire libre. Los humos tóxicos volvieron a invadir la comarca onubense.
Los detalles sobre el indulto a la contaminación de las minas de cobre son rocambolescos. Una comitiva de la Real Academia de Medicina viajó a las minas con el fin de elaborar un informe para el Gobierno. El viaje lo pagó la propia Rio Tinto Company Limited, la sociedad constituida en Londres por bancos y millonarios para comprar el suelo de Huelva. En Riotinto, los académicos aceptaron una invitación para beber champán, pero rechazaron visitar el Hospital Provincial para comprobar con sus ojos la toxicidad de los gases mineros. Se limitaron a entrevistar a trabajadores seleccionados por la propia empresa.
Para Guillem, hay un momento clave. En 1888, la familia Rothschild —un influyente linaje de banqueros alemanes— entró en el accionariado de la Rio Tinto Company Limited. Los Rothschild habían desembarcado en 1835 en España para comerciar con el mercurio de las minas de Almadén (Ciudad Real). Durante las décadas siguientes, con el monopolio mundial del metal pesado, la familia tejió un poderoso sistema de tráfico de influencias. “Tras los sucesos de 1888 en Riotinto, hubo una voluntad de declarar que los humos no eran tan nocivos para la salud. Y creo que la llegada de los Rothschild fue decisiva para ello”, afirma Guillem.
El historiador se ha sumergido en los documentos de la época custodiados en la Real Academia de Medicina y en el Archivo Histórico de la Fundación Río Tinto. Muchos de ellos chirrían. Guillem recuerda el caso del académico Ángel Pulido, que proclamó la inocuidad de los gases y subrayó que los mineros parecían felices y fuertes.
El conocimiento científico de 1888, no obstante, decía otra cosa. La Liga Antihumista, promovida por terratenientes de Huelva, escribió a la reina regente, María Cristina de Habsburgo-Lorena, para criticar la utilización en Riotinto del “procedimiento metalúrgico más primitivo, ya desechado por la ciencia, que reconoce otros mejores, y prohibido en el mundo civilizado por leyes especiales que lo declaran nocivo a todo los organismos”.
Los informes firmados por los académicos Ángel Pulido y Ángel Fernández Caro, sin embargo, mencionaban incluso posibles efectos beneficiosos de los gases sulfurosos contra el cólera. Los expertos invitados por la Rio Tinto Company Limited ignoraron conocidos trabajos científicos previos, como los del ingeniero francés Frédéric Le Play, que en 1848 había publicado una monografía sobre los graves efectos de la contaminación metalúrgica en los trabajadores de las minas de cobre del valle de Swansea, en Reino Unido. El informe de los académicos también pasó por alto los datos demográficos, que mostraban menos nacimientos y más muertes a medida que aumentaba la actividad minera en Riotinto.
“La construcción de la ignorancia sobre el impacto en la salud de los humos de Riotinto conecta con otros casos más recientes, como la negación del cambio climático o del vínculo entre el tabaco y el cáncer de pulmón”, sostiene Guillem. Son dos ejemplos muy actuales. El presidente de EE UU, Donald Trump, ha llegado a asegurar que el calentamiento global es un invento de los chinos para perjudicar a la industria estadounidense. Su vicepresidente, Mike Pence, escribió que “a pesar de la histeria de la clase política y los medios, fumar no mata”. La fabricación de la ignorancia no ha parado desde Riotinto.
Fuente: elpais.com