El día que la mano invisible del capitalismo dejó de funcionar

Los temas estratégicos como la desigualdad y la lucha contra el cambio climático no pueden depender de la autorregulación del mercado. Ha llegado la hora de replantear el papel de los gobiernos

A pesar de los sanos ingresos de las empresas, una tasa de empleo que se ha recuperado lentamente desde la crisis financiera de 2008 y el aluvión de distracciones tecnológicas de Silicon Valley (EU), mucha gente siente que la economía está fallando de manera grave. El lento crecimiento de la productividad está limitando las oportunidades financieras. La gran desigualdad en los ingresos tanto en Estados Unidos como en Europa están provocando un clamor popular y la frustración de quedarse rezagados. El enfado contra la política es cada vez mayor, y a pesar de lo obvio que es, los economistas y otros actores políticos se muestran confundidos a la hora de explicar las causas y, lo que es peor, las soluciones para este problema.

Esta es la tesis de la que parte el libro Rethinking Capitalism (Replanteando el capitalismo), una serie de ensayos de autores que incluyen al premio Nobel de economía en 2001, Joseph Stiglitz, y la profesora de economía de la Universidad de Sussex (Reino Unido) Mariana Mazzucato, cuya voz cada vez se oye más en la política británica. El libro intenta proporcionar, como explica su introducción, “un entendimiento mucho más profundo de cómo funciona el capitalismo moderno, y las claves sobre por qué no funciona”. Juntos, los ensayos proporcionan un convincente argumento de que necesitamos de una planificación más coherente y deliberada para abordar nuestros problemas económicos, especialmente a la hora de encontrar maneras más eficaces de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. 

Publicaciones estudiadas:

° Rethinking Capitalism: Economics and Policy for Sustainable and Inclusive Growth. Editado por Michael Jacobs y Mariana Mazzucato Wiley-Blackwell, 2016

° Green Industrial Policy. Dani Rodrik, Oxford Review of Economic Policy. Vol. 30, No. 3, 2014

° ‘Green’ Growth and the New Industrial Revolution. Alex Bowen, Chris Duffy, y Sam Fankhauser, Grantham Research Institute. Enero, 2016

° American Recovery and Reinvestment Act. Febrero, 2009

Mazzucato, que también coeditó el libro y escribió una introducción junto a Michael Jacobs, quiere contrarrestar la idea de que los mercados libres inevitablemente generan buenos resultados y que siempre son mejores. En resumen, intenta desmontar la fe en que “la ‘mano invisible’ del mercado sabe mejor”. De hecho, sostiene que deberíamos reconocer que los mercados se crean y forman por las políticas gubernamentales, incluido el apoyo gubernamental a la innovación.

Esa afirmación no es demasiado polémica, pero amplía el argumento de una manera que sí resulta controvertida. Los gobiernos, a los que denomina como “la fuerza impulsora subyacente del crecimiento y desarrollo económicos”, no solo tienen la obligación de facilitar la innovación, también deberían fijar su rumbo. La trayectoria de la innovación ha de ser guiada por políticas dirigidas a resolver problemas específicos, tanto si el objetivo consiste en aumentar la productividad como en impulsar una transición de energías verdes. Mazzucato escribe que la innovación necesita tanto “investigaciones públicas bien financiadas como fuertes políticas industriales”.

Las políticas industriales, a las que denomina como políticas públicas orientadas a misiones específicas, tienen una larga y dividida historia. Los economistas definen la política industrial de una manera muy específica: sucede cuando los gobiernos deciden jugar un papel estratégico en dirigir la innovación y el crecimiento para lograr un objetivo deseado. Mazzucato pide que se reaviven tales políticas, lo que va en contra de la idea dominante durante décadas entre muchos políticos, especialmente en Estados Unidos y Reino Unido. En estos países se ha considerado que es mejor que el gobierno no intente jugar un papel en dirigir la innovación. En su opinión, los gobiernos no deben limitarse a “nivelar el campo de juego, como permitiría la perspectiva ortodoxa”. Más bien, “pueden ayudar a inclinar la balanza a favor del cumplimiento de objetivos escogidos públicamente”.

Para ello, Mazzucato afirmó en una reciente entrevista que “todo el marco ha de cambiar”. La creencia de que el gobierno sólo debe intervenir para “arreglar” el mercado en circunstancias extremas, en lugar de actuar como un socio en crear y dar forma a los mercados, significa que aplicamos constantemente “tiritas” a los problemas y “nada cambia”. El carácter instrínseco del lento crecimiento y la creciente desigualdad actual se remonta directamente, dice, al hecho de que los gobiernos en Estados Unidos y Europa cada vez han rehuido más sus responsabilidades. La autora critica: “Debemos reconocer que las políticas dirigen la innovación y el crecimiento, y por tanto la pregunta es, ¿hacia dónde queremos dirigirlos?”.

Una de las afirmaciones más controvertidas de Mazzucato es que al sector privado se le atribuyen demasiados méritos y demasiada riqueza por las tecnologías más populares de hoy en día. El iPhone, sostiene, dependió de avances, incluidos la pantalla táctil, Siri, GPS e internet, que fueron desarrollados por investigaciones financiadas por el Gobierno estadounidense. Quizás. A veces lleva este argumento demasiado lejos. Consideremos, por ejemplo, su afirmación de que la nanotecnología fue financiada inicialmente por iniciativas gubernamentales y que el sector privado se abalanzó sobre ellas después. De hecho, los primeros inventos clave los realizó IBM en su laboratorio en Zúrich (Suiza). Gracias a ellos, los investigadores consiguieron fotografiar y manipular átomos individuales por primera vez. 

Sea como sea, el argumento de Mazzucato ha resonado entre muchos de los actores políticos. Después de que Theresa May asumiera este verano el puesto de primera ministra británica, Mazzucato fue convocada a Downing Street. Los cambios flotaban claramente en el aire. Varias semanas antes, May había anunciado un nuevo Departamento para Negocios, Energía y Estrategia Industrial. Más de 30 años después de que Margaret Thatcher matara las políticas industriales del país, otra primera ministra conservadora insinuaba su reavivamiento. Aunque aún es pronto para conocer el resultado a Mazzucato le “parece superficialmente alentador”.

Elefantes blancos voladores

El debate sobre las políticas industriales se desarrolló en Estados Unidos y Reino Unido a principios de la década de 1980 mientras el presidente Reagan y la primera ministra Thatcher predicaban el poder de los mercados libres y los peligros de la intromisión gubernamental. Y durante las siguientes décadas, la retórica de mercado libre fue claramente dominante, al mantener la sabiduría popular que el intervencionismo implica que el gobierno puede elegir quién gana y quién pierde.

Incluso los defensores de las políticas industriales reconocen que han tenido una historia accidentada. En Green Industrial Policy, el economista de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard (EU) Dani Rodrik sostiene que la estrategia es necesaria para conseguir los amplios cambios requeridos para ralentizar el cambio climático. Pero señala que ejecutar las políticas industriales de forma justa siempre ha representado un reto. Aunque “han funcionado sin duda” en Japón, Corea del Sur, China y otros países, Rodrik escribe que tienen una reputación de ser amañadas en muchos países tanto por parte de los negocios como de los líderes políticos. Y las políticas industriales para apoyar sectores deseables han dado paso a elefantes blancos como el Concorde, un avión dirigido a reforzar la industria aeroespacial en Reino Unido y Francia. 

A causa de esta historia, escribe, “los economistas tradicionalmente muestran escepticismo, o incluso una hostilidad, hacia las políticas industriales”. Pero a pesar lo complicado que resulta que funcionen, defiende que las políticas industriales “juegan un papel indispensable para colocar la economía global en un camino hacia el crecimiento verde”. En su opinión, esto se debe a que los mercados no han logrado dar cuenta del coste social de las emisiones de dióxido de carbono y los beneficios tecnológicos reales de arriesgadas labores de I+D energéticas.

Rodrik dijo en una entrevista que mientras que “desafortunadamente” nos hemos quedado con la etiqueta de “política industrial”, el concepto actual es muy distinto al que se concibió décadas atrás. En lugar de centrarse en un sector específico, como el aeroespacial o la fabricación de acero, al que dar un gran apoyo mediante inversiones e incentivos fiscales, el nuevo pensamiento propone trabajar a través de múltiples sectores distintos para lograr un objetivo deseado como abordar el cambio climático con el uso de herramientas como la tarificación del carbono. “En realidad simplemente se trata de impulsar los mercados en una dirección que no habrían adoptado de otra manera”, explica. “La idea consiste en lograr que el gobierno trabaje estrechamente con los negocios para lograr un crecimiento más rápido y apropiado”. 

“Los mercados se crean y forman por las políticas gubernamentales, incluido el apoyo gubernamental a la innovación”.

Según Rodrik, los gobiernos llevan haciéndolo desde siempre, incluso cuando las políticas industriales dejaron de estar de moda durante la década de 1980. Sin embargo, una consecuencia de intentar “volar por debajo del radar” es que los gobiernos a menudo no son explícitos a la hora de expresar sus objetivos. El autor defiende: “Si el objetivo es generar nuevas tecnologías de energías limpias, digámoslo”. En su opinión, “ser más conscientes y abiertos proporciona una gran ventaja a la hora de diseñar mejores políticas”. Y tales diseños deberían incluir unas reglas y procedimientos bien definidos para aislar la toma de decisiones de los caprichos e intereses políticos.

Tomemos, por ejemplo, el fracaso de la empresa solar Solyndra. A menudo se señala como ejemplo de lo que sucede cuando el gobierno escoge los ganadores. Pero, Rodrik explica que Solyndra fracasó en gran parte porque las tecnologías rivales se abarataron mucho. Este resultado no implica que la culpa sea de las políticas industriales. El problema real, según Rodrik, fue el programa de garantías de préstamo del Departamento de Energía de Estados Unidos que respaldó la empresa solar. Dicho programa tenía un conjunto mixto de objetivos, desde la generación de empleo hasta competir con China y ayudar a financiar nuevas tecnologías energéticas. Es más, no definió correctamente los procedimientos para evaluar el progreso de los receptores de préstamos en potencia ni para terminar el apoyo a esas empresas cuando correspondiese. El autor explica que en lugar de eso, en ausencia de tales reglas, se prestó dinero a Solyndra por motivos políticos. El presidente Obama y su administración utilizaron la empresa como una manera altamente mediática de lucir sus iniciativas de energías verdes. Habiendo destacado y alabado a la empresa solar, la administración después era reacio a poner fin a su compromiso.

Clientelismo político

Los ocho años del presidente Obama en el cargo serán juzgados en parte por el proyecto de ley de unos 717.000 millones de euros en estímulos aprobado en 2009 que incluyó casi 55.000 millones de euros para proyectos e investigaciones energéticos. De algunas maneras sus resultados, tanto positivos como negativos, presentan una valiosa lección sobre lo difícil que resulta poner en práctica la teoría económica sobre las políticas industriales.

El proyecto de ley tenía buenas intenciones y el instinto de emplear fondos gubernamentales para un objetivo social específico, apoyando así el desarrollo de energías verdes, fue encomiable. La inversión en energía se necesitaba desesperadamente. Pero desde el principio, el gasto energético resultó problemático porque se intentaban cumplir muchos objetivos: proporcionar un impulso monetario, generar empleo y sembrar el principio de unas infraestructuras de energías verdes. Como advirtió un economista líder en estas páginas, “se parece mucho al clientelismo político”.

El problema era que esos objetivos a menudo chocaban entre sí. Estimular la economía implicaba gastar dinero lo más rápidamente posible, mientras que invertir sabiamente en proyectos energéticos requería decisiones deliberadas y una rigurosa diligencia, dos cosas que requieren tiempo. Además, las inversiones se realizaron para ayudar a regiones económicamente desfavorecidas independientemente de que fueran las mejores para construir un sector energético. Se realizaron inversiones gubernamentales en varias grandes instalaciones de fabricación de baterías en Michigan (EU), cada una de las cuales implicaba la promesa de impulsar la economía local, aunque todavía no existía ni remotamente suficiente demanda para las baterías. Entre los resultados de las inversiones de estímulo figuran la bancarrota de Solyndra y otras start-ups solares y de baterías.

Las inversiones energéticas de estímulo fueron “algo desastrosas”, afirma el profesor de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard (EEUU) Josh Lerner. En su opinión, “gran parte del problema residió en las maneras en las que fueron implementadas. Violaron todas las reglas de cómo se deben hacer estas cosas”. El Gobierno no solo apostó demasiado fuerte en unas pocas empresas (que fueron las “ganadoras”), además lo hizo sin reglas ni criterios claros. Para Lerner, “la selección de las empresas de baterías y solares fue extremadamente opaca. Parecía reducirse en gran parte a si tenían a un antiguo secretario de energía que las defendiera”.

Aun así, Lerner no se muestra contrario a las intervenciones gubernamentales para apoyar la innovación de las energías verdes. “Se puede argumentar que la necesidad es mayor que nunca. Un programa bien diseñado tendría mucho sentido llegados a este punto”. Pero, añade: “La experiencia nos dice que se producen más equivocaciones que aciertos” con tales intervenciones gubernamentales. Y sugiere que los programas a menudo fracasan porque sus creadores no están lo suficientemente familiarizados con la tecnología en cuestión ni con su negocio. “Las decisiones pueden parecer plausibles, pero resultan improductivas. El diablo está en los detalles”, apostilla.

Incluso algunos de los mayores éxitos de estas inversiones ahora parecen ser menos eficaces de lo que se esperaba inicialmente. El físico premio Nobel Steven Chu fue nombrado secretario del Departamento de Energía a principios de 2009 e implementó gran parte de los esfuerzos más ambiciosos del proyecto de ley para impulsar la I+D energética. Chu financió grandes aumentos de las investigaciones energéticas, y creó una serie de centros e iniciativas bien planteadas. Entre ellos se incluye el Centro Conjunto para la Fotosíntesis Artificial y ARPA-E, un programa para apoyar tecnologías energéticas de fase temprana. Pero en años siguientes, las reducciones de presupuesto y las presiones políticas causaron estragos en estos proyectos, que necesitaban paciencia y una financiación continua. Como resultado, estas ambiciosas iniciativas de investigación y tecnología ahora son una sombra de sus seres anteriores de perfil alto.

El resultado le hace a uno preguntarse exactamente cómo tales iniciativas políticas, que incluyen inversiones en proyectos de investigación e ingeniería que requieren años para dar fruto, llegarán algún día a sobrevivir ante los cambiantes ánimos políticos y liderazgo gubernamental. Crear una rigurosa política industrial para fomentar tecnologías verdes sin duda representa un objetivo digno. Los economistas y las lecciones aprendidas mediante esfuerzos como el proyecto de ley de estímulos pueden enseñarnos a diseñar tales políticas para que sean robustas y eficaces.

Pero, ¿acaso las sabias políticas industriales no necesitarán a unos sabios políticos?

Fuente: technologyreview.es / David Rotman