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Zorros convertidos en perros

El animal corrió hacía mí agitando su cola curvada y dirigiéndome una mirada rebosante de alegría. Saltó a mis brazos y me lamió el rostro, como un perro. Pero no se trataba de un perro, sino de un zorro, aunque se asemejaba y se comportaba como el mejor amigo del hombre. Este ejemplar y sus parientes cercanos son el fruto de 58 generaciones de cría selectiva, practicada con la pretensión de revelar los secretos de la domesticación y, en concreto, del modo en que el lobo se transformó en perro por mediación humana.

Tengo 83 años. Cuando dirijo la vista atrás y rememoro el experimento al que he dedicado sesenta años de mi vida, a veces mis divagaciones me llevan hasta el clásico relato de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, en el momento en que el zorro hace la siguiente advertencia al protagonista: «Eres responsable para siempre de lo que has domesticado».

He sido la responsable de esos zorros desde poco después de mi primera charla con quien fuera mi tutor y amigo, Dmitri Belyaev, en 1958. Por entonces estaba finalizando mis estudios en la Universidad Estatal de Moscú, cuando supe que Belyaev la abandonaba para incorporarse al recién fundado Instituto de Citología y Genética, en Novosibirsk, y que andaba buscando estudiantes para que participaran en un experimento de domesticación que estaba a punto de emprender.

Me sorprendió que en nuestro primer encuentro me tratara, a mí, una simple estudiante, como una colega más. Me explicó el objetivo básico de la investigación, no otro que el estudio del proceso de domesticación en condiciones aceleradas: «Pretendo hacer de un zorro un perro», me explicó. En cada generación seleccionaríamos los raposos que mostraran la mejor predisposición al contacto con las personas. Si todo seguía el curso previsto, la domesticación, quizá de modo similar a la transformación que convirtió al lobo en perro, se desplegaría ante nuestros ojos.

Cuando abandoné aquel despacho, ya había tomado una decisión, lo que significaba mudarme a Novosibirsk, la mayor ciudad de Siberia. Me entusiasmó tanto la idea de formar parte de la primera generación de investigadores de la flamante ciudad de las ciencias de Akademgorodok, donde se hallaba el joven instituto, como la perspectiva de poder trabajar con aquel hombre, de quien tuve el presentimiento que era un visionario. Poco después, acompañada de mi esposo y mi pequeña hija, tomaba el ferrocarril que unía la capital con mi nuevo remoto destino.

La hipótesis de Belyaev sobre el proceso de domesticación animal resultaba radical a la par que simple. Había llegado a la conclusión de que la característica distintiva de todo animal domesticado era la docilidad. Por consiguiente, desde la perspectiva evolutiva, la domesticación fue iniciada por nuestros ancestros al favorecer a los ejemplares menos temerosos y agresivos. La mansedumbre fue la clave para hibridar unos individuos con otros en busca de los demás caracteres deseados. Nuestros perros, vacas, caballos, cabras, ovejas, cerdos y gatos tenían que ser dóciles, tanto si se pretendía destinarlos a labores de guarda, a obtener de ellos leche o carne, servir de compañía, o cualesquier otro bien o cualidad.

Fuente: investigacionyciencia.es