La compleja y fascinante historia de cómo las ballenas pasaron de andar a nadar

Las ballenas son los animales más grandes que existen. De hecho, la ballena azul (Balaenoptera musculus) es el mayor animal que jamás ha existido en la historia superando a cualquier gigante que conozcamos hasta el momento, incluyendo a los enormes dinosaurios. Sin embargo, entender su sorprendente evolución ha sido uno de los mayores desafíos científicos de los últimos siglos. Tras la extinción de los dinosaurios, el hecho de que aparecieran repentinamente unos enormes mamíferos acuáticos, perfectamente adaptados a la vida en los océanos, no tenía ningún sentido y durante mucho tiempo los biólogos trabajaron escudriñando el registro fósil disponible en busca de respuestas.

A mediados del siglo XIX, los paleontólogos y zoólogos se encontraban desbordados por la aparición de una inmensa cantidad de huesos y fósiles pertenecientes a cientos de especies desconocidas que no siempre eran capaces de identificar. Algunos naturalistas, como Richard Harlan, pensaban que estos desconcertantes restos pertenecían a enormes lagartos marinos y los bautizó como “Basilosaurus”, que significa “el rey de los lagartos”. Fue Richard Owen, reputado anatomista y buen amigo de Darwin, el primero en afirmar que aquellas criaturas eran mamíferos y que probablemente estuvieran emparentadas con nuestras actuales ballenas. En aquel tiempo no se pudo hacer o saber mucho más y tuvimos que esperar algo más de un siglo hasta que, en la década de 1970, se descubrió un cráneo que ayudó a centrar la atención de los paleontólogos. Se denominó “Pakicetus” y parecía pertenecer a un pequeño mamífero, similar a un perro o a un lobo, que se remontaba al Eoceno temprano, hace alrededor de 55 millones de años.

Con el paso del tiempo se fue descubriendo más y más material fósil de este Pakicetus hasta que en 2001 se publicó un detallado estudio que incluía algunas conclusiones muy interesantes. Junto con las características convencionales de un mamífero cuadrúpedo también convivían algunos rasgos anfibios sorprendentes. El análisis de sus dientes y su desgaste mostraban que su alimentación se basaba fundamentalmente en pescado. Sus ojos estaban situados en la parte superior del cráneo, algo muy habitual en la mayoría de animales que tienen una vida anfibia, como por ejemplo los cocodrilos. Otro estudio detallado de su osteología reveló que sus huesos eran osteoescleróticos, es decir presentaban una densidad mucho más alta de lo que correspondería a un animal totalmente terrestre. Tener un esqueleto más macizo, sobre todo en sus extremidades, les servía para hundirse más fácilmente así como para mantener el equilibrio bajo el agua con mayor facilidad. Otro dato importante se encontró en la estructura de la bulla auditiva, que está formada exclusivamente a partir del hueso ectotimpánico, una característica definitoria de los cetáceos que no se halla en ningún otro mamífero.

Sin embargo, la historia de las ballenas no es tan fácil de resumir. La evolución y el registro fósil no representan una línea recta perfecta de un solo mamífero terrestre que se adapta a la vida acuática. Diferentes especies de “ballenas primitivas” se superpusieron en el tiempo y el espacio, representando numerosas especies que proliferaron alrededor de las orillas antes de sentirse completamente a gusto en el mar.

Hace solo unos días, la paleontóloga Riley Black publicaba en el magazine del Smithsonian, un completo artículo repasando algunos de estos primos lejanos de nuestras actuales ballenas fijándose en el reciente caso del Georgiacetus, o ballena de Georgia, en los antiguos mares que hoy se corresponderían con el sur de Estados Unidos. La ballena de Georgia seguía siendo anfibia y conservaba las extremidades traseras funcionales que le permitían andar por tierra. En este aspecto se asemeja a otras ballenas tempranas descubiertas en el norte de África o Asia, pero el hecho de que llegara a estas costas americanas nos indica que las protoballenas ya eran capaces de atravesar océanos, incluso antes de estar completamente adaptadas a la vida en el mar.

Mucho antes de que aparecieran sus espiráculos para respirar o de la adaptación de desarrollar grandes cantidades de grasa, esta miríada de especies anfibias ya se sentían cómodas en los mares y lograban desplazarse más y más lejos, conectando rápidamente su estilo de vida acuático con su anatomía. Por supuesto, aún quedan muchos interrogantes por desvelar y, teniendo en cuenta los descubrimientos y estudios realizados en los últimos treinta años, tampoco sabemos dónde aparecerá el próximo gran hallazgo.

Fuente: Agencias