Alma Maldonado Maldonado
Departamento de Investigaciones Educativas
La contratación y la competencia por atraer académicos talentosos, sin importar su lugar de origen, ha sido parte de las cualidades de las universidades en el mundo. Hoy en día no se entiende a estas instituciones sin la movilidad académica de sus profesores y estudiantes.
Desde el origen de las universidades, que son inclusive más antiguas que los Estados nacionales, la movilidad y la migración fueron parte importante de su constitución y de su trabajo.
También resultaría muy complicado afirmar que en la producción de ideas y saberes –y en el tipo de preguntas que uno se hace como científico– no importa el contexto o el origen de la persona. La producción del conocimiento no es neutra. La diversidad cultural, religiosa, política, étnica o sexual puede ser crucial en el desarrollo de ideas científicas y en la manera de resolver los problemas que se plantean. En algunos países esas son las razones para promover la participación de más grupos minoritarios de la población (sobre todo en naciones multiétnicas o plurilingües) en el ámbito académico. Conjuntamente, la producción del conocimiento requiere de un ambiente intelectual estimulante y plural, lo que ha llevado a muchos científicos a buscar otros espacios para desarrollar su trabajo. No se puede olvidar que en este contexto, la defensa de la libertad de cátedra ha sido central para que las universidades desarrollen nuevas ideas. Históricamente, a los regímenes totalitarios y a las dictaduras les resultan incómodas las universidades y los centros de investigación por el papel que desempeñan en la sociedad.
Como sucede con el fenómeno de la migración mundial, las razones que llevan a la gente a desplazarse de un lugar a otro son muy diversas. Normalmente la gente se traslada en búsqueda de mejores oportunidades económicas, sociales, educativas o de mayor seguridad o libertad. Por consiguiente, la mayoría de los flujos migratorios se dan de lugares con más carencias económicas hacia lugares con mejores oportunidades, infraestructura y recursos materiales. La migración de países en desarrollo a países desarrollados es una constante, y lo mismo ocurre con la migración académica. Muchos investigadores y profesores se ven en la necesidad de buscar mejores condiciones de vida, laborales, familiares o de otra índole en otros sitios y no son pocos los científicos que encuentran esas condiciones en las naciones a los que van a obtener algún grado académico (como Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Canadá o Francia, entre otros); a dicho fenómeno se le denomina “fuga de cerebros” (para enfatizar las asimetrías en la movilidad de países en desarrollo a desarrollados) o más recientemente se le llama también “circulación de cerebros” (para restar importancia a las asimetrías y referirse mejor a las contribuciones que se logran gracias a dicha movilidad académica).
Independientemente de cómo se defina al fenómeno de la migración académica, lo cierto es que se trata de un tema que algunos países consideran crucial para su desarrollo y en particular en el ámbito de la producción de conocimientos. No son pocas las naciones que han decidido cambiar sus leyes de migración para encontrar la manera de atraer más talentos. Por ejemplo, Estados Unidos (antes de la llegada de Trump) con la ampliación del periodo de prácticas profesionales a estudiantes que provienen de las disciplinas relacionadas con las ciencias, tecnología, ingenierías y matemáticas (las llamadas STEAM fields), o Canadá y Australia, en donde un migrante joven y con un posgrado resulta más atractivo para su sistema de migración que alguien que no posee tales características.
Cuando Bill Gates fue al Congreso estadounidense a hablar de la necesidad de cambiar las leyes migratorias para facilitar que los extranjeros que estudiaron en sus universidades en las áreas conocidas como STEAM tuvieran la oportunidad de quedarse a vivir en Estados Unidos si así lo quisieran, incitó al Congreso a flexibilizar las leyes para combatir lo que denominó aviesamente como “fuga de cerebros”. Desde luego que no se preguntó cómo llegaron esos estudiantes indios o chinos a su país o en dónde obtuvieron su educación y quién la pagó, sino que se refirió a que estaban educando al más alto nivel a hombres y mujeres que por razones legales en lugar de quedarse a contribuir al desarrollo de esa nación, se tenían que ir a sus países de origen o a otros lugares. En este sentido, no hay duda que la competencia por esta migración calificada es un terreno en disputa en los países más ricos y que sería un error no considerar el peso que esto tiene en los debates sobre la movilidad académica en la actualidad.
Como se dijo, la migración académica existe desde que nacen las universidades medievales europeas, pero también ha sido potenciada por tragedias humanas, notoriamente guerras, golpes de estado, genocidios, entre otras situaciones críticas (que incluyen desastres naturales). La consolidación del régimen nazi acrecentó la migración de judíos en el mundo, ilustrada con el caso de Albert Einstein en Estados Unidos, pero más allá de él, se ha estimado que al menos 30 por ciento de las patentes estadounidenses en campos como la química o la física se deberían atribuir a los migrantes judíos provenientes de Alemania durante todo ese periodo. En el caso mexicano, la ciencia y la cultura se beneficiaron también de diversos exilios, primero el español, que llevó, por ejemplo, al nacimiento de El Colegio de México. Y posteriormente, el país se benefició con la incorporación de exiliados argentinos, chilenos, uruguayos, entre otros, quienes constituyeron un gran impulso para diversos campos científicos en instituciones como: Cinvestav, UNAM, Flacso, entre otras.
Si bien el exilio es uno de los episodios de la migración académica, otros tienen que ver con procesos sociales en otra escala como lo es el fenómeno de la globalización. El uso de las tecnologías, la aparente reducción de las distancias geográficas y la producción económica global contribuyen a incrementar la cooperación académica en el mundo. En la actualidad son numerosos los descubrimientos de trascendencia que han sido posibles gracias a la colaboración internacional.
Por citar algunos: los hallazgos sobre el bosón de Higgs (realizados por la Organización Europea para la Investigación Nuclear, donde participan científicos del Cinvestav); los resultados obtenidos en el proyecto sobre el genoma humano (que inicia en Estados Unidos, pero que luego se extiende a diversos países) y algunos de los recientes logros espaciales como los de la sonda Rossetta (proyecto de la Agencia Espacial Europea).
Estos casos representan avances científicos muy visibles y corroboran el hecho de que la cooperación académica –y por consiguiente económica– entre países, contribuye a la producción de resultados científicos alentadores. Aun cuando el desplazamiento físico no es condición para colaborar en este tipo de proyectos, sobre todo cuando existen múltiples tecnologías que permiten el trabajo a distancia, sí es indispensable contar con un ambiente intelectual que estimule y posibilite el desarrollo del trabajo académico, la libertad de cátedra y la autonomía, para lo cual se requiere que los países construyan marcos institucionales y normativos de cooperación y de apertura al entendimiento pluricultural.
A pesar de que las colaboraciones académicas no siempre culminan en publicaciones de alto impacto, lo cierto es que el volumen de artículos de coautorías internacionales representa un factor de ponderación en algunos rankings mundiales de universidades, lo que repercute en el prestigio de las instituciones de educación superior. Lo mismo ocurre con el registro de patentes y la nacionalidad de los investigadores, indicadores que por sí mismos no representan un alto impacto científico o económico o una fuerte cooperación internacional en un país determinado. Más importante que estos indicadores debería ser el debate sobre cómo las colaboraciones académicas permiten estrechar vínculos culturales o sociales entre países, ayudan a disminuir las enormes brechas que existen entre productores y consumidores de conocimiento o participan en la solución de problemas que enfrenta conjuntamente la humanidad como el calentamiento global, el cáncer, la insuficiencia alimentaria o la pobreza.
En este contexto, debe ser motivo de preocupación el crecimiento de sentimientos xenófobos, de racismo, de intolerancia y de temor a lo diferente que –en buena medida– explican los recientes resultados de la votación del Brexit en el Reino Unido (su salida de la Unión Europea) o de la llegada a la presidencia de Estados Unidos de Donald Trump. En particular este caso representa el triunfo de una agenda antimigratoria que va desde la restricción para recibir inmigrantes (incluyendo refugiados) hasta la insistencia de construir un muro entre México y Estados Unidos como un mensaje contundente de que la migración procedente del sur no es aceptada en ese país. Y aunqueN es pronto para afirmarlo, algunas cifras de universidades estadounidenses reportan una caída en el número de solicitudes de estudiantes de posgrado internacionales; la idea de que no todos son bien vistos en ese país y de que los cambios en las políticas migratorias pondrán en riesgo su estancia en un futuro ya comienza a tener resonancia en sus decisiones. En un país donde la producción del conocimiento en ciertas áreas (como las ingenierías o matemáticas) depende del trabajo de estudiantes internacionales –de doctorado mayoritariamente– debería ser materia de preocupación en el corto y mediano plazos.
En la pasada edición de los premios Nobel, si el músico Bob Dylan no hubiera resultado ganador en la categoría de Literatura, Estados Unidos no habría tenido a ningún ciudadano galardonado nacido en su territorio, algo que no ocurre desde 1999. De hecho, de los 350 ganadores de ese país, en la historia de estos premios, poco más de 100 son inmigrantes y/o nacidos fuera de Estados Unidos.
El mensaje que manda la administración de Trump al mundo académico y científico con la reducción de financiamiento a la educación, la ciencia y la cultura; las amenazas a la libertad de cátedra; las trabas para visitantes y/o posibles migrantes puede resultar muy costoso para Estados Unidos.
Algunas de las encuestas internacionales más importantes de académicos (como la Changing Academic Profession o la financiada por la Carnegie Foundation) han indicado que los investigadores estadounidenses no son muy proclives a salir de su país, lo que en parte se explicaba porque eran los académicos del mundo los que buscaban ir a ese país a aprender y a colaborar con ellos (por lo que no tenían necesidad de salir ni de ese contacto internacional). Pero existen altas posibilidades de que esto comience a cambiar y que la dinámica tan asumida entre producción, conocimiento y migración sea interrumpida abruptamente en las instituciones de educación superior estadounidenses. Y mientras diversos actores intentarán contrarrestar los efectos negativos de la administración Trump, otros países toman medidas para ser los beneficiados en la atracción de talentos, por ejemplo, Canadá o Francia. Sin más, el recién electo presidente francés Emmanuel Macron grabó un mensaje dirigido a todos los científicos estadounidenses que trabajan en el tema de cambio climático para ofrecerles condiciones de trabajo y residencia si no consideran oportuno seguir viviendo en Estados Unidos. Desde luego es pronto para pronosticar lo que sucederá, pero sí se puede adelantar que históricamente los muros son incompatibles con la producción de conocimiento, con excepción quizás de los que rodean a los laboratorios y a los salones en las clases. Y a veces ni esos se logran justificar del todo.
Fuente: Revista Avance y Perspectiva