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Mi Departamento de Bioquímica: aprendiendo a hacer Ciencia y a disfrutarla

Diego González Halphen

En 1973 ingresó a la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del I.P.N. para iniciar su preparación como Ingeniero Bioquímico. Posterior a la obtención del grado, ingresó al Departamento de Bioquímica del CINVESTAV donde realizó estudios relacionados a la fotosíntesis en el laboratorio del Dr. Carlos Gómez Lojero, investigaciones que le significaron la obtención del grado de Doctor en Ciencias en la especialidad de Bioquímica en 1985. Ese mismo año, inició una estancia posdoctoral en el laboratorio del Dr. Roderick A. Capaldi en el Institute of Molecular Biology de la Universidad de Oregón en los EEUU. En 1988, se integró al Instituto de Fisiología Celular de la UNAM donde realiza investigaciones dirigidas a caracterizar los componentes de la fosforilación oxidativa de algas verdes. Actualmente, es Investigador Titular C nivel 3 del SNI. A la fecha, ha publicado 73 artículos en el área de su competencia y formado a 29 estudiantes de posgrado.

Llegué al Departamento de Bioquímica del CINVESTAV (entonces CIEA) por ahí de 1972, cuando terminaba el tercer año de la preparatoria y estaba por hacer el examen de admisión para ingresar a la carrera de Ingeniería Bioquímica en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas. Carlos Gitler me había recibido en su laboratorio, en donde tendría la libertad de aprender algo y ayudar en lo que se pudiera algunas tardes de la semana. Recuerdo bien al Dr. Gitler, con su inseparable habano entre los labios mientras trabajaba frente a la campana de extracción, preparando algún compuesto fotoactivable y radioactivo que luego utilizaba para marcar ciertas proteínas de membrana. Al poco tiempo me sugirió amablemente que mejor dejara de enchinchar y ayudara a Amira Klip, quien se encontraba haciendo su proyecto de doctorado en el mismo laboratorio. Así me convertí en el “chícharo” de Amira, quien además de enseñarme muchísimas cosas, me encantaba por su belleza, inteligencia, buen humor y amabilidad.

Afortunadamente, también tenía la libertad de diseñar y hacer mis propios experimentos. Mi deseo era hacer un ratón de laboratorio capaz de realizar fotosíntesis. Una idea descabellada, por supuesto, en ese entonces y también ahora. Revisando la literatura me encontré con unos experimentos antiguos donde descubrían que, después de inyectar clorofila en ratones albinos y exponerlos a la luz, estos morían al poco tiempo, probablemente como resultado de una reacción fotoquímica que, mediada por el pigmento, causaba la hemólisis en sus glóbulos rojos. Sin embargo, esto no sucedía con ratones pigmentados. Por fortuna jamás intenté comprobar dichos resultados de la literatura en el laboratorio, aunque sí traté de hemolizar glóbulos rojos de sangre humana en presencia de clorofila y luz.

En esa época tuve la oportunidad de conocer a muchos de los estudiantes de posgrado que trabajaban en el Departamento: Heliodoro Celis, Alberto Darszon, Irma Bernal Lugo, Fella Viso, José Antonio Pliego, Armando Ochoa y Juan Pedro Laclette. También podía asistir a los seminarios departamentales, en particular alguno extraordinarios donde se discutían temas relacionados con la estructura y función de las membranas biológicas. Hacía poco tiempo que se había publicado el trabajo de Singer y Nicolson (1972) en Science, en el que se describía el modelo del mosaico fluido, contemporáneo al trabajo original e independiente del propio Carlos Gitler “Plasticity of Biological Membranes”, publicado el mismo año en el Annu. Rev. Biophys. Bioeng., aunque por desgracia, nunca tan citado como el primero. Época de ebullición intelectual y nuevos paradigmas. En el seminario participaban todos los profesores del Departamento interesados en el tema: Carlos Gitler, Mauricio Montal, Jorge Cerbón, Sergio Estrada, Martha Susana Fernández, Alberto Hamabata y Boanerges Rubalcava.

Recuerdo con muchísimo gusto esos seminarios en el aula del Departamento. La cantidad de personas que asistían era tal que no todos conseguían lugar para sentarse, de modo que la sala alcanzaba altas temperaturas y se generaba una atmósfera asfixiante que se agudizaba con el humo de puros y cigarrillos y, sobre todo, con los ánimos caldeados de las discusiones. El ponente repartía anticipadamente un “collage” con gráficas y tablas tomadas de varios artículos científicos relacionados con algún tema particular de membranas, que se analizaban y discutían durante el seminario. No entendía mucho del asunto, pero me maravillaba el ambiente de crítica, discusión y buen humor de los investigadores y estudiantes. No he vuelto a vivir en ningún otro instituto o universidad un ambiente de discusión tan intenso como el de esos seminarios, quizá porque como comunidad nos hemos vuelto más propios y corteses.

Cuando Carlos Gitler partió a Israel me dijo: “va a venir un joven investigador que está terminando su estancia posdoctoral en la Universidad de California en Los Ángeles; el Dr. Carlos Gómez Lojero va a iniciar su laboratorio aquí en el Departamento, con él puedes ponerte a hacer fotosíntesis en serio”. Dicho y hecho, Carlos llegó al poco tiempo y me aceptó en su laboratorio. Y claro, me recomendó amablemente dejar la historia de la hemólisis de glóbulos rojos con la clorofila y me propuso un proyecto encaminado a purificar y caracterizar el fotosistema 1 del alga Spirulina maxima. Por aquella época, el Dr. Mario García Hernández y otros profesores del Departamento se encontraban organizando un sistema para captar en el Departamento a jóvenes entusiastas de la investigación en un programa de “prerrequisitos largos”, que les permitiría a éstos sumergirse de lleno en la investigación sin tener la licenciatura concluida, al tiempo que preparaban su ingreso directo a la Maestría. En ese programa entraron varios compañeros de la época: Claudia Lerma, Luis González de la Vara, Jaime Álvarez de la Cuadra, José Camacho y Javier Cordero. Los integrantes de ese grupo rotaban por los diferentes laboratorios para aprender diversas técnicas, recibían clases especiales con distintos profesores y asistían a los seminarios del Departamento. A pesar de acompañarlos en algunos cursos, estaba indeciso sobre integrarme de lleno a ese grupo de prerrequisitos largos: muchos profesores del Departamento me animaban a hacerlo, pero la mayoría de los estudiantes de posgrado con los que conversaba me sugerían hacer lo contrario: “vete a Ciencias Biológicas y termina tu carrera, pásala bien y diviértete, no todo es Ciencia en la vida. Cuando estés más maduro, regresa y empieza tu Maestría”.

Seguí ese camino y no me arrepiento de mi época en Ciencias Biológicas, donde aprendí muchas cosas, conocí a magníficos maestros y compañeros y me divertí mucho. No sé si maduré, pero sin duda aprendí a realizar operaciones unitarias, escalar un reactor, destilar ron, preparar embutidos, hacer alimentos enlatados y disfrutar en grande de los viajes de prácticas. Durante esa época no perdí contacto con el CINVESTAV, y en mis tardes libres asistía para cursar los prerrequisitos y empezar los cursos de Maestría. Cuando terminé la carrera, titulándome con créditos de la Maestría, me pude integrar de lleno al Departamento. Llevé cursos con excelentes maestros: Integración Metabólica con Manuel Ortega, Bioenergética con Carlos Gómez Lojero, Biología del Desarrollo con Oscar Ramírez Toledano, Lípidos y Membranas con Jorge Cerbón, Técnicas de Análisis Bioquímicos con Alberto Hamabata, Biología Molecular con Mario García Hernández y cursos prácticos de laboratorio con Edmundo Calva Cuadrilla y Boanerges Rubalcava. El único examen que troné fue uno del curso de mi maestro Carlos Gómez Lojero, un buen aviso para no confiarme y ponerme a estudiar.

Un día, en ese mismo curso, revisamos un artículo de Peter Mitchell que me tocó presentar y discutir. Solamente había leído la mitad. Tuve la fortuna de que el tiempo de clase alcanzó únicamente para presentar esa primera mitad. Al terminar no me preocupé más por seguir leyendo el trabajo, asumiendo que seguramente le tocaría a algún otro compañero discutir el resto en la siguiente clase. Claro está que en la siguiente clase Carlos me dijo: “lo hiciste bien la clase pasada…. síguele por favor”. No me quedó más que confesar mi imposibilidad de seguirlo haciendo. Por cierto, en el curso de Boanerges Rubalcava, quién nos enseñaba a centrifugar, estábamos ajustando el rotor en la centrífuga cuando alguien llegó a pagarle un dinero que le debía. Después de recibir el pago, Boanerges cerró la tapadera de la centrífuga sin ajustar la tapa del rotor. Ninguno de los estudiantes nos dimos cuenta del desaguisado que se avecinaba, quizá porque nosotros también estábamos atentos al dinero. Al arrancar la centrífuga, adiós rotor y adiós centrífuga…… Aprendimos bien nuestra lección: de ahí en adelante tomamos todas las precauciones antes de lidiar con esas máquinas del demonio.

Con Rocío Sierra y otros compañeros organizamos una sociedad de alumnos del Departamento para solicitar un aumento en el monto de las becas y recabar fondos para apoyar a aquellos compañeros a quienes se les había terminado la beca. El capital inicial se formó con las contribuciones de los estudiantes y algunos profesores. Para aumentar el fondo, quisimos mandar a imprimir cientos de camisetas y sudaderas con el logo del CINVESTAV sobre el mapa de México y con el lema: “Ciencia en México, CINVESTAV”. Los mejores lugares con los mejores precios para comprar ropa estaban en Puebla, así que un día nos fuimos para allá en mi carro, un Gremlin de la American Motors cuya cajuela cerraba con una tapa de vidrio y exponía todo lo que había en el interior. En Puebla transformamos todo el fondo reunido por los estudiantes en camisetas y sudaderas de diversos colores. Antes de regresar, decidimos festejar con chiles en nogada en el restorán “La Bola Roja”, y nos pusimos de acuerdo para salir cada 10 minutos a echarle un ojo al coche para que no nos robaran la mercancía. Precaución inútil, porque al salir el primer vigía a hacer su rondín, las camisetas y sudaderas ya habían desaparecido. Así fue como nos quedamos sin fondo estudiantil y sin camisetas, pero con unos buenos chiles en nogada en el estómago, que con el mohín que nos dio, ya no nos supieron a nada.

Al enterarse de lo sucedido, por fortuna, la Dra. Martha Susana Fernández, con gran generosidad y confianza, tuvo a bien hacernos un préstamo que nos permitió comprar nuevas camisetas y sudaderas. En esa ocasión las adquirimos en la Ciudad de México y evitamos pararnos a comer. Las imprimimos con el logo de la Sociedad Mexicana de Bioquímica y pudimos venderlas como pan caliente y en su totalidad en el XIV Congreso de la SMB que organizaron en 1982 en Guadalajara los Dres. Antonio Peña y Carlos Gómez Lojero. Así pudimos recuperar todo el dinero perdido del fondo estudiantil y pagar nuestra deuda con la Dra. Fernández, con quien quedamos eternamente agradecidos. El dinero del fondo finalmente se usó para organizar un festejo como homenaje a nuestro maestro Mario García Hernández, reconociendo su labor de años impartiendo clases y supervisando el desarrollo académico de toda aquella generación de prerrequisitos largos. Así, al salón de seminarios se le nombró oficialmente “Aula Mario García Hernández” en enero de 1984, cuando festejamos con gran gusto a nuestro querido Maestro.

Durante la Maestría trabajé aislando y caracterizando el fotosistema 1 de la espirulina. En un sensacional espectrofotómetro de doble rayo con osciloscopio en el centro, uno de los primeros diseñados por Britton Chance y que empezó a comercializar la compañía AminCo, Carlos me enseñó a obtener espectros diferenciales luz-oscuridad para caracterizar al P700, el pigmento fotosensible del fotosistema y así seguir su enriquecimiento durante el proceso de purificación. Pasé muchas horas en el cuarto frío del Departamento, solubilizando y aislando al fotosistema 1 y otras tantas frente al espectrofotómetro, caracterizando cientos de fracciones. También disfruté de la amistad de mis compañeros de laboratorio, Abigail Rayas Vera, Luis González de la Vara, Claudia Lerma, Mayra Lerma, Guadalupe Prado y Benjamín Podbilewicz, así como de la ayuda y amistad de Bertha Pérez, la técnica del laboratorio que con su buena disposición y manos de oro me sacaba del pantano experimental en el que frecuentemente me hundía al tratar de hacer geles para electroforesis.

Recibimos visitas frecuentes del Dr. David Krogmann, buen amigo y colaborador de Carlos quien también trabajaba con cianobacterias en la Universidad de Purdue en Indiana. Con él hicimos varios viajes al Vaso de Texcoco, cosechando muchos kilogramos de espirulina que en ese entonces todavía comercializaba la empresa Sosa-Texcoco. Con David también hicimos otros viajes cortos a los alrededores de la Ciudad de México, visitando sitios prehispánicos y coloniales y disfrutando de sendas paellas valencianas en casa de Carlos, quien las preparaba para festejar la llegada de invitados y en otras ocasiones especiales, como cuando sus alumnos obtenían el grado de Maestría o Doctorado.

Siguiendo mis intereses en la fotosíntesis y en las proteínas de membrana, proseguí al doctorado estudiando el complejo b6f, un complejo transportador de electrones que enlaza los dos fotosistemas de la fotofosforilación que están dispuestos en serie. En esos tiempos, el Dr. Domenico Boffoli, del laboratorio del Dr. Sergio Papa en Bari, un experto en el aislamiento del complejo bc1 mitocondrial (el equivalente del complejo b6f en la fosforilación oxidativa), visitaba el laboratorio del Dr. Alberto Darszon. Tuve la oportunidad de aprender de él cómo purificar el complejo de citocromos. Los días en que aislábamos el complejo íbamos a comprar seis corazones de res al rastro para hacer la preparación mitocondrial. En realidad, solamente necesitábamos cinco corazones, pero siempre comprábamos uno de más, que era preparado por los auxiliares de investigación en el Departamento, los señores Jorge Zarco, Jesús Arellano, Homero Sánchez y Don Agustín Martínez, y que luego nos almorzábamos en sendos tacos de filetes de corazón con salsa mexicana. Comer esos maravillosos tacos cardíacos a las 12:00 del día era un excelente aliciente para seguir purificando el complejo bc1. (ver Nota)

Para obtener membranas de la espirulina, solía romper a la cianobacteria en el sonicador del laboratorio de la Dra. Martha Susana Fernández. Lo hacía temprano en la mañana, puesto que la preparación del complejo b6f llevaba varias horas. Un día, con la premura de acabar rápido, metí directamente en el hielo la punta fina del ultra sonicador, la cual se había sobrecalentado. La micropunta tuvo a bien quebrarse justo en el tornillo que la unía al resto del vástago. Temiendo por mi vida, y gracias a que el Sr. Homero se compadeció de mi desgracia, fuimos corriendo al Taller Central del CINVESTAV, donde el maestro Carmelo, tornero amable y experimentado, fabricó un tornillo idéntico y lo colocó en el vástago sin problemas y en unos cuantos minutos. A las 8:30 de la mañana el problema se había resuelto. Martha Susana: si llegas a leer estas líneas en AVANCE Y PERSPECTIVA, por favor no uses esta confesión aquí escrita para entablar un juicio civil en mi contra, solamente disculpa estas acciones de mi irreflexiva juventud.

Durante el Doctorado, el Dr. Armando Gómez Puyou, quien trabajaba entonces en el Instituto de Fisiología Celular en la UNAM, decidió pasar su año sabático en nuestro Departamento y se mudó con parte de su grupo de investigación a trabajar a la sombra del Cerro del Chiquihuite. Así conocí a la entonces colaboradora del Dr. Puyou, Marina Gavilanes, de quien me enamoré profundamente y ha sido la compañera de mi vida. Ventajas indudables de los intercambios académicos entre instituciones.

Cuando llegó el momento de buscar una estancia posdoctoral fui amablemente rechazado de varios lugares en donde se trabajaba fotosíntesis, para después ser aceptado por el Dr. Roderick A. Capaldi para trabajar por dos años y medio en su laboratorio en el Instituto de Biología Molecular de la Universidad de Oregón. Nos recibió en su laboratorio a ambos, a Marina y a mí. El laboratorio estaba separado en dos secciones temáticas, una que trabajaba sobre la ATP sintasa, donde se integró Marina, y otra donde se investigaban los complejos respiratorios, a la que me uní. No hice nada de biología molecular, pero pude aprender mucho más de la bioquímica de las proteínas de membrana. La idea original era seguir haciendo fotosíntesis, ahora en colaboración con el Dr. Bill Sistrom, estudiando los centros de reacción bacterianos de cepas silvestres y mutantes. Sin embargo, cuando finalmente llegué al laboratorio de Capaldi, éste me informó que el proyecto de colaboración de fotosíntesis se había terminado y que era mejor que me pusiera a aislar y caracterizar la citocromo oxidasa de levadura. Ese proyecto también resultó fallido, porque lo inicié usando levadura de panadería, que en realidad es una mezcla de varias levaduras y bacterias de la cual es imposible obtener una preparación homogénea de oxidasa.

Finalmente terminé trabajando con el complejo bc1 de corazón de bovino, estableciendo con una variedad de técnicas, todas las relaciones de vecindad que guardan sus subunidades. Años después, cuando se describió el modelo cristalográfico del complejo, fue muy satisfactorio saber que el modelo topológico que habíamos propuesto para el complejo coincidía casi a la perfección con la estructura tridimensional obtenida. Este es un placer exclusivo de bioquímicos: poder “conocer en persona” a un complejo proteico que, aunque tuviste en tus manos incontables veces, solamente habías podido imaginar su estructura. En el laboratorio de Capaldi se originó mi interés por la mitocondria y los complejos de la fosforilación oxidativa, el cual profeso a la fecha. Así, la fotosíntesis se convirtió en un viejo amor, que como dice la canción: “ni se olvida ni se deja y que de nuestra alma sí se aleja, pero nunca dice adiós”. Así es la vida, y ahora mi modelo de estudio es una alga incolora del linaje de las algas verdes, Polytomella parva, que ha perdido la capacidad de hacer fotosíntesis. Como yo.

Me fui a Oregón en 1985 con una beca Fogarty bajo el brazo, pero antes de titularme y de hacer mi examen de doctorado, cosa de la que me arrepentí poco más de un año después, cuando le solicité a los miembros de mi jurado de examen que por favor revisaran mi tesis estando yo en la lejanía. Evidentemente, sin presión alguna, los miembros del jurado no revisaron nada. Así que todo se dio en el último momento, cuando regresé a México en unas vacaciones de diciembre para titularme. En esos tiempos, en ausencia de los procesadores de palabras, había que hacer todas las correcciones del escrito a mano. Gracias a Josefina Quiroga, la secretaria del Departamento, quien me ayudó durante un fin de semana entero transcribiendo sin parar mi tesis en una máquina de escribir IBM eléctrica y a una velocidad que aún me maravilla, pude terminar, copiar, empastar y entregar mi tesis, barriéndome en primera base unas horas antes del examen.

Tuve la enorme fortuna de recibir dos ofertas de trabajo hacia el final de mi estancia posdoctoral, una del propio Departamento de Bioquímica del CINVESTAV, cuyo jefe era en ese entonces Carlos Gómez Lojero, y otra por parte del Instituto de Fisiología Celular en la UNAM, que en ese entonces dirigía el Dr. Antonio Peña. Fue una de las decisiones académicas más difíciles que he tomado en mi vida y finalmente me incliné por la oferta de la Universidad por razones prácticas y familiares. Así, no seguí el camino que tomaron otros compañeros de la época como Agustín Guerrero y Víctor Calderón, quienes se incorporaron al Departamento y realizaron carreras muy exitosas. En el IFC, sin embargo, he podido trabajar durante varios años desarrollando con enorme libertad mis intereses de investigación. Y sí, ahora soy burro blanco con piel de puma, que regresa con cierta frecuencia al Departamento, para visitar a los amigos y de vez en cuando impartir un seminario o participar en el comité tutorial de algún estudiante cinvestavita de nueva generación. Es siempre emocionante regresar a casa y ver que se conserva intacto ese ambiente de rigor académico y de crítica constructiva, pero implacable, del trabajo científico propio y ajeno. Al final, pienso que lo único que perdura de nuestra labor científica es haber hecho un trabajo riguroso y reproducible. Los modelos van, vienen y se reinterpretan, algunos llegan a la obsolescencia y otros de plano mueren. Pero los resultados experimentales se quedan y permanecen para ser revisitados, reanalizados y reformulados. En el Departamento de Bioquímica del CINVESTAV aprendí a hacer ciencia y a exponer y defender mi trabajo en público. ¡Le deseo una larga vida a mi querido Departamento de Bioquímica!

Nota: a mi Maestro Gómez Lojero le encantaba poner en los papers una “note added in proofs”, es decir, un breve comentario o aclaración que podía agregarse a las galeras de un artículo a punto de publicarse. Aquí pongo la mía: en este escrito hago varias referencias a la comida, sin duda algo que siempre disfruté mucho y varias veces en exceso. Al respecto, Martha Susana Fernández alguna vez me dijo: “si fueras fotosintético, le pondrías quemacocos a tu coche”.

Fuente: Revista Avance y Perspectiva