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Más allá de la estridencia: el derecho a la ciencia en México en un horizonte de largo plazo

Luis Arriaga Valenzuela, S. J.

Rector de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Recientemente, juristas e integrantes de la comunidad científica de nuestro país se han pronunciado sobre los alcances de la iniciativa en materia de ciencia y tecnología remitida por el presidente de la República al Congreso de la Unión el 13 de diciembre del año pasado. La propuesta ha generado un amplio debate debido a que su contenido sienta las bases de un proceso de reforma que busca transformar sustancialmente el modo de concebir el quehacer de la ciencia en México.

Lo propio del talante universitario es el diálogo racional que renuncia a la estridencia, especialmente cuando esta es alimentada por corrientes ideológicas definidas. Por ello, el mejor modo de aproximarse a la nueva iniciativa es situarla en el contraste entre aquello que pretende lograr y lo poco o mucho que se ha alcanzado en los últimos años. Preocupa —por ejemplo— la reducción sistemática del presupuesto para el sector; el asedio a la autonomía académica de centros públicos de investigación de reconocida excelencia (como el Centro de Investigación y Docencia Económicas, el CIDE); o la reducción de becas para posgrados en el exterior, entre otros temas.

Al presentarse como ley reglamentaria del Artículo 3.° de nuestra Constitución, la iniciativa pretende garantizar el derecho de todas las personas a gozar de los beneficios de la ciencia y la innovación tecnológica en el territorio nacional. De este modo, el desafío se encuentra en la relación entre fines y medios que la propuesta busca establecer al reorganizar el quehacer de la ciencia en México. Es decir, entre los propósitos que persigue la nueva iniciativa y el modo que se ha propuesto para alcanzarlos.

Dos aspectos de esta cuestión resultan relevantes: el primero de ellos tiene que ver con la manera en la que el nuevo ordenamiento concibe la coordinación de los esfuerzos nacionales en materia de ciencia, tecnología e innovación. El segundo, con el lugar que otorga a las instituciones de educación superior privadas en dicho esquema. En ambos casos la posibilidad de que el derecho a la ciencia sea vulnerado resulta significativa, especialmente porque en su artículo 2.° el proyecto de ley establece que “toda persona, de forma individual y colectiva, tiene derecho a participar en el progreso científico y tecnológico de la humanidad”.

Por lo que toca al primer tema, la iniciativa del Ejecutivo no precisa de modo concreto cómo se articularán las consultas para integrar la Agenda Nacional en materia de ciencia y tecnología. En caso de que esta iniciativa sea aprobada en su estado actual, la concentración de facultades en el nuevo Consejo Nacional que suplirá a Conacyt implica que las voces de nuestra comunidad científica podrían ser constreñidas por una aproximación vertical a la agenda de innovación científica y tecnológica. Esta pretensión de centralización atenta contra el talante deliberativo de una comunidad históricamente definida por la diversidad.

Por lo que toca al segundo tema, los contenidos de la nueva iniciativa no son menos preocupantes: en contra de lo dispuesto por nuestro marco constitucional —e incluso de lo que la propuesta apunta en su segundo artículo— se asume que privilegiar el quehacer científico de las instituciones públicas es una condición deseable para el futuro.

En mi quehacer como defensor de derechos humanos y como rector de una universidad privada, me preocupa la posibilidad de que el nuevo ordenamiento pueda excluir de sus beneficios a todas aquellas personas que hoy ejercen la investigación y la docencia en instituciones de educación superior privadas. Se trata de un ordenamiento que, de ser aprobado, vulneraría el derecho humano a la ciencia: un derecho esencial para la vida de toda sociedad orientada hacia la vigencia de criterios éticos genuinamente democráticos.

En cualquier caso, conviene recordar que la nueva iniciativa se inscribe en el marco de una orientación de política pública que en los últimos años ha reducido los apoyos al posgrado en las universidades privadas. Con frecuencia se olvida que la mayor parte de estas instituciones realiza investigación sin fines de lucro, como parte de un esfuerzo colectivo que busca generar conocimiento agregado en beneficio de toda la sociedad. Si esta tendencia continúa en el futuro, México podría perder la capacidad ya instalada para producir conocimiento de un modo sostenible.

Es necesario apuntar algo más: ese llamado a la exclusión milita en contra del modo en el cual la innovación científica está dando respuesta a los desafíos del siglo XXI. El paisaje de nuestro presente es uno de cambios sin precedentes: vivimos en el marco de una nueva revolución industrial en la que tecnologías que favorecen la automatización (como la robótica, la inteligencia artificial y la fabricación aditiva) van a transformar las cadenas de valor a escala global. En el ciberespacio nos enfrentamos al desafío de la Web 3.0 y al surgimiento del Metaverso. De igual forma, el desarrollo de aplicaciones respaldadas por el uso de inteligencia artificial supone un desafío para la educación superior: estas palabras bien podrían haber sido dictadas hace un momento por una aplicación como ChatGPT.

A escala civilizatoria, la emergencia climática se perfila como una amenaza que exige plantear una transición energética asequible en el horizonte de unas cuantas décadas. Esto sucede, además, cuando América del Norte transita hacia un nuevo ciclo de integración alimentado por una coyuntura geopolítica que favorece el nearshoring, un proceso en el que el debate sobre el futuro de los semiconductores (el sustento de los microchips que permiten el funcionamiento de dispositivos electrónicos avanzados) ocupa un lugar central. Esta transformación de escala global no admite distinciones entre investigaciones hechas en instituciones públicas y privadas. El desarrollo de la ciencia nos beneficia a todas y todos por igual.

A estos desafíos emergentes se suman aquellos que en México guardan relación con la dignidad de las personas, el desarrollo social y la exigencia de construir una sociedad de derechos efectiva. Destaco lo anterior porque la promesa de cambio científico de las primeras décadas de este siglo está dejando atrás a aquellas personas que históricamente han sido excluidas de los avances tecnológicos de la modernidad.

Si nos damos a la tarea de imaginar el futuro, no existe un solo indicador que nos permita pensar que los próximos años serán menos complicados. Afrontamos retos que son complejos, urgentes y críticos. Debido a su escala, no podrán ser atendidos por un solo grupo de instituciones o personas. Es por ello que la ciencia no debe tener fronteras.

Finalmente, para que México pueda tener una voz propia al momento de participar en la producción global del conocimiento y en la ética de su uso, nuestra sociedad debe rechazar toda pretensión de cerrarse sobre sí misma. Dicho de otro modo: necesitamos situar el derecho a la ciencia en México en un horizonte de largo plazo que ofrezca a todas las personas la posibilidad de colaborar con responsabilidad en la construcción del futuro.

Fuente: educacion.nexos.com.mx