Los microorganismos nos acompañan todo el tiempo, en todas partes. Los encontramos en aire, mar, tierra… y en nuestro interior. Sí, así es, algunos son una parte integral de nuestro cuerpo: los tenemos en la piel, en los ojos, pulmones, genitales y sobre todo en los intestinos, donde se les conoce engañosamente como “flora intestinal”. Y digo engañosamente porque en realidad no se trata de plantas, sino de miles de bacterias y hongos cuyas especies y cantidades varían de persona a persona. Pero tranquilo, a pesar de su fama de malandrines patogénicos, en realidad la porción de microbios que nos hace enfermar es mínima, comparada con la cantidad de bacterias que existen en el mundo. Algunas hasta nos resultan muy beneficiosas, como la microbiota, que no es nada más que el conjunto de microorganismos en nuestro cuerpo que nos reporta algún provecho, y es tan importante como si se tratara de un órgano más.
Sin ella no seríamos la especie que somos ahora; ni siquiera como individuos seríamos lo que somos.
Y es que las bacterias en nuestros intestinos se encargan de fermentar, entre otras cosas, los polisacáridos, cadenas formadas por la unión de azúcares simples, cuya estructura es demasiado compleja para que los humanos seamos capaces de digerirlos. Así, maximizan la obtención de energía, nos suministran nutrientes y protegen el intestino de la inflamación y de las enfermedades tanto no infecciosas como las causadas por patógenos, además de entrenar a nuestro sistema inmune. Y por si fuera poco, al comunicarse directamente con los centros cognitivos y emocionales de nuestro cerebro ¡pueden afectar incluso nuestro comportamiento!.
Por todo esto, es importante que mantengamos un equilibrio saludable en las especies de bacterias que colonizan nuestro intestino, de la misma manera en que escogeríamos a los mejores jugadores para nuestro equipo ganador.
Alimentos contaminados
Aunque nuestra microbiota inicial la recibimos de nuestra madre durante el parto y la lactancia, su composición varía con el tiempo de manera individual en relación al ambiente al que estamos expuestos y al estilo de vida que llevamos. La microbiota tiene una capacidad natural para regenerarse, o degenerarse, que depende en gran medida de nuestro entorno —desde dónde vivo hasta de qué tanto me tallé con el zacate esta mañana y la marca del jabón que usé— pero fundamentalmente lo que la define es la dieta. Al consumir alimentos “contaminados” con microorganismos benéficos, también llamados probióticos, podremos fortalecer nuestra microbiota y por ende nuestra salud. De hecho, ya hay protocolos de tratamiento para una serie de enfermedades como la depresión, el autismo, el síndrome del intestino inflamado, el síndrome metabólico, la diabetes, la insuficiencia renal, la hipertensión, la gastritis, el reumatismo, la artritis, la hepatitis, la obesidad, el asma y otras alergias, basados en la administración de probióticos a través de la dieta.
Sin embargo, no es fácil hacer que estos microorganismos lleguen al intestino, pues tienen que superar barreras antimicrobianas como las enzimas digestivas, el pH del estómago y las sales biliares, por lo que se deben diseñar estrategias para protegerlos. Por lo pronto, la industria se ha esforzado en aislar y proteger bacterias de la leche materna y del tracto digestivo, dando lugar a productos comerciales como Yakult, Chamito y Activia, entre decenas más. ¿Y cuál de ellos es el que me conviene?, dado que cada marca patentó su propio microorganismo, lo conveniente es consumir cotidianamente un poco de todos ellos para aumentar la diversidad.
Pero mucha de la comida que ya consumimos contiene también probióticos, como los alimentos fermentados —el yogurt, el queso, el pan, el suero de mantequilla, entre otros—, que son capaces de superar las barreras del aparato digestivo y adherirse a la mucosa intestinal. Otra opción para tratar enfermedades que producen alteraciones en las poblaciones bacterianas, son los trasplantes de microbiota. Con éstos se hacen llegar al intestino los microorganismos que se sabe de antemano que deben estar presentes a través de píldoras de materia fecal proveniente de individuos sanos. Sin materia prima no hay valor agregado Un aspecto importante de una microbiota saludable es lo que le damos de comer a las bacterias, pues las patógenas se alimentan de azúcares simples, mientras que las benéficas lo hacen de polisacáridos más complejos. Esto permite que a través de la dieta seamos capaces de estimular selectivamente el crecimiento de las bacterias benignas al tiempo que excluimos las malignas. A estas sustancias que llegan íntegras al intestino porque no las podemos procesar, en donde son fermentadas por la microbiota, fortaleciéndola y generando algún provecho para nuestra salud, se les llama prebióticos. Estos polisacáridos complejos, que incluyen a la fibra dietética, son muy abundantes en la naturaleza, desde los vegetales a la leche (figura 1), y algunos hasta pueden ser sintetizados, como la lactulosa. Curiosamente, muchos de ellos se usan en la industria para dar textura o diferentes cualidades sensoriales a algunos alimentos, como galletas, mermeladas o panes. Entre los polisacáridos verdaderamente grandes y complejos están la inulina y la levana, ambas compuestas de cadenas de fructosa, por lo que pertenecen al grupo de las fructanas.
Son producidas por los mismísimos microorganismos a partir de la sacarosa que proviene de la fotosíntesis de las plantas que habitan. Su complejidad y tamaño depende de la especie bacteriana que las produce, e incluso hay moléculas tan grandes que necesitan ser reducidas por enzimas extracelulares para que puedan atravesar la pared celular de las bacterias. Así, estos microorganismos tienen tanto enzimas que producen polisacáridos, como enzimas que los degradan para prepararlos para el tracto intestinal. Las raíces y tubérculos de plantas como el ajo, la alcachofa, la jícama, la cebolla y el espárrago son fuentes ricas en inulina, pero entre las que tienen un mayor porcentaje están la achicoria, con 15%, y el agave, con 25%. Este último, junto con el frijol y la soya, contiene también una alta cantidad de levanas, lo que convierte al pulque, la tradicional bebida mexicana producida con el aguamiel fermentado de esta planta, en una fuente importante de prebióticos.
Estructuras moleculares de los azúcares simples que forman la Lacto-N-tetraosa, un prebiótico presente en la leche materna, y las fructanas. Los corchetes en rojo indican que la unidad encerrada puede repetirse n número de veces. La complejidad de las inulinas y levanas puede aumentar al agregar cadenas de fructosa adicionales en la glucosa o en cualquier fructosa, como se muestra en la versión ramificada.
El pulque, fuente de vida
Esta bebida de la época prehispánica es conocida por su riqueza en proteínas, vitamina C, tiamina, riboflavina, vitaminas del complejo B, calcio, hierro y zinc que por sí solos mejoran la situación nutricional de quien la consume. Pero lo que pocos saben es que también es rica en prebióticos, ya que cuenta con las inulinas del agave, llamadas agavinas, y con las inulinas y levanas que sintetizan las bacterias que realizan la fermentación de su aguamiel. Todas estas fructanas son moléculas complejas altamente ramificadas que incrementan selectivamente el contenido de bifidobacterias y lactobacilos en el intestino, mejoran la absorción de hierro y calcio, e inhiben el crecimiento de bacterias patógenas involucradas en desórdenes del intestino como la colitis y el cáncer de colon, entre otros. Además, con estas moléculas como fuente de energía, las bacterias producen ácidos grasos de cadena corta, ácidos orgánicos y gases como producto de su metabolismo anaeróbico, favoreciendo el mantenimiento y desarrollo de la microbiota y produciendo biomasa y metabolitos.
Y si el agave es tan rico en fructanas, y la fermentación enriquece aún más su contenido prebiótico, ¿entonces el tequila y el mezcal también son buenos aditivos para la microbiota? Seguramente la población mexicana y de otros lugares sería más saludable si así fuera, pero por desgracia la respuesta es no. Las inulinas complejas que provienen de la cabeza del agave se destruyen durante la producción de estas bebidas. Con el calor de los hornos, las agavinas son degradadas hasta la unidad mínima de la que están formadas, la fructosa, misma que se fermenta para su posterior destilación, lo que termina por deshacer cualquier fructana presente. Este proceso es esencial para el desarrollo de las características organolépticas del tequila y el mezcal. Pero el pulque es diferente; no se hornea ni se destila, sólo se deja acumular el aguamiel, y aunque la fermentación se realiza a partir de los azúcares simples, que incluyen a la fructosa derivada de las agavinas degradadas por las enzimas de la planta, parte de estas estructuras complejas es conservada hasta que llega a la microbiota del intestino. Y por supuesto, no debemos olvidar sumarle todos los prebióticos producidos por la mezcla de microorganismos que se encuentran naturalmente en la miel del agave y los que se incorporan durante su producción. De hecho, la viscosidad del pulque se debe precisamente a la síntesis de estos polisacáridos que terminan fuera de las células bacterianas y definen el nivel de fermentación. Como un plus, estas bacterias son probióticas, con actividades antimicrobianas, antiinflamatorias y anticolesterolémicas.
Los verdaderos artesanos del pulque
Dependiendo de la región donde se elabora, la especie de agave del que se extrae el aguamiel y la etapa de la fermentación del pulque, varían las especies microbianas que contiene y su proporción. Sin embargo, siempre se encuentran las necesarias para realizar la fermentación alcohólica, láctica y de ácido acético, así como la síntesis de los polisacáridos extracelulares que lo definen.
Por lo general, el pulque contiene varias especies de levaduras, entre ellas Saccharomyces cerevisiae, que produce alcohol, amino ácidos, vitaminas y el característico sabor de la bebida, y varias especies de Kluyveromyces, que producen inulinasas, enzimas que rompen la inulina. En cuanto a las bacterias que realizan la fermentación del ácido láctico, es seguro que encontraremos diferentes especies de lactobacilos, cuya presencia domina en el pulque, en especial Lactobacillus acidophilus, y varias especies de Leuconostoc, como Leuconostoc mesenteroides, que, además del ácido láctico, produce glucanas —polisacáridos de glucosa, como el dextrán— y fructanas. Otra especie de bacterias que producen estos azúcares complejos es Zymomonas mobilis, que realiza también gran parte de la fermentación alcohólica. Finalmente, en presencia de oxígeno, las especies de Acetobacter y Gluconobacter oxidan casi cualquier cosa presente: azúcares simples, alcohol, azúcares con alcohol y varios ácidos orgánicos como el láctico, produciendo ácido acético y ácido glucónico. Este último se combina con el calcio o el hierro generando sales que se ha propuesto pueden ayudar a contrarrestar las deficiencias nutritivas de la anemia, y es precursor de la vitamina C.
Reacciones bioquímicas presentes durante la fermentación del pulque a partir de los polisacáridos, disacáridos (sacarosa) y azúcares simples presentes en el aguamiel.
Gran parte de estas bacterias y levaduras —las que sobreviven las barreras antimicrobianas del tracto gastrointestinal— se integran a la microbiota del intestino, renovándola con cada dosis de pulque que tomamos. Como quien dice, una técnica de trasplante de microbiota del año de la canica. Esto sumado a las variantes de especies microbianas que presenta, y a los sustratos que permiten que nos reporten beneficios a la salud, sin mencionar su riqueza nutrimental, convierte al pulque en una bebida que debe ser ingerida asiduamente, aunque con moderación. Debido a que se trata de una bebida alcohólica, el exceso en su consumo podría tener efectos adversos.
Fermentación, la clave de todo
Y entonces por qué no sólo tomamos el aguamiel antes de que tenga alcohol y ya está? Para empezar, por sí solo el consumo diario de pequeñas cantidades de alcohol nos protege de enfermedades cardiovasculares, diabetes, sobrepeso, artritis e hipertensión. Incluso se ha propuesto que el contenido de etanol en el pulque mejora la absorción del hierro que contiene.
Y como sea, aunque la miel de agave contiene unas cuantas inulinas y levanas, está compuesta casi por completo de azúcares simples, mismos de los que también se alimentan las bacterias patógenas. Es la fermentación que se lleva a cabo para producir el pulque la que aumenta la proporción de azúcares complejos, de bacterias probióticas y de vitaminas, minerales, aminoácidos y demás nutrientes que lo caracterizan, otorgándonos aún más beneficios que los que trae el consumo del aguamiel por sí solo. Lo mismo sucede con el pozol, una bebida espesa, también de tradición mexicana, obtenida de la fermentación de maíz nixtamalizado en hojas de plátano, lo que la hace rica en penicilina, prebióticos, bacterias, mohos y levaduras. Estos microorganismos incrementan la presencia de proteínas al ayudar a fijar nitrógeno en el maíz y producen inulinas de gran tamaño y complejidad.
Y ni hablar del kéfir o yogurt de búlgaros, un producto de la fermentación láctica y alcohólica, realizada por una combinación de bacterias y levaduras. Éstas incluyen algunas de las especies presentes en el pulque como Lactobacillus acidophilus, diferentes especies de Leuconostoc, Saccharomyces cerevisiae y Kluyveromyces marxianus, todas ellas inmersas en una matriz de polisacáridos, que además contiene amino ácidos esenciales, vitaminas, minerales y un poco de alcohol.
Otro ejemplo lo encontramos en Asia y es el natto japonés, hecho de frijoles de soya fermentados por Bacillus subtilis natto, una bacteria que se les agrega para la preparación. Se caracteriza por su fuerte sabor y olor y su textura viscosa —¿les recuerda algo?, ¿el pulque, quizá?—, que además de contener levanas es una fuente significativa de vitaminas, minerales, proteínas y de ácido poliglutámico, que ayuda en la absorción de nutrientes.Y ya que andamos del otro lado del charco, podríamos hablar de los vegetales sazonados y fermentados del kimchi, la textura firme del tempeh, la consistencia espesa del boza, las enzimas digestivas del miso, la viscosidad del shiokara, la inmortalidad de la kombucha, la acidez del sauerkraut, o de su primo el gundruk, entre muchos, muchos platillos más, todos alimentos fermentados con un importante aporte de prebióticos, probióticos y nutrientes, y podríamos seguir así por páginas y páginas, pero entienden la idea. Además, no creo que sean tan fáciles de conseguir en México, en especial si contamos con opciones más accesibles y comerciales como el yogurt, el queso y el pan. Aunque, por supuesto, ninguno de estos le llega a los talones al pulque en cuanto a diversidad de probióticos y concentración de prebióticos, más aún si tomamos en cuenta que la producción estandarizada y parcialmente estéril de los alimentos industrializados reduce en gran parte su potencial microbiano.
A correr la voz
Hace un siglo, el pulque era la principal bebida alcohólica del país. En la actualidad, se estima que sólo un 4.4% de la población mexicana lo consume. Un porcentaje terriblemente bajo, considerando la cantidad y calidad de beneficios a la salud que nos ofrece, en especial para un país que ocupa el segundo lugar en el índice de obesidad poblacional en el mundo, provocada principalmente por el aumento en el consumo de alimentos ricos en azúcar, sal y grasa y pobres en vitaminas, minerales y fibra, de acuerdo con la OMS. En este aspecto, el hambre hipsteriana por regresar a lo tradicional ha contribuido ciegamente al círculo virtuoso hacia una microbiota intestinal más saludable. Al crear demanda por el pulque, ha apoyado el aumento en el número de comercios que lo incluyen en su menú y, por tanto, el de consumidores. Sin embargo, aún falta mucho para hacer de la ingesta de pulque una práctica habitual y extendida. Es preciso concientizar a las personas acerca de estos seres que forman una parte fundamental de todos nosotros, encargados de protegernos de enfermedades, controlar nuestro metabolismo, emociones y hasta cómo percibimos el mundo. Porque para poder derrotar a Patogenio y su equipo de malhabidos patógenos a los que ni siquiera vemos venir, debemos ponernos a su nivel, combatir fuego con fuego, y sobre todo cuidar muy bien de los miembros de nuestro equipo, nuestros amigos invisibles.