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Cristina Rivera Garza relanza su primer libro de cuentos, el único escrito en vida de su hermana

Las chicas muertas hablan al unísono refleja un tema complejo para nuestro país, como los feminicidios, desde una nacionalidad en la que no existe ese concepto: la estadounidense

El invencible verano de Liliana no sólo ha tenido una muy buena recepción entre la crítica y los lectores, en la misma Cristina Rivera Garza, integrante de El Colegio Nacional, ha generado nuevas maneras de entender a la literatura y, con ello, a su realidad; por ello, tomó la decisión de reeditar su primer libro de cuentos, que apareció originalmente como La guerra no importa y ahora lo reedita con el título Andamos perras, andamos diablas (Dharma Books, 2021).

Al tiempo se encontró con el poemario Las chicas muertas hablan al unísono, de la estadounidense Danielle Pafunda, cuya lectura la impactó a tal grado que decidió traducirlo al español. Con los tres libros, se propuso desarrollar una trilogía sobre la que reflexionó la noche de este miércoles en el Aula Mayor de El Colegio Nacional, acompañada de Carla Faesler y de Elisa Díaz Castelo.

“Danielle Pafunda es una autora norteamericana que no es muy conocida ni en Estados Unidos; me encontré ese libro, como he encontrado muchas cosas valiosas: por azar, porque estaban ahí. Me llamó la atención el título: en un país como Estados Unidos, donde el término feminicidio casi no existe, donde nadie lo menciona, me resultó interesante saber que podría estar adentro de un libro donde se dice que las chicas muertas hablan, para empezar, y que hablan juntas, al unísono. Abrí el libro y el impacto fue brutal”.

Se trata, explicó la colegiada, de un libro incómodo, que podría ser un libro de horror, aunque no está exento de humor, que nos mete en los escondrijos del cuerpo y en las dinámicas de la violencia, con un lenguaje que “me pareció no sólo poderoso, sino apabullante, a veces”, de ahí su interés en traducir el volumen, una tarea que suele desarrollar cuando necesita que sus amigos y amigas lean el libro para discutir, “porque ¿qué hace uno con un libro que se disfruta a solas?”, enfatizó.

“El que Danielle Pafunda se haya atravesado esta zona estructural de violencia sin recurrir a los formatos narrativos de Hollywood, sin estilizar o glamurizar la muerte de la mujer joven y guapa; especialmente en Estados Unidos es silenciado de una forma tan brutal, como las muertes que estén incluidas en el libro”.

Al referirse a la redición de La guerra no importa, ahora con el título de Andamos perras, andamos diablas, Rivera Garza recordó que tuvo muchas dudas en volver a publicar su primer libro, porque suelen aparecer cosas de las que se arrepiente como autora, hay una cuestión de pudor hasta con la colocación de las puntuaciones o el uso de ciertas palabras, pero en la escritura de un primer libro hay un hecho que no vuelve a ocurrir jamás: decía Virginia Woolf que era muy importante para los escritores permanecer inéditos, que disfrutaran la etapa de ser inéditos, porque una vez que se escribe el primer libro se generan expectativas, no sólo de los otros. “Tú generas expectativas de tu propia escritura y la cuestión nunca va a tener la espontaneidad, el arrojo, la audacia, la valentía, la irresponsabilidad de decir aquí va mi primer libro”.

“Cuando escribí El invencible verano de Liliana, me di cuenta de que esta es la única escritura que llevé a cabo mientras mi hermana estaba viva, a diferencia de lo que digo en el libro, pero me di cuenta de que eso no era cierto, porque con los tiempos INBA (hoy INBAL), donde te dicen que se va a publicar en un año, luego en tres y terminan por tardarse mucho, pues sí estuvo [Liliana], ya no físicamente, en la presentación realizada en El Cuervo en Coyoacán”.

Sobre el cambio en el título del libro, la escritora destacó que este respondía a un tiempo: La guerra no importa obedecía mucho al sofoco de una época sin absolutamente nada de democracia en México, “donde había un señor como Fidel Velásquez, quien ya tenía como 153 años y todavía daba entrevistas en la televisión y todo mundo decía que era una figura de cartón, una botarga”, si bien reflejaba la vida en el límite de la desesperanza y de una desesperanza muy rabiosa”.

“Para esta reedición estaba otra rabia, la de las de las chicas y los chicos que andan merodeando la ciudad, acosando sus propias sombras, incitando también a otro tipo de aventuras y eso merecía estar en el título y por eso lo cambiamos a Andamos, perras, andamos diablas –la frase completa en uno de los cuentos es “Andamos, perras, andamos diablas con la soledad a cuestas”–, pero aquí ya le quitamos lo de la soledad porque andamos en compañía y nos abrazamos, nos damos de la mano y así seguimos en esta ciudad”.

Dos obras, dos miradas

Cristina Rivera Garza tenía 23 años cuando apareció su primer libro, con el cual obtuvo el Premio de Cuento San Luis Potosí 1987: está empezando a escribir ya no sólo para sí misma, está abriendo su puerta al mundo compartido que es la escritura con un libro de cuentos que entre sus páginas avanza una especie de poética una posible concepción de su propio trabajo creativo, en palabras de Carla Faesler, a quien le correspondió comentar el volumen Andamos perras, andamos diablas.

“Hay un concepto que me atrae como una posible manera, entre tantas que existen, de leer el libro: hay esculturas. Las estatuas son una forma antigua de fijar nuestra atención en algo, una manera de poner delante nuestro, detenidos para su mejor apreciación, los hechos y las ideas que nos parecen importantes en un momento dado, para luego hacerlas caer, por supuesto, si son de políticos o personajes históricos aborrecibles; vaciar los pedestales es también un modo de actualizar la mirada colectiva sobre los asuntos públicos, pero aquí estamos en el terreno de las estatuas del arte. Son esculturas y de lo que la autora, en ese momento, considera ignorado”.

En los cuentos nos encontramos como “una muchacha hiperpolitizada y militante”, a decir de Faesler, inmersa en la discusión feminista y anarquista que devora libros, discute en su círculo marxista: una joven mujer que como sus colegas de la UNAM vive de manera un tanto nómada en la ciudad monstruo, “practicando una crítica radical a las cuestiones de propiedad y de género, asunto clave en el universo de Rivera Garza”.

“En Andamos perras, andamos diablas se está fraguando su estética: Cristina está inspeccionando, auscultando sus materiales y sus herramientas, que afinará, adaptará e inventará a lo largo de su vida como escritora. Las figuras, esas efigies talladas por la realidad que aprovecha, distinguirán con sus contornos, sus perfiles y sus texturas puestas en el terreno común del arte, el imaginario artístico que Rivera Garza, en este libro, empezaba a esbozar”.

A Elisa Díaz Castelo le correspondió la reflexión sobre el poemario traducido por Cristina Rivera Garza, Las chicas muertas hablan al unísono, de Danielle Pafunda, en donde se encuentran “voces de ultratumba, vestidas de venganza, sucias de sexo y muerte” que nos increpan desde que abre el libro y se aparecen las chicas muertas, “afantasmadas, socarronas, perturbadoras, sórdidas, descaradas, sobre todo descaradas y lo digo también de forma literal, porque ya no tienen rostro, porque sus rostros horadados por gusanos son irreconocibles. Han perdido sus voces individuales, sus historias se han desdibujado, fusionándose. Se intuye que detrás de cada uno de los poemas numerados del 1 al 35 subyace la historia particular de un feminicidio”, destacó.

“Los sucesos lineales e históricos, sin embargo, se han desgastado hasta desaparecer. Sólo quedan los fragmentos de sus muertes similares a sus cuerpos que se nombran por partes”, donde se aparecen referencias directas a diversos autores, como Emily Dickinson, cuya aparición en el poemario vuelve patente “la clarísima influencia que tiene esta poeta en el peculiar paisaje semántico de Profunda: una apuesta por la parquedad, por lo discontinuo, por lo breve. Dickinson se encuentra con Pedro Páramo, pensé, al acercarme a sus páginas.

“Para conjurar estas voces, Pafunda afila los recursos sintéticos del inglés hasta hacerlos sangrar. ¡Vaya desafío el de traducir este libro!, pero Rivera Garza logra trasladar a nuestra lengua esos siniestros juegos del lenguaje, esas canciones de cuna y de cuneta, los cantos podridos de estas chicas sin lengua. Nos hablan casi a gritos en voz bien alta, como si a fuerza de pura voz pudieran corregir la interferencia de una línea defectuosa. No usan sus voces para incorporarse, no usan sus voces para curarse, no quieren salir a la superficie, sino hundirnos con ellas”.

Para Díaz Castelo, con este libro la escritora estadounidense le da la vuelta a uno de los grandes tropos literarios de los últimos siglos, y lo apunta directamente hacia nosotros: la idealización de la mujer muerta como objeto de deseo en la literatura, la música, las artes visuales, desde el romanticismo, el que tiene “r” mayúscula, pero podríamos argumentar que el otro también, hasta nuestros días.

“La mujer despojada de toda subjetividad, vuelta tropo y vuelta al lugar común, la literatura, esa fosa común. Como lo dijo el caradura de Edgar Allan Poe: La muerte de una mujer hermosa es, sin duda, el tema más poético del mundo. Aquí abundan más bien las mujeres muertas, pero el enfoque del libro es otro, quien mira no es el hombre deseante que sostiene la pluma o el pincel o el arma. Quien mira, o más bien grita, es la hueste de mujeres muertas, asesinadas, víctimas de feminicidio”.

Las chicas muertas de este libro traducido por Rivera Garza parecen tener mucho más que ver con el coro vengativo y rabioso de las Erinias que dirige la acción de las Euménides, la tercera parte de la Orestíada, de Esquilo. Al igual que estas temidas deidades, las chicas muertas buscan, sobre todo, venganza en este libro, “la rabia las mantiene no vivas, pero menos muertas, porque la violencia de sus muertes las ha dejado suspendidas, no termina nunca deja de suceder”, destacó Elisa Díaz Castelo.

Fuente: El Colegio Nacional

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