La descripción de los procesos de los que depende la vida consiste a menudo en una descripción desprovista de caracterizaciones espaciales y temporales. Se citan moléculas, se habla de sus interacciones y de los resultados de esas interacciones. Sin embargo, todos esos fenómenos ocurren en el espacio y el tiempo, y su conocimiento requiere realmente saber cómo esas moléculas y sus interacciones se disponen espaciotemporalmente. En la física de la antigüedad o en los albores de la física moderna se intentaba explicar los fenómenos imaginando formas que encajasen unas en otras como las piezas de un mecanismo. La física ha abandonado esa concepción, pero, en cierta forma, un conocimiento de ese tipo sigue siendo necesario en la biología molecular: para el conocimiento de la función es necesario conocer la estructura.
Por ejemplo, cabe imaginar el código genético como una sucesión de bases, incluso de meras letras, que codifican información que se traduce, como mediante un diccionario, en otras combinaciones que se interpreta que son aminoácidos. Pero piénsese lo diferente que es tener en cuenta su estructura de doble hélice y la manera en que se pliega en los cromosomas, o la forma espacial de las proteínas que codifica. Todos los procesos de transcripción de esa información en proteínas y todo lo que esas proteínas hacen dentro de la célula ocurre en realidad por la interacción entre estructuras moleculares o submoleculares organizadas espacialmente de determinadas formas y de cuya conformación depende el resultado.
Las representaciones bioquímicas de la maquinaria molecular de la vida están llenas de blancos porque no se ha dispuesto de la tecnología necesaria para observar muchas de sus partes. La criomicroscopía electrónica supone un gran cambio al respecto. Ahora se pueden congelar las moléculas en medio de su movimiento y visualizar procesos nunca vistos antes.
La cristalografía de rayos X y la resonancia magnética nuclear fueron los métodos con los que se empezó a desentrañar esas formas moleculares en que se basa la vida, pero ambas tienen importantes limitaciones. Los tres científicos premiados en 2017 con el premio Nobel de Química ‒el escocés Richard Henderson, el alemán Joachim Frank y el suizo Jacques Dubochet ‒ contribuyeron a desarrollar una técnica que, en años recientes, ha proporcionado enormes avances en esa tarea: la criomicroscopía electrónica, nombrada en 2015 por Nature Advances “técnica del año”.
Henderson se formó en la Universidad de Cambridge, una institución fundamental para la cristalografía de rayos X, pero comprendió que las limitaciones de esta impedían progresar en el conocimiento de las biomoléculas y decidió investigar la posibilidad de utilizar en su lugar la microscopía electrónica. Sin embargo, parecía una misión imposible: el agua se evapora en el ultravacío del microscopio elecrónico y la molécula, por consiguiente, colapsa, y además el potente haz de electrones destruye el material biológico.
En 1969, Aaron Klug (premio Nobel de química de 1982) y David DeRosier lograron determinar la estructura tridimensional de la cola helicoidal del bacteriófago T4 mediante la combinación de imágenes bidimensionales obtenidas con un microscopio electrónico. Consiguieron un mayor contraste con la aplicación de sales que además protegían, en parte, a la molécula del haz de electrones, pero, que sin embargo, limitaban la resolución máxima que podría llegar a conseguirse y añadían otros nuevos problemas.
Pese a las dificultades, Henderson (de quien Investigación y Ciencia publicó en 1984 un artículo sobre las proteínas de membrana) no cejaría en su búsqueda de la mejor manera de aplicar la microscopía de electrones a las moléculas de la vida, y en 1990 conseguiría un logro decisivo: generar con cristalografía electrónica y mediante la combinación de imágenes bidimensionales una imagen tridimensional con resolución atómica de una proteína, la bacteriorrodopsina. Para ello hubo de resolver el problema de ladear las muestras para obtener distintos ángulos y crear cristales planos de nada más que una proteína de espesor. Pero, aparte de eso, su éxito solo fue posible gracias a los trabajos previos de los otros dos premiados.
Joachim Frank desarrolló entre 1975 y 1986 el método de procesamiento de las imágenes que analiza las imágenes bidimensionales y las combina para producir una estructura tridimensional nítida.
Por otra parte, el primer paso hacia la criomicroscopía lo dieron en 1974 Kenneth Taylor y Robert Glaeser, pero sería Jacques Dubochet quien daría el decisivo con su consecución en 1982 de una técnica de vitrificación del agua con la que tomaría imágenes de un adenovirus: la enfriaba tan deprisa que se solidificaba alrededor de la muestra biológica, con lo que las biomoléculas conservaban su forma natural incluso en el vacío.
En los años transcurridos desde que los premiados realizaron sus trabajos se ha optimizado cada detalle de estas técnicas de microscopía electrónica. La deseada resolución atómica se alcanzó en 2013. Ese año se obtuvieron mapas cuasiatómicos de 30 mil ribosomas. La producción de imágenes tridimensionales de moléculas es desde entonces algo corriente, con la consiguiente avalancha en las publicaciones especializadas de imágenes de todo tipo de elemento biomolecular, de las proteínas que crean resistencia a los antibióticos a la superficie del virus del Zika. En un artículo reciente de Investigación y Ciencia, la bioquímica de Berkeley Eva Nogales narra con más detalle la historia de la criomicroscopía electrónica.
Fuente: investigacionyciencia.es