El largo camino para entender la física cuántica

Werner Heisenberg recordaba sus largas discusiones con Niels Bohr que se prolongaban hasta altas horas de la noche. En su libro de 1958 Physics and Philosophy: The Revolution in Modern Science, el físico contaba que tras aquellos debates solía pasear por un parque cercano sin dejar de repetirse: “¿Puede realmente la naturaleza ser tan absurda…?”. Desde que el 14 de diciembre de 1900 Max Planck fundara la teoría cuántica, los científicos recelaron perplejos ante sus propios hallazgos: nada de aquello parecía tener sentido. Nada era intuitivo o razonable. Tanto fue así que más de medio siglo después Richard Feynman pronunciaba una de las más famosas frases al respecto: “Creo que puedo decir con seguridad que nadie entiende la mecánica cuántica”. “Simplemente relájense y disfruten”, aconsejaba a los asistentes a aquella conferencia en la Universidad de Cornell en 1964.

Aquel primer trabajo de Planck zanjaba un problema hasta entonces irresoluble: la física de la época no servía para explicar el patrón de emisión de luz de un cuerpo caliente. Planck decidió borrar la pizarra y comenzar de nuevo, descubriendo que todo funcionaba cuando introducía en sus ecuaciones una constante. El problema era lo absurdo de las implicaciones: aquella energía no podía tener cualquier valor, sino solo múltiplos de dicha constante. Esto resultaba tan aberrante como pensar que un saco de arena pudiera pesar un kilo o dos, pero ningún valor intermedio. Desde la perspectiva, hoy entendemos que entre un electrón y dos electrones no hay nada intermedio. Pero en su momento era difícil aceptar una teoría que equivalía a tratar la energía como materia, dividida en paquetes discretos o “cuantos”.

Incluso el propio Planck se resistió; confesó después que simplemente trataba de “obtener un resultado positivo, bajo cualquier circunstancia y a cualquier precio”. Durante años trató de encajar su constante en la física clásica, sin éxito. Y pese a lo absurdo de la idea, resultó que los datos de otros científicos encajaban en la teoría cuántica como el zapato de Cenicienta.

Einstein y los “cuantos de luz”

Uno de los primeros en apreciar este hallazgo fue Albert Einstein. En 1905 escribió un estudio en el que aplicaba la teoría de Planck al efecto fotoeléctrico, un fenómeno descrito en 1887 por Heinrich Hertz por el cual la luz arrancaba energía a los metales. El electromagnetismo clásico de Hendrik Lorentz y James Clerk Maxwell no explicaba por qué esto solo ocurría con determinadas frecuencias de onda. Einstein vio la luz, nunca mejor dicho, en los cuantos de Planck: la luz no se comportaba como una onda continua, sino como un chorro de partículas, “cuantos de luz” —hoy fotones— de energía discreta.

Curiosamente, Planck rechazó la hipótesis de Einstein. También lo hizo Robert Andrews Millikan, quien se propuso a toda costa refutarlo experimentalmente… solo para acabar dándole la razón. Más curiosamente aún, el propio Einstein comenzó también a recelar de la cuántica cuando los trabajos de otros investigadores condujeron la física hacia un territorio más parecido al País de las Maravillas de Alicia que a todo lo conocido sobre el mundo real.

Bohr fue el primero en aplicar la cuántica para describir el átomo, lo que en 1913 produjo un modelo que se apartaba radicalmente de los anteriores. El átomo, proponía Bohr sobre el esquema previo de Ernest Rutherford, emite o absorbe energía cuando un electrón salta entre órbitas circulares discretas. Los valores permitidos por la constante de Planck implicaban que el electrón saltaba de órbita sin pasar por los lugares intermedios. Arnold Sommerfeld generalizó en 1915 el modelo de Bohr modificando las órbitas circulares por otras elípticas.

La interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica

En 1925 Heisenberg, su maestro Max Born y Pascual Jordan se basaron en los trabajos de Bohr y Sommerfeld para formular matemáticamente la mecánica cuántica mediante el álgebra de matrices. Wolfgang Pauli aplicó esta mecánica de matrices al modelo atómico de Bohr, pero al año siguiente este enfoque quedaría superado por la función de onda propuesta por Erwin Schrödinger. En este paso fue fundamental la aportación de Louis de Broglie, quien en cierto modo dio la vuelta a las gafas de la cuántica: si la luz podía comportarse como una partícula, también un electrón podía comportarse como una onda. Posteriormente Paul Dirac fusionaría la ecuación de Schrödinger con la mecánica de Heisenberg.

La función de onda de Schrödinger describía el estado de un sistema cuántico; pero mientras que la mecánica newtoniana permitía predecir la posición y la velocidad de un objeto, como parece lógico, en cambio la interpretación de Born de la ecuación de onda convertía los orbitales de los electrones en algo difícil de concebir: nubes de densidad de probabilidad. Esto significaba que un electrón ocupaba toda su órbita al mismo tiempo.

Así, Bohr y Heisenberg concibieron la llamada interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, según la cual esa indefinición desaparecía al aplicar medición a un sistema; solo entonces la ecuación de onda colapsaba y esos estados superpuestos se concretaban en una posición para una partícula. El observador cambiaba el sistema, lo que llevó a Schrödinger a exponer su célebre experimento mental del gato vivo y muerto al mismo tiempo hasta que la caja se abría para comprobar su estado y romper esa dualidad. En la ecuación de Schrödinger, la posición y la velocidad de una partícula eran como dos extremos para tirar de una manta, por lo que no podían conocerse ambas con precisión al mismo tiempo; algo que Heisenberg reflejó en su Principio de Indeterminación o Incertidumbre.

Paradoja Einstein-Podolsky-Rosen

Todo esto llevó a Einstein a preguntar: ¿acaso la Luna solo existe cuando la miramos? Con su relatividad general, el alemán había vencido la visión newtoniana de la gravedad como una misteriosa acción a distancia; un tejido continuo del espacio-tiempo transmitía este efecto. Y sin embargo, según la mecánica cuántica, el efecto del observador sobre una partícula podía transmitirse a otra idéntica, ambas separadas al nacer, de forma instantánea. Es decir, una misteriosa acción a distancia. Einstein no dudaba de la teoría, sino que la creía incompleta: supuestas variables ocultas debían explicar aquel efecto sin recurrir al artefacto probabilístico. Dios no juega a los dados, escribió en una carta a Born.

Este experimento mental de Einstein, hoy llamado Paradoja Einstein-Podolsky-Rosen, dio lugar al concepto de entrelazamiento cuántico, por el que hoy se conoce esa misteriosa acción a distancia. En 1964 John Stewart Bell se inspiró en una interpretación alternativa de la cuántica desarrollada por David Bohm a partir de la teoría de De Broglie sobre la onda piloto asociada a toda partícula, que disipaba las neblinas probabilísticas de la interpretación de Copenhague en favor de una visión determinista independiente de la observación. La conclusión de Bell fue que las variables ocultas de Einstein no existían. Y mal que le hubiera pesado al alemán, los experimentos no han dejado de corroborar lo que Bell demostró sobre el papel. El entrelazamiento es el fundamento del teletransporte cuántico, capaz de transferir propiedades de una partícula a otra.

En resumen, la mecánica cuántica ha demostrado una y otra vez su poder para predecir el comportamiento de la naturaleza. Lo cual no quita que todo ese cúmulo de rarezas iniciado por la constante de Planck haya alumbrado nuevas interpretaciones más allá del “¡cállate y calcula!” de la de Copenhague (en palabras de David Mermin): la formulación de integral de caminos, desarrollada por Feynman y que suma todas las trayectorias de una partícula, la interpretación de muchos mundos, las teorías de colapso objetivo…

Sin embargo y con independencia de las distintas gafas disponibles para observar la cuántica, hay algo indudable, y es que al trabajo pionero de Planck le debemos gran parte de lo que ha sostenido nuestra civilización durante estos 120 años, desde el primer transistor a la actual sociedad de la tecnología; y en un futuro ya casi presente, la computación cuántica. Poco importa que no la comprendamos, dado que los propios físicos dicen no entenderla. “La mecánica cuántica es magia”, dijo Daniel Greenberger. Así que obedezcamos a Feynman si lo mejor que podemos hacer es relajarnos y disfrutar del espectáculo.

Fuente: bbvaopenmind.com