El descubrimiento de las ondas gravitacionales

No es fácil determinar en nuestros días cuándo se produce un descubrimiento. Para unos puede ser cuando el instrumento adecuado registra un dato revelador; para otros, cuando el investigador repara en él al ordenar las estadísticas, es decir, cuando el científico sabe que tiene entre manos algo singular y novedoso. Vienen estas consideraciones de sociología de la ciencia a cuento del descubrimiento de las ondas gravitatorias, cuya primera detección fue anunciada el 11 de febrero de 2016. Sucedió en el Observatorio de Ondas Gravitacionales por Interferometría Láser (LIGO). Harry Collins, que estuvo incardinado al proyecto durante 43 años, disecciona en Gravity’s kiss el singular proceso de ese hallazgo. Predichas por la teoría de la relatividad general de Einstein, las ondas gravitatorias portan energía de la explosión de estrellas y otros procesos violentos, como las colisiones de agujeros negros.

El libro recrea los acontecimientos ocurridos durante los cinco meses que pasaron desde la detección hasta el anuncio. Collins estuvo en el centro de la noticia desde el momento del correo electrónico enviado la mañana del 14 de septiembre de 2015, que transmitía datos cruciales de los dos detectores de LIGO. A lo largo de las páginas, al lector se le van ofreciendo documentos inéditos que configuran un relato cabal de la excitación vivida [véase «La observación de ondas gravitacionales con LIGO», por Alicia Sintes y Borja Sorazu; Investigación y Ciencia, febrero de 2017].

El equipo que trabaja en el proyecto de detección de ondas gravitatorias reúne a más de mil investigadores, mayoritariamente de LIGO y del interferómetro Virgo, en Pisa. Ambas instituciones comparten datos y publican conjuntamente. Pudieron registrar las ondas merced a los refinamientos acometidos en las instalaciones estadounidenses. A finales de 2010, los detectores se desactivaron para someterlos a mejoras técnicas que potenciasen su sensibilidad. Había que reforzarlos con un aislamiento sísmico avanzado, dotarlos de mejores espejos, compensación térmica y otros adelantos. Cada interferómetro consta de dos brazos de varios kilómetros de longitud dispuestos en ángulo recto. Al paso de una onda gravitatoria, un brazo se estrecha y el otro se alarga, lo que permite identificar el fenómeno.

En septiembre 2015 las dependencias de LIGO habían vuelto a entrar en funcionamiento después de cinco años de ajustes técnicos. Aquella primera detección se recibió con suma cautela. Además, muchos dudaban de que los instrumentos estuvieran capacitados para extraer del ruido ambiental unas señales que tenían que ser extraordinariamente sutiles. El equipo quería que su hallazgo se asentara sobre sólidas pruebas antes de darlo a conocer. Otros factores agregaron mayor tensión; por ejemplo, el tiempo. La llegada se había registrado durante una fase de pruebas tras el silencio de cinco años. La señal parecía reflejar los 0,2 segundos finales de la fusión de dos agujeros negros remotos, un hecho de rara fortuna. El secreto se mantuvo hasta que, el 25 de septiembre, el cosmólogo Lawrence Krauss, que no formaba parte del equipo, publicó en Twitter la existencia de rumores relativos a una posible detección.

Tras haber viajado más de mil millones de años luz, aquellas ondas gravitatorias alcanzaron las dos instalaciones de LIGO, en Livingston y Hanford, a unos 3000 kilómetros de distancia. La concordancia entre ambas señales constituía una primera prueba de que correspondían a una detección fidedigna y no a ruido aleatorio. Los instrumentos habían observado una distorsión minúscula del espaciotiempo compatible con los modelos de colisión de dos agujeros negros. Según esos mismos modelos, los objetos tenían respectivamente 29 y 36 masas solares, y habrían dado lugar a un agujero negro con una masa 62 veces mayor que la del Sol. La diferencia, tres masas solares, se había convertido en energía, principalmente en forma de ondas gravitatorias. Los mismos análisis indicaban que la colisión había acontecido en una galaxia remota situada a unos 1300 millones de años luz.

Inmediatamente tras la detección, el equipo de LIGO alertó a otros observatorios astronómicos, como el de Cerro Tololo, en Chile, a fin de que explorasen el firmamento en busca de una señal visible que pudiese vincularse a la gravitatoria. No hubo éxito, pero el hito ya había abierto el camino a un nuevo dominio de la astrofísica. De ese modo, el descubrimiento de LIGO no solo supuso una verificación más de la teoría einsteiniana de la gravedad, sino también la constatación de que los astrónomos disponían de un nuevo instrumento para comprender el universo. El hallazgo ratificaba, además, la existencia de agujeros negros de tamaño medio.

Fuente: investigacionyciencia.es