Cuidado, a partir de este punto entra usted en la zona más radioactiva del planeta

Como muchos de los grandes errores que se han cometido en el pasado, a los habitantes de una pequeña región rusa jamás les preguntaron qué preferían. En su lugar, convirtieron su hogar en el nacimiento del programa atómico más bestia de la historia del país. Ese espacio tan siniestro ahora lo llaman City 40.

Si te adentras en las profundidades de los vastos bosques de los montes Urales de Rusia, es posible que acabes en un lugar que parece una ciudad. De hecho, allí vive gente. Hoy, el paraje está gobernado por hermosos lagos, flores perfumadas y pintorescas calles bordeadas de árboles. En cierto sentido, Ozersk, como la llamaron después, se asemeja a una ciudad suburbana de los años 50 en Europa, casi diríamos que un lugar idílico. Casi.

Un día normal en Ozersk te puedes encontrar a muchas madres con sus niños, a críos jugando en la calles, a adolescentes escuchando música en un parque. Nada más salir de la ciudad te encuentras un bosque imperial. Allí, muy probablemente también, habrán familias enteras nadando en el lago.

Por último están las carreteras secundarias donde las mujeres locales venden frutas y verduras. En ese instante, si te fijas bien, descubres parte del secreto oscuro que envuelve a este lugar. Nadie puede vender un alimento sin que el contador de Geiger compruebe el estado del producto.

El principio

Década de 1940 en la Unión Soviética, una docena de campos de trabajo enviaron a 70.000 presos para comenzar la construcción de una ciudad secreta a lo largo de las orillas del río Techa. No hacía mucho que las bombas atómicas estadounidenses, Fat Man y Little Boy, habían arrasado Hiroshima y Nagasaki, situación que llevó a los líderes soviéticos a actuar. El poder devastador del átomo debía estar en Rusia.

Tratando de acortar la brecha en la tecnología armamentística, la URSS encargó un extenso complejo de producción de plutonio en las montañas del sur de los Urales. De forma clandestina, Mayak Combine debía operar en lo que más tarde se iba a convertir en Chelyabinsk 40. En unos pocos años, los nuevos reactores nucleares estaban bombeando plutonio para alimentar las primeras armas atómicas de la Unión Soviética.

Chelyabinsk 40 estaba ausente de todos los mapas oficiales, y pasarían más de cuarenta años antes de que el gobierno soviético reconociera su existencia. Sin embargo y de manera inesperada, la pequeña ciudad también se convirtió en un lastre, creando en última instancia una corona de contaminación nuclear que empequeñecía la devastación del desastre de Chernobyl.

En el año 1948, tras 30 meses de construcción rápida, el primero de los reactores de Chelyabinsk 40 ya estaba listo. En muy poco tiempo, los ladrillos de uranio-238 estaban siendo “bombardeados” con neutrones. Debido a las prisas para comenzar la producción, los ingenieros soviéticos no tuvieron tiempo para establecer procedimientos adecuados en el manejo de los desechos, por lo que la mayoría de los subproductos se trataron diluyéndolos en agua y arrojando el efluente al río Techa.

¿Qué ocurrió? Que el residuo diluido era un cóctel de elementos “calientes”, incluyendo productos de fisión de larga vida como Estroncio-90 y Cesio-137, cada uno con una media de aproximadamente treinta años.

A punto para el desastre

Tres años de operaciones después, en 1951, los científicos soviéticos llevaron a cabo un estudio del río para determinar si la contaminación radiactiva se estaba convirtiendo en un problema. En el pueblo de Metlino, a poco más de 6 kilómetros río abajo de la planta de plutonio, los investigadores y los contadores de Geiger hicieron saltar todas las alarmas a lo largo de la orilla del río.

En lugar de la típica radiación gamma “de fondo” (de aproximadamente 0,22 roentgen por año), el borde del río Techa emanaba 5 roentgen… por hora. Tales niveles eran realmente angustiantes, ya que el río era la fuente primaria de agua para los más de 1.000 residentes de allí vivían.

Además, las mediciones posteriores encontraron contaminación extensa en otras 38 aldeas a lo largo del río, poniendo seriamente en peligro la salud de 30.000 personas. Por si esto fuera poco, casi 100.000 residentes estaban expuestos a dosis elevadas, aunque no tan mortíferas, de radiación gamma, tanto del propio río como de la llanura inundable donde habían cultivos y ganado.

En un esfuerzo por evitar graves efectos radiológicos en la salud de la población, el gobierno soviético reubicó a cerca de 7.500 aldeanos de las zonas más contaminadas y cavaron pozos para proveer una fuente alternativa de agua para las aldeas restantes. Los ingenieros hicieron presas de barro a lo largo del Techa para evitar que los sedimentos radiactivos migraran más río abajo. Los científicos soviéticos en Chelyabinsk 40 también revisaron su estrategia de eliminación de desechos, deteniendo la práctica de verter efluentes directamente en el río.

En cambio, construyeron un conjunto de “tanques de almacenamiento intermedios” donde las aguas residuales podrían pasar algún tiempo escupiendo radiactividad. Después de permanecer en estas cubas durante unos meses, las heces diluidas eran conducidas periódicamente a la nueva ubicación de almacenamiento a largo plazo: nada menos que un lago de 3 metros de profundidad llamado Karachay.

El desastre

Lo cierto es que durante un tiempo, estas medidas salvaron a los residentes del río Techa de nuevos aumentos en la exposición, pero aquello no había hecho más que empezar. A mediados de los años cincuenta, los trabajadores de la planta de producción de plutonio comenzaron a quejarse de dolores, baja presión sanguínea, pérdida de coordinación y temblores: todos síntomas clásicos del síndrome de radiación crónica.

La instalación también estaba comenzando a encontrar complicaciones crónicas, particularmente en el nuevo sistema de almacenamiento intermedio. La hilera de cubas de residuos se encontraba en un canal de hormigón a pocos kilómetros del complejo principal, sumergido en un flujo constante de agua para absorber el calor generado por la desintegración radiactiva.

En muy poco tiempo, los técnicos descubrieron que los isótopos calientes en las aguas residuales tendían a causar cierta evaporación dentro de los tanques, resultando en una mayor flotabilidad de la que se había previsto.

Todo ello permitía que los desechos radiactivos crudos se infiltraran en el agua del refrigerante del canal. Para empeorar las cosas, varios de los intercambiadores de calor de los tanques fracasaron, paralizando su capacidad de enfriamiento. Los técnicos continuaron operando la planta de plutonio a pesar de estos problemas, pero sus cálculos de evaporación eran erróneos y el agua dentro de los tanques defectuosos se evaporó gradualmente. Esto dejó un lodo radiactivo de nitratos y acetatos, un compuesto químico equivalente a TNT.

El 29 de septiembre de 1957, un tanque llegó a 660 grados Fahrenheit. Al mediodía, los depósitos explosivos de sal en el fondo de la cuba detonaron. La explosión encendió el contenido de los otros tanques secos, produciendo una fuerza explosiva combinada equivalente a unas 85 toneladas de TNT. La espesa tapa de hormigón que cubría la trinchera de enfriamiento salió disparada, y setenta toneladas de productos de fisión altamente radioactivos fueron expulsados ​​a la atmósfera abierta.

En aquel instante, los edificios de Chelyabinsk 40 se estremecieron cuando fueron sacudidos por la onda de choque. Una columna de radionucleidos de un kilómetro de altura arrastró el paisaje. La nube de polvo que emitía rayos gamma distribuyó isótopos peligrosos de cesio, afectando a unos 270.000 ciudadanos soviéticos junto a sus víveres.
En un instante, se había liberado casi la mitad de radioactividad del incidente de Chernoby.

Consecuencias

En los días siguientes se reportaron todo tipo de casos. Los residentes de la provincia de Chelyabinsk se volvieron histéricos con el miedo a enfermedades desconocidas. Las víctimas fueron vistas con la piel desprendiéndose de sus caras, manos y otras partes del cuerpo. Tras diez días, el gobierno ordenó la evacuación de muchas aldeas, una migración masiva que dejó el paisaje lleno de ciudades fantasmas radiactivas.

Las instalaciones de Chelyabinsk 40 fueron rápidamente descontaminadas y la producción de plutonio se puso en marcha otra vez. El sistema de almacenamiento intermedio se había visto parcialmente comprometido por el accidente, pero la fábrica todavía era capaz de inyectar su flujo constante de efluentes radiactivos en el lago Karachay.

Muchos residentes locales fueron hospitalizados con intoxicación por radiación en las semanas posteriores a la explosión del tanque de residuos, pero el estado soviético prohibió a los médicos revelar la verdadera naturaleza de las enfermedades. En lugar de ello, los médicos fueron instruidos para diagnosticar a los enfermos con ambigua “problemas de sangre” y “síndromes vegetativos”.

En dos años, la radiación mató a todos los pinos dentro de un radio de 15 kilómetros. Las señales de la autopista fueron erigidas en los bordes de la zona contaminada, implorando que los viajeros subieran sus ventanas mientras atravesaban el espacio maldito y no se detuvieran por ninguna razón.

Diez años más tarde, en 1967, una grave sequía golpeó la provincia de Chelyabinsk. ¿Qué hizo la gente? Acudió al lago Karachay, y en los meses siguientes comenzó a disminuir considerablemente, dejando el lago medio vacío. Fue en este punto cuando se destapó un nuevo horror, el lago expuso el sedimento radioactivo en la cuenca. Casi medio millón de residentes se encontraban en el camino de esta última nube de polvo, y muchos de ellos eran la misma gente que había sido afectada por la explosión del tanque de residuos de 1957.

Fuente: The Guardian