Tecnología contra los incendios: lecciones de un verano que ya huele a humo
Entre los que nacimos en Galicia el verano tiene un olor inconfundible: eucalipto seco, resina de pino y, demasiado a menudo, humo de monte quemado . Llevo décadas viendo cómo esa imagen se repite.
El pasado 2024, España vio arder 42.314 hectáreas hasta octubre, casi la mitad que la media de la década, pero todavía muchísimo bosque reducido a ceniza. El año anterior fueron 89.000 hectáreas, y cada año buena parte de la superficie perdida se concentra en los mismos territorios, Galicia incluida.
No es casualidad: el 95% de los siniestros tienen origen humano y más de la mitad son intencionados.
Si miramos fuera, el panorama es aún más inquietante. En 2024, los Estados Unidos registraron 64.897 incendios que arrasaron unos 3,6 millones de hectáreas, un 127% por encima de su media decenal.
Canadá, por su parte, ardió como nunca: 17 millones de hectáreas en 2023, récord histórico, y otros 5,3 millones en 2024 pese a todos los refuerzos desplegados. La emergencia climática prolonga las temporadas, seca el combustible vegetal y convierte cada chispa en una tormenta de fuego incontrolable.
No estamos ante travesuras menores: hablamos de crímenes ambientales con costos multimillonarios y en algunos casos, víctimas mortales.
Lo más frustrante es que esos megaincendios son, en su mayoría, evitables. En los Estados Unidos, entre el 85% y el 97% de los fuegos se originan por actividades humanas. y en España ya hemos visto que la cifra roza el 95%.
No estamos ante travesuras menores: hablamos de crímenes ambientales con costos multimillonarios y en algunos casos, víctimas mortales. Quien prende el monte por interés urbanístico, descubierto o simple vandalismo merece el mismo reproche penal y social que otros delitos graves contra la vida y la propiedad. Y, sobre todo, tiene que ser detectado y detenido por un tiempo.
Aquí entra la tecnología. En California, la red Fire Neural Network localiza en menos de cuarenta segundos los rayos con potencial ignífugo y alerta a los bomberos. Cámaras dotadas de inteligencia artificial, como las desplegadas por ALERTCalifornia o APS, identifican humo a kilómetros de distancia y reducen restrictivamente el tiempo de respuesta, fundamental a la hora de facilitar las tareas de extinción.
Y en Aspen, Colorado, se prueban enjambres de drones equipados con inteligencia artificial capaces de lanzar líquidos retardantes en modo “ataque rápido” antes de que las llamas escalen. Todo esto se complementa con satélites de órbita baja, sensores hiperespectrales y algoritmos que modelan la propagación del fuego en tiempo real.
Cada minuto ganado es oro: los estudios muestran que detener un foco en su primera hora cuesta hasta veinte veces menos que hacerlo cuando ya es un gran incendio.
Sofocar un fuego como el de Cuevas del Valle en Ávila superó los 10.000 euros por hectárea
El argumento económico es contundente. Sofocar un fuego como el de Cuevas del Valle en Ávila superó los 10.000 euros por hectárea. Aplicar inteligencia artificial, sensores y drones a la cuesta prevención una fracción de eso y, encima, salvar vidas, viviendas y patrimonio natural. Cada euro invertido en detección temprana o manejo forestal devuelve, según estimaciones de la FAO, entre siete y diez euros en daños evitados. Es el ROI más sencillo de defender ante cualquier ministro de Hacienda.
Pero la tecnología no basta si seguimos alimentando la mecha. Nuestros montes mediterráneos y nuestro bosque atlántico están plagados de pinos y eucaliptos, especies de crecimiento rápido y altamente pirófitas.
Ecologistas en Acción lleva años documentando que más del 50% de la superficie arbórea quemada se corresponde con estas plantaciones, que no son gestionadas como tales sino, por lo general, dejadas a la buena de dios hasta que son taladas.
En Galicia, es típico que la tala se asocie con acontecimientos familiares o necesidades económicas, como una boda de un hijo o un evento de algún tipo. Mientras tanto, ni nos acordamos del bosque.
Frente a eso, proyectos como “Rodéate de vida” en Tomiño (Pontevedra) reforestan con castaños, robles y abedules, especies autóctonas que resisten mejor el fuego y recuperan la biodiversidad. Sustituir progresivamente las masas homogéneas de coníferas por bosques mixtos reduce la velocidad de propagación y crea cortafuegos naturales.
La otra pata es la conciencia ciudadana. Quien viva cerca del monte o lo disfrute para caminar, como hago yo, debe interiorizar conductas básicas: no arrojar colillas, no quemar rastrojos sin permiso , mantener limpios los cortafuegos y las franjas de seguridad, y avisar al 112 ante la mínima columna de humo.
Las campañas públicas funcionan, pero necesitan continuidad y recursos. Del mismo modo que nos acostumbramos a llevar un cinturón de seguridad, debemos asumir que un descubierto en el monte puede destruir un ecosistema entero.
España tiene la oportunidad y la obligación de aprender de la experiencia canadiense y estadounidense. Hacerlo pasar por tres ejes: invertir en redes de satélites, drones y sensores con inteligencia artificial para la detección y el ataque inicial; soportar la persecución y las penas contra la delincuencia incendiaria, incluyendo el seguimiento con medios tecnológicos; y transformar nuestros bosques, sustituyendo monocultivos pirófitos por masas autóctonas resilientes y económicamente viables mediante la gestión forestal sostenible.
Nunca podremos eliminar del todo un fuego que forma parte de la ecología mediterránea, pero sí podemos evitar que cada verano sea sinónimo de catástrofe. Y, créanme, se lo dice alguien que ha visto demasiadas veces el cielo gris sobre las Rías Baixas.
El olor a humo no es la característica que queremos para nuestros veranos futuros. Cada decisión que tomemos hoy —cada dron, cada cámara, cada plantón de carballo— es una inversión en un país que arda menos y respira mejor.
Fuente: elespanol.com