Una colombiana en la revolución contra el cáncer que gano este año el Nobel de Medicina
Una de cada tres personas en el mundo, tarde o temprano, desarrollará cáncer. La inmunoterapia, que estimula el sistema inmunológico del paciente para que derrote a las células tumorales, se ha convertido en la gran esperanza médica. Diana Bonilla trabaja al lado de James P. Allison, ganador del Premio Nobel de Medicina, para perfeccionar ese tratamiento.
En 1891 el médico William B. Coley, hijo de una vieja familia establecida en Connecticut, graduado de la U. de Yale y la U. de Harvard, curó a un paciente con un cáncer intratable. En una época en la que no existían terapias contra esa enfermedad, excepto cirugías imprecisas, Coley le inyectó una bacteria a su paciente, un estreptococo, con la esperanza de que su sistema inmunológico no solo atacara al microorganismo invasor sino también al tumor.
Coley había tomado la idea de antiguos reportes médicos. Por ejemplo, en 1725 el médico Diedier notó que los pacientes con sífilis desarrollaban menos tumores malignos. James Paget mencionó en sus notas que las infecciones provocaban regresiones tumorales en algunos pacientes. En 1867, el médico alemán Busch reportó la desaparición de un tumor en uno de sus pacientes que contrajo erisipela. Coley descubrió al menos 47 casos en la literatura médica que lo animaron a seguir esa senda.
Pero la suerte no trató bien a Coley. Aunque hoy es considerado el padre de la inmunoterapia contra el cáncer, la poca regularidad en sus resultados, incluyendo fallecimientos por la infección, crearon sospechas entre sus colegas y terminó acusado de charlatán. Un apelativo que resultó injusto considerando que un siglo más tarde, gracias al trabajo de sus herederos —entre ellos James P. Allison y Tasuku Honjo, quienes acaban de ser reconocidos con el Premio Nobel de Medicina—, cientos de pacientes en el mundo han comenzado a curarse de algunos tumores considerados intratables hasta ahora. Entre ellos el brutal melanoma.
La colombiana Diana Bonilla es una de las investigadoras involucrada en esta nueva revolución médica. Ella hace parte de uno de los dos equipos que dirige Allison en el centro de cáncer del hospital MD Anderson, asociado a la Universidad de Texas y catalogado como el número uno en cuidado de cáncer en Estados Unidos. Uno de los grupos está enfocado en ciencia básica y crear nuevas terapias. El otro, al que pertenece Diana —en el que están involucrados médicos de varias disciplinas—, aplica las terapias, las evalúa, intenta descifrar cuál es la mejor estrategia y por qué funciona en unos y en otros no.
“El doctor Allison ha estado nominado varias veces al Premio Nobel. Su trayectoria científica es impresionante. A nosotros nos tocó la fortuna de ver la aplicación de los hallazgos que hizo durante varias décadas”,relata Bonilla desde Uruguay, donde se enteró del anuncio del Nobel mientras participaba en un encuentro sobre estas terapias.
En los años 80, Allison, como muchos otros investigadores, dedicó sus esfuerzos a describir los mecanismos básicos que usa el sistema inmunológico para defender al cuerpo humano de elementos “extraños” sin perjudicar a los “propios”. Mientras muchos de ellos se concentraron en usar ese conocimiento para combatir enfermedades autoinmunes, como la artritis o el lupus, Allison tomó un camino diferente. A diferencia de Coley, notó que no era necesario atacar el cáncer activando el sistema inmunológico con una infección. Bastaba con aprender a encender o apagar el sistema mediante la manipulación de los linfocitos T, células que cumplen el rol de soldados de la respuesta inmune.
Allison concentró su atención en uno de los interruptores del sistema: la proteína CTLA-4, sobre la superficie de esos soldados del sistema inmunológico. Descubrió que el CTLA-4 funciona como un freno. ¿Qué pasaría si quito ese freno? Allison decidió probar con ratones y en un laboratorio de la U. de California, en Berkeley, en 1994, les aplicó un anticuerpo, una bala, que bloqueaba esa molécula.
“El resultado fue espectacular”, recordaron esta semana en un resumen de su trabajo los directivos del Instituto Karolinska, en Suecia, encargados de nombrar a los ganadores del Premio Nobel de Medicina. El siguiente paso era demostrarlo en humanos. Pero ante el escaso interés de la industria farmacéutica por un tratamiento basado en la eliminación de los frenos de las respuestas inmunitarias, Allison se las arregló por su cuenta y se asoció con Alan Korman, de Medarex, una pequeña empresa de biotecnología. Usaron ratones transgénicos para producir anticuerpos monoclonales humanos. Los llamaron anti-CTLA-4 IgG1 o MDX-010. Balas que bloqueaban la proteína. Faltaba apenas un año para el cambio de siglo. Fue entonces cuando la compañía Bristol-Myers Squibb se interesó en el asunto, compró Medarex y puso en marcha la maquinaria científica para perfeccionar la terapia.
En 2001, una paciente con melanoma metastásico, Sharon, recibió una de las primeras dosis de MDX-010, cuyo nombre ya había mutado a Ipilimumab. Después de 18 años, Sharon sigue viva, así que pudo enterarse de que el investigador que gestó ese tratamiento ganó el Nobel en 2018. Algo similar logró el otro ganador del Nobel: Tasuku Honjo, quien descubrió otro de los frenos del sistema inmunológico, la molécula PD-1.
Diana conoció a Sharon. “En ese momento las personas como Sharon con melanoma metastásico no tenían otra alternativa. Eran condenas de muerte”, reflexiona, “la radioterapia y quimioterapia son tratamientos muy agresivos. Con la inmunoterapia, los linfocitos del propio paciente aprenden a matar el tumor y además guardan memoria por si reaparece”.
Un problema es que para el tratamiento del melanoma, el Ipilimumab funciona en alrededor del 30 % de los pacientes y cuando se suma el nivolumab (que actúa contra la proteína PD1 de los linfocitos), la tasa de remisión del tumor se eleva al 60 %. Con quimioterapia la cifra era inferior al 20 %. Las preguntas que Diana y sus colegas ahora se plantean son: ¿por qué no funciona en todos? ¿Qué señales existen en las células de los pacientes para saber si van a responder al tratamiento? ¿Cómo se correlacionan esas señales con lo que ven los médicos en el consultorio? ¿Cómo mejorar la efectividad?
La otra tarea es probar la inmunoterapia en otros tipos de cáncer. Técnicamente las llaman terapias de punto de control inmunológico.De hecho ya están en marcha decenas de ensayos clínicos en el mundo para evaluar la efectividad en cáncer de pulmón, páncreas y próstata, entre otros.
“Dadas las actividades de investigación quizá sin precedentes en el campo del punto de control inmunológico, es probable que haya avances importantes con respecto a esta terapia en todos los niveles. Esto demuestra cuán influyentes han sido los descubrimientos de Allison y Honjo. Sus hallazgos han conferido gran beneficio a la humanidad; añaden un nuevo pilar a los tratamientos de cáncer existentes”, destacó el Instituto Karolinska.
Es una carrera contra el tiempo y una batalla contra los altos costos de las medicinas. Según la Organización Mundial de la Salud, más de 18 millones de personas son diagnosticadas con cáncer cada año. Con una población que envejece y está más expuesta a riesgos ambientales, solo se espera que esas cifras sigan aumentando. Y desafortunadamente, estos tratamientos biológicos sobrepasan los US$100.000 ($300 millones), creando una enorme barrera de acceso para pacientes en países en desarrollo.
Diana dice que ha sido un gran orgullo trabajar en el grupo de Allison: “Creo que su trabajo es un ejemplo de que valen la pena todos esos esfuerzos de investigación básica, porque de ahí se derivó el tratamiento para curar a miles de pacientes”.
Fuente: elespectador.com