Cada vez más pruebas indican que cuanto más rica y diversa sea la comunidad microbiana del intestino, menor será el riesgo de enfermar. La dieta es clave para conservar la diversidad, como quedó demostrado de manera asombrosa cuando un estudiante de grado siguió una dieta de McDonald’s durante 10 días, y al cabo de cuatro nada más experimentó un descenso significativo de la cantidad de microbios beneficiosos. Diversos estudios de amplio alcance sobre humanos y animales han arrojado resultados similares.
El microbioma del intestino es una comunidad enorme formada por millones de bacterias que tiene una influencia decisiva en el metabolismo, el sistema inmunitario y el estado de ánimo. Estos hongos y bacterias habitan hasta el último recoveco del tracto gastrointestinal. La mayoría de este “órgano microbiano”, que pesa entre uno y dos kilos, está situado en el colon (el tramo principal del intestino grueso).
Normalmente, los mayores cambios microbianos se observan en personas con mala salud y un microbioma poco diverso e inestable. Lo que ignorábamos era si un microbioma intestinal sano y estable podía mejorar en tan solo unos días. La ocasión de comprobarlo se presentó de manera poco corriente cuando mi compañero Jeff Leach me invitó a hacer un viaje de estudio a Tanzania, donde él había vivido y trabajado con los hadzas, uno de los últimos grupos cazadores-recolectores que quedan en África.
Actualmente mi microbioma está considerablemente sano, y mi diversidad intestinal –un parámetro que refleja el número y la abundancia de las diferentes especies y constituye la mejor medida general de una buena salud– era la más alta de las 100 primeras muestras que analizamos dentro del proyecto MapMyGut. Una diversidad alta se asocia con un riesgo bajo de sufrir obesidad y muchas enfermedades. Los hadzas tienen una de las diversidades más ricas del planeta.
Jeff trazó el plan de investigación. Me propuso que, durante mi estancia en el campamento del proyecto, pasase tres días comiendo todo lo que pudiese como un cazador-recolector. Tenía que medir los microbios de mi intestino antes de salir para Tanzania, mientras estaba con los hadzas, y después de mi regreso a Reino Unido. No me estaba permitido lavarme ni usar toallitas con alcohol, y se esperaba de mí que cazase y recolectase con los hadzas lo más posible, lo cual incluía entrar en contacto con las heces sueltas de niños hadzas y de babuinos rondando por ahí.
Para ayudarnos a grabar el viaje me acompañaba Dan Saladino, el intrépido presentador y productor del espacio The Food Programme de la cadena BBC Radio 4, que estaba preparando un especial sobre los microbios de los hadzas.
Tras un largo y agotador vuelo al aeropuerto monte Kilimanjaro de Tanzania, pasamos la noche en Arusha, una ciudad del norte del país. Antes de ponernos en camino a la mañana siguiente, produje mi muestra de heces de referencia.
Después de ocho horas de viaje en Land Rover por pistas llenas de baches, llegamos a nuestro destino. Jeff nos llamó por señas para que subiésemos a lo alto de una roca enorme y presenciásemos el más maravilloso de los atardeceres sobre el lago Eyasi. Allí, a un tiro de piedra del famoso yacimiento paleontológico de la garganta de Olduvai y con la imponente llanura del Serengueti al fondo, Jeff nos explicó que nunca estaríamos tan cerca de nuestro hogar en cuanto miembros del género Homo como en el lugar en el que nos encontrábamos en ese momento.
Una dieta de un millón de años
Los hadzas salen a buscar los mismos animales y las mismas plantas que los humanos han cazado y recolectado durante millones de años. Cabe destacar que el baile de microbios humanos que se interpretó en esas tierras durante miles de millones de años probablemente determinó ciertos aspectos de nuestro sistema inmunitario y nos hizo ser como somos en el presente. La importancia de estar en el país de los hadzas no se me escapaba.
A diferencia de los miembros de esta tribu, que duermen alrededor de una hoguera o en cabañas, a mí me dieron una tienda y me dijeron que cerrase bien la cremallera porque había escorpiones y serpientes. Si tenía que salir de noche a hacer pis debía tener cuidado en dónde pisaba. Tras una noche de sueño interesante pero inquieto, me habían recogido un buen montón de vainas de baobab para el desayuno.
El fruto del baobab constituye la base de la dieta hadza. Rebosa vitaminas, sus semillas contienen grasas y, por supuesto, tiene importantes cantidades de fibra. Estábamos rodeados de baobabs que se extendían en la distancia hasta donde me alcanzaba la vista. Sus frutos tienen una cáscara dura, parecida a la del coco, que se rompe con facilidad dejando ver una carne blanquecina que envuelve una semilla rica en contenido graso. Los altos niveles de vitamina C le dan un intenso e inesperado sabor cítrico.
Los hadzas mezclaron los trozos blancuzcos con agua y lo removieron todo enérgicamente con un palo durante dos o tres minutos hasta que se convirtió en unas gachas densas y lechosas que filtraron –o algo parecido– en un tazón para mi desayuno. La bebida era sorprendentemente agradable y refrescante. Como no estaba seguro de qué más iba a comer el primer día, me bebí dos tazones, y de repente me sentí saciado.
Mis siguientes tentempiés fueron las bayas silvestres que crecían en muchos de los árboles que rodeaban el campamento. Las más abundantes eran los pequeños kongorobi. Estos refrescantes frutos, ligeramente dulces, tienen 20 veces más fibra y polifenoles que las variedades cultivadas, lo cual constituía un poderoso alimento para mi microbioma intestinal. Almorcé tarde unos cuantos tubérculos ricos en fibra que las recolectoras habían desenterrado con la ayuda de un palo afilado y habían echado al fuego. En este caso costaba más esfuerzo comerlos. Se parecían a un apio duro y terroso. No repetí ni me quedé con hambre, seguramente debido a la cantidad de fibra del desayuno. Nadie parecía preocupado por la cena.
Al cabo de unas horas nos pidieron que nos uniésemos a una batida de caza en busca de un puercoespín, una delicia poco frecuente. Ni siquiera Jeff había probado esa criatura en sus cuatros años de trabajo de campo.
Los hadzas habían seguido la pista a dos puercoespines nocturnos de 20 kilos hasta su sistema de galerías en el interior de un termitero. Tras unas cuantas horas de cavar y abrir túneles –evitando cuidadosamente las espinas, afiladas como una hoja de afeitar–, finalmente atravesaron a un par de animales con las lanzas y los sacaron a la superficie. Encendieron una hoguera. Las espinas, la piel y los órganos valiosos fueron separados con mano experta, y el corazón, los pulmones y el hígado cocinados e ingeridos sin demora.
El resto de la carcasa, con su abundante grasa, se transportó de vuelta al campamento para una comida comunal. Su sabor se parecía mucho al del lechón. Los dos días siguientes el menú fue similar. El plato principal incluía damán, un extraño ungulado de espeso pelaje y unos cuatro kilos de peso, parecido al cuy y –precisamente él entre todas las criaturas– emparentado con el elefante.
El postre, recogido de lo alto de un baobab, consistió en la mejor miel dorada que habría podido imaginar jamás, con el añadido de un panal repleto de las grasas y las proteínas aportadas por las larvas. La combinación de grasas y azúcares hacía de nuestro postre el alimento con mayor concentración de energía de la naturaleza, capaz de competir con el fuego en lo que respecta a su importancia para la evolución.
En el país de los hadzas nada se desperdicia ni se mata si no es necesario, pero se come una increíble variedad de especies de plantas y animales (alrededor de 600, la mayoría de ellos pájaros) comparado con lo que comemos en Occidente. La otra cosa que se me quedó grabada fue el poco tiempo que dedicaban a conseguir el alimento. Parecía que no les llevaba más de unas horas al día. Era algo tan sencillo como recorrer un supermercado grande. Caminases en la dirección que caminases, había comida: arriba, encima, y debajo de la tierra.
Aumento de la diversidad del microbioma
Veinticuatro horas después, Dan y yo estábamos de vuelta en Londres, él con sus preciadas cintas de audio y yo con mis queridas muestras de heces. Después de producir unas cuantas más, las envié al laboratorio para que las analizasen.
Los resultados mostraron claras diferencias entre la muestra inicial y las tomadas al cabo de tres días de dieta recolectora. La buena noticia fue que la diversidad microbiana de mi intestino había aumentado ni más ni menos que un 20%, y que incluía algunos microbios africanos totalmente novedosos, como los del filo de los sinergistetes.
La mala noticia fue que, transcurridos unos días, los microbios habían vuelto prácticamente al mismo punto en que estaban antes del viaje. Pero habíamos aprendido una cosa importante: por buenas que sean tu dieta y la salud de tu intestino, no son ni de lejos tan buenas como las de tus ancestros. Todo el mundo debería hacer el esfuerzo de mejorar su salud intestinal volviendo a asilvestrar su dieta y su forma de vida. Ser más atrevidos en la cocina diaria y volver a conectarnos con la naturaleza y con la vida microbiana que la acompaña puede ser lo que todos necesitamos.
Fuente: elpais.com