El escándalo que hace temblar a la ciencia: datos falsos contra la hidroxicloroquina
‘The Lancet’ y ‘NEJM’, dos de las revistas médicas más prestigiosas, quedan en evidencia por publicar artículos a partir de una base de datos desconocida e inverosímil
La crisis del coronavirus va a reforzar el papel y la imagen de la ciencia, o eso opinan algunos. Si en un futuro próximo la pandemia llega a su fin gracias a tratamientos eficaces y vacunas, es probable que estas miradas optimistas acaben acertando, pero de momento la realidad nos deja todo lo contrario: un escándalo mayúsculo que se ha ido destapando en los últimos días y que hace temblar las bases del sistema científico de la base hasta la cúspide.
Esta historia rocambolesca habla de cómo una empresa casi fantasma parece haberle colado un gol a dos de las revistas científicas más prestigiosas de la medicina internacional, ‘The Lancet’ y ‘NEJM’. Además, incluye a Donald Trump, a una actriz porno y un trabajo detectivesco de investigadores españoles que se dedicaban a otra cosa hasta que se toparon con datos inverosímiles y dieron la voz de alarma. A más de uno, las prisas por ser los primeros y destacar en medio de la mayor crisis sanitaria global de la historia reciente le está jugando una mala pasada.
Todo comienza con la hidroxicloroquina, el medicamento contra la malaria, el lupus o la artritis severa, que afirma haber tomado Donald Trump de manera preventiva a pesar de que no hay evidencias científicas de su funcionamiento. Promovido por el excéntrico científico francés Didier Raoult, los primeros ensayos parecían prometedores, puesto que aparentemente evitaba que el virus entrase en las células, no obstante, no tardaron en aparecer estudios que, además de no encontrar beneficios para los pacientes de covid-19, alertaban de posibles efectos secundarios. Análisis como este publicado en ‘BMJ Journal’.
Es cierto que la atención sobre este fármaco desde el inicio de la epidemia ha sido brutal, con investigaciones que se han multiplicado en todo el mundo. Solo la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) ha autorizado 87 ensayos clínicos sobre covid-19 y la hidroxicloroquina es el principio activo más utilizado (en 19 proyectos españoles, 8 en combinación con otros medicamentos). Por su parte, la Organización Mundial de la Salud (OMS) promovió el proyecto Solidarity, un megaestudio internacional que incluía cuatro líneas de investigación con tratamientos prometedores, una de ellas con hidroxicloroquina y cloroquina (el producto del que deriva).
Además, en este caso, la investigación y la administración a pacientes van unidas, porque no hay terapias específicas contra SARS-CoV-2 y los médicos han tenido que echar mano de los tratamientos que se consideran seguros porque ya se aplican para otras enfermedades. Según un registro clínico publicado por la Sociedad Española de Medicina Interna (SEMI) que incluye datos de 12.200 pacientes de 150 hospitales, hasta el 30 de abril el 85,7% de los enfermos había sido tratado con este polémico fármaco. Por eso, un artículo publicado en ‘The Lancet’ el 22 de mayo cayó como una bomba.
El ‘LancetGate’
La revista británica advertía de que la hidroxicloroquina no solo era inútil, sino que estaba relacionada con problemas cardiacos graves y con un incremento del riesgo de muerte. Aunque era un estudio observacional —los investigadores se limitaban a recoger estadísticas—, parecía incontestable porque recopilaba datos de más de 96.000 pacientes de 671 hospitales de todo el mundo.
La OMS decidió suspender temporalmente los ensayos clínicos, mientras que Francia desautorizaba su uso. Sin embargo, el lío no había hecho más que comenzar, porque algo no cuadraba. La edición australiana del diario ‘The Guardian’ publica que los datos de su país no cuadran con los oficiales y más de 100 científicos de todo el mundo firman una carta dirigida a ‘The Lancet’ en la que cuestionan los resultados por problemas metodológicos.
Al tirar del hilo, científicos y periodistas se quedaron pasmados, y las redes sociales empiezan a hablar de un ‘LancetGate’. ¿De dónde salen los datos del estudio? En teoría, la empresa estadounidense Surgisphere había extraído la información de registros de salud electrónicos de todo el mundo de manera automática para formar su completísima base de datos, pero no había manera de acceder a ella.
‘The Guardian’ publica el pasado miércoles datos sobre la extraña compañía: habría sido fundada en 2008 como editorial científica, pero apenas aparece información en internet; y solo contaba con seis empleados —reducidos después a tres—, sin antecedentes científicos, que se habían unido a este negocio hace apenas dos meses y entre los que se encontraba una actriz porno como «directora de ventas». Además, el cirujano Sapar Desai, uno de los coautores que figura como fundador y responsable de la empresa, está relacionado con tres demandas por negligencias médicas.
Sin embargo, aunque desconocida hasta ahora, Surgisphere había entrado en el mundo de la ciencia por la puerta grande. Los investigadores que siguen lo ocurrido encuentran que el 1 de mayo, ‘The New England Journal of Medicine’ (NEJM), otra de las grandes revistas de medicina, publicaba un artículo sobre cómo la mortalidad por coronavirus se asocia con enfermedades cardiovasculares subyacentes. Uno de los autores era, sí, Sapar Desai porque este trabajo científico utilizaba la misma base de datos. El escándalo solo crece y crece.
El equipo español que alertó del fraude
La mancha de lo ocurrido sigue expandiéndose y llega a otro estudio sobre la ivermectina, un fármaco antiparasitario que según dicha investigación reducía hasta en un 83% la tasa de mortalidad de los pacientes de covid-19. Aunque se trataba de un ‘preprint’ —resultado preliminar sin revisión de expertos— publicado en abril en la plataforma SSRN, tuvo un enorme impacto en Latinoamérica: Perú incluyó la ivermectina en sus guías terapéuticas y en Bolivia ha distribuido 350.000 dosis. ¿Y en qué se basa ese ‘preprint’? Sorpresa: la base de datos de Surgisphere.
Uno de los primeros científicos en todo el mundo que se dio cuenta de que algo raro estaba pasando fue Carlos Chaccour, investigador del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal), gracias a este extraño artículo. «Nosotros usamos la ivermectina para matar mosquitos», explica en declaraciones a Teknautas, «hace años demostramos que si la gente toma este medicamento los mosquitos que les pican mueren y esto puede ser un mecanismo para detener la malaria».
Cuando comenzó la pandemia de covid-19 se planteó si este fármaco podría tener efecto ante el nuevo virus y por eso estaba muy atento a cualquier publicación. De hecho, un primer trabajo hablaba de su efectividad ‘in vitro’, pero «no habían pasado ni cinco días» y vio cómo aparecía el ‘preprint’ de Surgisphere. El texto contenía muchas incongruencias incluso cuando fue cambiado por una segunda versión. Aun así, el ‘stock’ de ivermectina se agotó en muchos países y al ISGlobal comenzaron a llegar consultas de todo tipo, como si se podía usar la versión veterinaria de este fármaco y a qué dosis.
Así que Chaccour —cuya aportación para deshacer todo este entuerto ha sido tan importante que ‘The Guardian’ también le ha dedicado un artículo— formó un equipo con sus colegas Joe Brew y Alberto García-Basteiro para tratar de rastrear de dónde salían esos datos. «Lo seguimos desde el principio y cuando apareció el estudio de la hidroxicloroquina vimos el mismo patrón, una base de datos gigante de la que nunca se había oído hablar», comenta Chaccour, «por eso fuimos de los primeros en escribir a la revista y decirles que los números no cuadraban».
Los tres estudios en los que aparecía la gigantesca base de datos de Surgisphere (el de ‘The Lancet’, el de ‘NEJM’ y el ‘preprint’) contenían «cosas muy raras que no coincidían con los datos de pacientes de los países o de la OMS, y encima no especificaban qué países o qué hospitales participaban, la opacidad era muy grande», apunta García-Basteiro, que también trabaja en el ISGlobal.
Las cifras de España no cuadraban, tampoco las de otros países, pero las de África eran completamente absurdas por el número de pacientes y las infraestructuras de este continente. «Nos hacían sospechar muchísimo. En teoría su base de datos se nutriría de la información electrónica de hospitales con los que tienen un acuerdo, pero esto es muy difícil y, además, ninguno de estos estudios incluía una aprobación ética por ningún sitio», señala.
Ante el escándalo, ‘The Lancet’ expresó su preocupación por la veracidad de los datos, prometió investigar y, finalmente, ha publicado una retractación del artículo firmada por tres de sus cuatro autores —el otro es Desai— en la que se disculpan y admiten que no pueden fiarse de la base de datos, explicando que no tuvieron acceso a la información que supuestamente manejaba Surgisphere. La empresa alega que facilitar estos datos «violaría los acuerdos con los clientes y los requisitos de confidencialidad». Lo mismo ocurrió con ‘NEJM’, aunque curiosamente el artículo en el que los autores se retractan incluye la firma del propio Desai. Por su parte, la OMS decidió reanudar los ensayos clínicos, como si no hubiera pasado nada.
«Veremos si las investigaciones continúan y se puede comprobar si todos estos datos eran fabricados o si realmente es una cuestión de inexactitudes y de acuerdos de confidencialidad, como ellos dicen, pero suena sorprendente, turbio y difícil de creer», afirma García-Basteiro. Para los expertos, resulta incomprensible que los datos no estén en la nube para que se puedan replicar los análisis estadísticos, cuestión que no tiene nada que ver con la confidencialidad.
No, Trump no tenía razón
En cualquier caso, si finalmente los datos no son más que un invento, cabe preguntarse cómo es posible que revistas de prestigio se dejen engañar de esta manera. Una clave es «la politización de la ciencia», opina Chaccour, «como Trump defiende la hidroxicloroquina, si yo le apoyo, amo este fármaco; y si no me gusta Trump, lo odio». Así que la pasión interfiere en un asunto que debería ser totalmente racional: apostar por la evidencia para realizar intervenciones médicas. En ese mismo sentido, en Francia se ha tomado casi como una cuestión de orgullo nacional porque «es un medicamento hecho en Francia y ellos lo probaron primero».
Sin embargo, «esto no va de si la hidroxicloroquina, la cloroquina o la ivermectina funcionan o no, lo único que decimos es que hace falta rigor científico antes de tomar decisiones que tienen una repercusión global enorme en medio de una pandemia», afirma el investigador del ISGlobal, «no se trata de apoyar tratamientos como si fuesen equipos de fútbol, primero hay que generar evidencias científicas».
«Que se paralicen un montón de estudios clínicos sobre un fármaco por un estudio muy cuestionable es muy preocupante. Todo indica que la hidroxicloroquina no funciona, pero que lo digan los ensayos clínicos», añade por su parte García-Basteiro.
Por eso, ni estaba justificado el respaldo personal de Trump a un tratamiento sin evidencias científicas ni el hecho de que ‘The Lancet’ se retracte del estudio que lo enterraba significa que el presidente tuviera razón. De hecho, los resultados de un estudio serio —esta vez sí, debería serlo— publicado el pasado miércoles en ‘NEJM’, indican que la hidroxicloroquina no previene la infección del coronavirus.
La crisis de las publicaciones científicas
¿O es que a partir de ahora hay que dudar de todas las publicaciones de las revistas serias? La metedura de pata de ‘The Lancet’ y ‘NEJM’ viene a sumarse a una importante pérdida de credibilidad de todo el sistema que se arrastra desde hace años o incluso décadas. Falta transparencia y el modelo está anquilosado.
El mercado de las revistas científicas es un gran negocio, ya que las editoriales cobran por todo a instituciones y países y no pagan por casi nada —ni siquiera a los revisores de artículos—, lo que pone muchas trabas a la libre difusión del conocimiento científico. Aunque, en teoría, garantizan la difusión de resultados fiables, este caso demuestra lo contrario y «no es la primera vez», recuerda Francisco Javier Sanz Valero, experto en documentación científica del Instituto de Salud Carlos III.
En su opinión, «la ciencia tiene que ser abierta» y por eso el movimiento ‘open science’, alentado sobre todo desde Europa, pretende sustituir el sistema de publicación tradicional. Con la llegada de esta pandemia, las revistas de calidad sufren un auténtico colapso ante el aluvión de publicaciones sobre covid-19 que reciben, pero la alternativa, que es la publicación de ‘preprints’ sin revisión por pares que tanto ha proliferado en los últimos meses para compartir rápidamente los resultados sobre coronavirus, es más rápida pero mucho peor en términos de fiabilidad. Así que probablemente estamos ante una crisis de modelo importante.
Por otra parte y directamente relacionado con este caso, cada vez es más imperiosa la necesidad de compartir las bases de datos. «Un artículo científico tiene que ser reproducible, así que, si apostamos por la ciencia abierta, que sea total. ¿Por qué no compartimos la fuente de la que sacamos los datos? Una vez publicado tu trabajo, ya te has llevado la medalla y no hay razón para no permitir que los colegas vean tu trabajo y los consulten», opina el experto.
El ‘open science’ no pretende acabar con la revisión de expertos, pero apuesta por una revisión abierta que aún habría que definir. «El proceso de revisión por pares no es perfecto ni infalible y puedes tener revisores que no cuestionen todos los asuntos clave», comenta García-Basteiro, como la exigencia de un comité ético para este tipo de estudios. «Es un fallo de control de calidad», probablemente, debido «a las prisas y a las ganas de tener impacto» en medio de la pandemia, y más si el objeto de la investigación ha estado en boca de Trump.
Pero, a parte de la negligencia de las revistas, ¿qué lleva a una empresa a impulsar un supuesto fraude de este calibre? Publicar en ‘The Lancet’ y ‘NEJM’ es «el sueño del mejor investigador del mundo», comenta el científico de ISGlobal, «abre muchas puertas después, ayuda a conseguir proyectos y es un espaldarazo si buscas crecer rápido», sobre todo teniendo en cuenta «el ego científico que hay».
¿Dónde están los cortafuegos? Los expertos creen que este caso puede sentar un precedente y reivindican más transparencia: «Las revistas pueden cometer fallos, pero no puede ser que esto derive en decisiones de salud pública solo porque tienen mucho prestigio. Cuando nosotros les enviamos argumentos serios, tienen que reaccionar muy rápido para minimizar el daño que pueden ocasionar a las políticas sanitarias o a proyectos de investigación, son rápidas para publicar y lentas para retractarse», critica García-Basteiro.
Fuente: elconfidencial.com