Arsénico, el rey de los venenos
El arsénico fue el rey de los venenos durante el siglo XIX. Era ampliamente utilizado en la vida cotidiana y formaba parte de matarratas, pigmentos, papeles pintados, pesticidas y hasta de medicamentos. Su uso en la agricultura y en la medicina se intensificó a principios del XX. En la actualidad, su presencia en las aguas subterráneas lo transforma en uno de las diez sustancias más peligrosas para la salud humana, según los informes de la OMS. Y, sin embargo, ha perdido su puesto de honor como rey de los venenos. ¿Por qué? Es necesario revisar cómo el arsénico dejó de ser un problema policial para transformarse en materia de salud pública y riesgo medioambiental. Dedicaremos varias entradas del blog a este tema.
La facilidad con la que podía obtenerse en el comercio era una de las claves que hicieron del arsénico el rey de los venenos durante el siglo XIX. Pero también hubo otros factores que están relacionados con las propiedades físicas, químicas y médicas del arsénico. Con este nombre, se conocía habitualmente a lo que los químicos modernos denominan trióxido de diarsénico, óxido arsenioso y óxido de arsénico (III), y que suelen representar con la fórmula As2O3. Pero mantendremos aquí la denominación más tradicional: arsénico, sin más. Es un polvo blanco, cristalino, que no se diferencia excesivamente de sustancias de la vida cotidiana como la harina o el azúcar, por lo que es fácil mezclarlo con ellas. Apenas tiene sabor, por lo que se puede suministrar en comidas sin levantar demasiadas sospechas. Frente a estos rasgos físicos y organolépticos más bien anodinos, el arsénico tiene unas propiedades venenosas muy notables. Actúa sobre diversas partes del cuerpo humano y conduce a una gran diversidad de síntomas que dependen de las dosis, el modo de administración y las características particulares de la víctima. Muchos de estos síntomas se asemejan a otras enfermedades. En la década de 1830, cuando el cólera llegó a las ciudades europeas, muchas de las primeras víctimas pensaron que habían sido envenenadas con arsénico y se llegó a perseguir a diversas personas por estos supuestos crímenes.
En estas circunstancias, la detección de los homicidios mediante arsénico era un reto para jueces durante los primeros años del siglo XIX, cuando surgieron muchos ingredientes de los códigos judiciales modernos en Europa. El carácter secreto y subrepticio del crimen de envenenamiento, generalmente perpetrado en el hogar por personas cercanas a la víctima, otorgaban poco valor a las pruebas testificales habituales. Era raro que un testigo pudiera observar el momento en el que se producía el crimen. Y, mucho menos, que el testigo pudiera ofrecer pruebas definitivas sobre, por ejemplo, la naturaleza del polvo blanco que sospechosamente se había mezclado en el caldo suministrado a la víctima. Para saber si se trataba realmente de arsénico era necesario realizar una prueba pericial. Se requería la participación de personas con formación en química y medicina, con capacidad para identificar sin ambigüedades el veneno. Desde la baja Edad Media, al menos, resulta posible encontrar la participación de médicos en juicios por este tipo de crímenes.
Para detectar el arsénico, al igual que otros venenos, los médicos forenses de principios del siglo XIX contaban con varios procedimientos: los síntomas clínicos de la víctima, las autopsias, los análisis químicos y la experimentación animal. Debido a las variadas propiedades del veneno, los síntomas y las autopsias solían dar resultados poco concluyentes. Como se ha indicado, el arsénico produce síntomas variados que pueden ser confundidos con enfermedades comunes. Los experimentos con animales pueden también ser fuentes de errores. Desde la Edad Media era habitual ofrecer a un animal doméstico una muestra de las sustancias sospechosas, con el objetivo de comprobar si era un veneno. Pero los médicos pronto se dieron cuenta que la muerte de los animales podía deberse a múltiples circunstancias y que, por otra parte, había productos venenosos para los seres humanos que eran inocuos para los animales (y viceversa). Este tipo de pruebas continuaron siendo comunes durante el siglo XIX, aunque eran fácilmente criticadas por la defensa que exigía métodos más seguros.
Frente a estas ambigüedades, los análisis químicos parecían ofrecer una respuesta a estos problemas. El más sencillo de todos era de carácter organoléptico: se coloca la muestra sospechosa sobre carbón ardiente para provocar su sublimación. Si el producto desprendía olor a ajo, los investigadores asumían que se trataba de arsénico. Estos métodos organolépticos eran, sin embargo, ampliamente criticados porque dependían de las habilidades olfatorias de los peritos, tal y como pudo comprobarse cuando se revisaron las técnicas de detección de la sangre. Otros métodos más seguros estaban basados en reactivos coloreados. Se añadían productos químicos que producían un color específico con el veneno analizado.
En este contexto, la prueba del crimen de envenenamiento era un auténtico reto para los peritos, sobre todo cuando se enfrentaban a abogados defensores con suficiente imaginación o con el asesoramiento de otros peritos que apuntaban los potenciales errores del análisis. Los crímenes de envenenamiento estaban castigados con la pena de muerte en la mayor parte de los países europeos durante el siglo XIX. Una confusión en el análisis, sobre todo si implicaba un falso positivo, podía conducir a un error judicial de consecuencias irreparables. “¿Quién repondría la cabeza sobre los hombros del falso acusado por un análisis químico confuso?”, se preguntaba retóricamente un autor del siglo XIX durante un famoso juicio de envenenamiento en Francia. Dada la inexistencia de otro tipo de pruebas, el peso de la responsabilidad recaía sobre los peritos que no siempre estaban de acuerdo en identificar a ciencia cierta los colores correspondientes a cada precipitado. A finales de 1830, cuando una ola de crímenes mediante arsénico parecía estar recorriendo Europa, un nuevo método de análisis surgió para responder a estos problemas: el ensayo de Marsh, del que se tratará en la próxima entrada del blog.
Fuente: investigacionyciencia.es