Los púlsares cumplen 50 años
El 28 de noviembre de 1967, hace ahora 50 años, la estudiante de doctorado Jocelyn Bell detectó una extraña señal celeste entre los datos de un radiotelescopio que acababa de ayudar a construir en el Observatorio Mullard de Radioastronomía, de la Universidad de Cambridge. El aparato había sido diseñado por su director de tesis, Antony Hewish, para observar fuentes de radio mediante una nueva técnica. La señal había aparecido por primera vez el 6 de agosto de ese año, pero aquel día de noviembre Bell obtuvo la primera prueba de que se repetía con una regularidad asombrosa en intervalos de poco más de un segundo. Ningún objeto astronómico conocido parecía ser capaz de radiar de esa manera.
Los análisis posteriores revelaron que la enigmática señal consistía en una serie de pulsos de radio muy breves, procedentes de un objeto no mayor que un planeta y que se repetían cada 1,337 segundos con una precisión de más de 1 entre 10 millones. Tras buscar largamente dónde podía hallarse el error, y después de descartar que el fenómeno se debiese a una interferencia de origen humano (sondas espaciales, radares, transmisiones terrestres reflejadas en la luna…), Bell y Hewish llegaron a plantearse la posibilidad de que fuese un mensaje extraterrestre, razón por la que, en privado, apodaron la fuente LGM, por las iniciales en inglés de little green men, “hombrecitos verdes”. Un mes después, Bell detectó otra señal de características similares en una zona distinta del cielo. Ello echaba por tierra la hipótesis alienígena y dejaba claro que se trataba de un nuevo tipo de objeto astronómico. Sin embargo, su origen seguía envuelto en misterio.
Hewish, Bell y otros miembros del equipo publicaron sus resultados en Nature en febrero del año siguiente. El anuncio causó un gran revuelo tanto entre la comunidad científica como en los grandes medios, quienes pronto se lanzaron a darle un nombre: pulsar. El término fue acuñado por Anthony Michaelis, periodista científico del Daiy Telegraph, en un artículo publicado el 5 de marzo de 1968. El día anterior Michaelis había entrevistado a Hewish en Cambridge y, durante la conversación, le sugirió la palabra pulsar como acrónimo de pulsating star (“estrella pulsante”). El neologismo fue recibido con aprobación por parte del astrónomo, por lo que Michaelis se vio justificado a usarlo en su pieza. El nombre cuajó.
Hoy sabemos que los púlsares son estrellas de neutrones muy magnetizadas que rotan a gran velocidad. Al hacerlo, emiten un haz de radiación que puede verse cada vez que el eje magnético apunta hacia la Tierra, a lo que deben su carácter pulsante. Las estrellas de neutrones son, a su vez, el resto compacto que queda tras una explosión de supernova. Con un diámetro de unos 10 kilómetros pero con una masa equiparable a la del Sol, se trata de los objetos más densos del universo conocido a excepción de los agujeros negros. Aunque el artículo original de Hewish, Bell y su equipo ya mencionaba una posible explicación en términos de enanas blancas o estrellas de neutrones, la descripción precisa del fenómeno fue publicada en mayo de 1968 por Thomas Gold, de Cornell. Las estrellas de neutrones habían sido predichas de forma teórica en los años treinta del siglo XX, pero hasta entonces nadie las había visto.
Pero los púlsares no solo sirvieron para confirmar la existencia de uno de los astros más exóticos del cosmos. En 1974, Russell Hulse y Joseph Taylor descubrieron el primer púlsar binario: un sistema formado por un púlsar y una estrella de neutrones muy próximos entre sí y en órbita en torno al centro de masas común. El estudio de sus pulsos permitió obtener la primera prueba indirecta de la existencia de ondas gravitacionales, ya que el sistema perdía energía rotacional al mismo ritmo que, según la teoría de la relatividad general de Einstein, debía hacerlo por la emisión de radiación gravitatoria. Años más tarde, en 1993, Hulse y Taylor verían recompensado su hallazgo con la concesión del premio Nobel de física.
Por extraño que pueda parecer hoy, los primeros exoplanetas confirmados fueron descubiertos en torno a un púlsar: en 1992, Aleksander Wolszczan y Dale Frail publicaban en Nature el hallazgo de dos planetas de masa similar a la de la Tierra, hoy conocidos como Poltergeist y Phobetor, alrededor del púlsar PSR B1257+12. Fue el análisis detallado de los tiempos de llegada de sus señales de radio lo que permitió inferir la existencia de un sistema planetario a su alrededor. De hecho, la cadencia de algunos púlsares es tan regular que rivaliza en precisión con la de los relojes atómicos, una propiedad que ha dado lugar a un programa de investigación aún en curso para detectar ondas gravitacionales, esta vez de de forma directa. En la actualidad el campo sigue deparando sorpresas. A principios de este año se publicaban los primeros indicios de un nuevo tipo de púlsar en el que el objeto compacto no es una estrella de neutrones, sino una enana blanca.
Hoy los astrónomos han identificado unos 2000 púlsares, el más célebre de los cuales probablemente sea el que ocupa el centro de la espectacular nebulosa del Cangrejo. Con todo, el descubierto por Bell hace 50 años, inicialmente llamado CP 1919 (“Púlsar de Cambridge a 19 horas y 19 minutos de ascensión recta”) y hoy conocido como PSR B1919+21 o PSR J1921+2153, llegó también a la cultura popular por medio de una curiosa vía: una llamativa visualización gráfica de sus emisiones fue la imagen escogida por la banda británica Joy Division para ilustrar la cubierta de su primer álbum, Unknown Pleasures, aparecido en 1979. La imagen había sido tomada de la edición de 1977 de la Cambridge Encyclopaedia of Astronomy, aunque había sido generada en 1970 por Harold Craft para su tesis doctoral en Cornell y ya había sido reproducida en 1971 en un artículo de Scientific American, “The nature of pulsars”, de Jeremiah P. Ostriker.
En 1974, Antony Hewsih compartió el premio Nobel de física por sus investigaciones pioneras en radioastronomía y “por su papel decisivo en el descubrimiento de los púlsares”. En una de las decisiones más criticadas de la Academia Sueca, el galardón dejó de lado la contribución clave de Bell. Treinta años después, la astrónoma lo explicaba así en la revista Science: “Podría decirse que mi condición de estudiante y tal vez mi género fueron también mi ruina con respecto al premio Nobel […]. En aquel momento la ciencia aún se percibía como una actividad de hombres distinguidos que lideraban equipos de subalternos anónimos, los cuales cumplían órdenes y solo hacían lo que se les indicaba”. Sobre la situación de sus colegas investigadoras, Bell concluía: “En el pasado ha habido excelentes astrónomas cuyas aportaciones no se han visto debidamente reconocidas. […] Espero que las mujeres más jóvenes encuentren el campo cada vez más abierto y receptivo y que sus logros sean aceptados sin reparos”.
Fuente: investigacionyciencia.es