El diván de Freud, el mueble que cambió la psiquiatría
La dirección más real de la ficción es 221B de Baker Street, en donde el sagaz Sherlock Holmes atendía a sus clientes, mientras que la dirección más ficticia de la realidad es, sin duda, Berggasse 19, en donde Sigmund Freud psicoanalizaba a sus pacientes.
La casa de Freud –en donde vivió con su familia 47 años- es un oasis para los curiosos, allí hay 22.000 piezas, entre las que se incluyen libros, autógrafos, fotos y objetos personales. En esta vivienda estuvo uno de los muebles más famosos de toda la historia de la ciencia, el diván.
Hollywood ha contribuido enormemente a alimentar el estereotipo de la consulta de psicólogos y psiquiatras. ¿Quién no recuerda el sofá de cuero negro de “Annie Hall”, en el cual se tumbaba Alvy Singer con un gesto de culpabilidad? Seguramente a más de uno le sorprenderá saber que las referencias más tempranas a esta célebre pieza de mobiliario aparecen en películas estadounidenses de los años 30.
Mucho más que un mueble victoriano
Cuando uno piensa en Freud inevitablemente nos viene la imagen de una mujer victoriana tumbada plácidamente en un diván. Parece ser que el origen de este mueble hay que buscarlo en un donativo que recibió Freud de una agradecida paciente –Madame Benvenisti- en 1890. Antes de que el sillón asumiera un rol propio, el galeno había ensayado con otros recursos, desde electroterapia hasta masajes y baños, siempre con resultados insatisfactorios.
El diván formaba parte del universo freudiano, al igual que sus antigüedades, sus libros, su escritorio y las gafas de lunas redondas. El turista mitómano e inadvertido se desilusiona cuando visita la casa vienesa del padre del psicoanálisis, ya que actualmente el diván se encuentra en el número 20 de la londinense Maresfield Gardens, el último domicilio del neurólogo.
El diván consta de tres piezas, la almohadilla para la cabeza, el forro protector para los zapatos y la extensión donde el paciente se reclina, todo ello revestido con una alfombra persa. Este mobiliario ayudaba a crear un ambiente propicio, en el que el paciente se abstraía del entorno y “decía lo primero que le venía a la mente”. Esta teoría de la libre asociación encajaba perfectamente con las teorías freudianas del psicoanálisis.
Respecto a la ubicación del terapeuta durante la sesión también fue motivo de preocupación. Freud ensayó diferentes posiciones después de que una paciente tratara de seducirlo mientras estaba recostada en el diván. Al final optó por colocar su butaca verde de respaldo cóncavo detrás del cabecero del diván, allí podía escuchar sin ser visto. En cierta ocasión le dijo a un amigo: “no puedo permitirme que me miren ocho horas al día”.
Cuando Freud psicoanalizó a Mahler
En 1910 Gustav Mahler pidió una cita a Freud a través de un telegrama, luego la canceló al cambiar de opinión y esto se repitió una segunda vez. Al final envió un tercer telegrama –en esta ocasión urgente- pidiendo desesperadamente su ayuda. El compositor pasaba por un bache anímico tras enterarse de que su esposa Alma mantenía una apasionado romance con el arquitecto Walter Gropius. En aquel momento se preparaba para el estreno de la sinfonía número 8.
Freud se encontraba disfrutando de unas vacaciones en el Mar del Norte, pero no dudó en concertar una consulta con Mahler en Leyden. En esta ciudad holandesa –cuyo nombre significa sufrimiento- le psicoanalizó durante cuatro largas horas, en la que el músico le habló de sus miedos y sus complejos (la lucha entre Tánatos y Eros). Parece ser que aquella sesión fue muy gratificante para el compositor, hasta el punto de que puedo reincorporarse a sus labores de director y realizar una gira por Estados Unidos.
Cuando meses después Gustav Mahler falleció, Freud escribió a su viuda una breve carta en la que reclamaba los honorarios de la sesión de Leiden, que nunca había llegado a cobrar. La factura fue la génesis de un odio permanente hacia el neurólogo, hasta el punto de que Alma Mahler se dirigía a él en público como “el idiota de Freud”.
Fuente: abc.es