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Luna de sangre

W. Luis Mochán

Instituto de Ciencias Físicas, UNAM. Miembro de la Academia de Ciencias de Morelos

Esta publicación fue revisada por el comité editorial de la Academia de Ciencias de Morelos.

Cuando subí la vista y la descubrí, la Luna estaba radiante, casi dos veces más brillante que el día anterior (ver nota 1), mostrándose íntegra en todo su esplendor. Se hallaba muy cerca (ver nota 2), a unas centenas de miles de kilómetros de distancia. Coqueta y juguetona, decidió esconderse. Halló un pequeño rincón sombreado, de apenas una docena de miles de kilómetros de diámetro, donde creía que no la encontraría. Sigilosa, caminó hacia su refugio lentamente, a miles de kilómetros por hora. Su sorpresa fue grande cuando la hallé. Me regresó la mirada, apenada, ruborizada, su rostro congestionado, rojo como la sangre.

Bueno, las cosas no fueron exactamente así, aquella noche de domingo, el 20 de enero pasado. La Luna sí pretendió esconderse detrás de la sombra que proyecta la Tierra, pero no lo logró del todo. Quedó parcialmente visible iluminada por una tenue luz rojiza que dio origen al término Luna de sangre. Lo que quiero contarles aquí es por qué quienes seguimos el eclipse pudimos ver la Luna aún en la fase total y por qué adquirió un tono rojizo, pues la explicación sirve para entender algunos aspectos de la física de la luz y otros fenómenos con los que estamos familiarizados.

Los eclipses lunares

Las etapas de un eclipse lunar pueden entenderse fácilmente (referencia 1) recurriendo a una simple ley: los rayos de luz se mueven en línea recta. Si un haz de rayos luminosos paralelos es interrumpido por algún objeto interpuesto en su camino, los rayos que siguen de frente continúan su camino recto sin inmutarse, de forma que la región que queda detrás del objeto queda en la sombra. Así como una bicicleta proyecta la sombra de sus ruedas en el piso y podemos proyectar siluetas de animales sobre una pared cuando iluminamos nuestras manos con una pequeña lámpara (figura 1), la Tierra proyecta la sombra de su silueta. Como la Tierra rota sobre su eje, cada día pasamos unas horas en su lado iluminado y otras, envueltos en su sombra. Así, luz y sombra hacen el día y la noche. Sin embargo, como el vacío es transparente, no percibimos la presencia de la sombra terrestre en el espacio exterior, más que cuando la Luna nos la recuerda durante los eclipses (figura 2).

Podríamos preguntarnos, si la Luna tarda poco menos de un mes en dar una vuelta alrededor de la Tierra, ¿por qué no hay un eclipse lunar y un eclipse solar cada mes? Las cosas son un poco más complicadas de lo que parecen. La órbita de la Tierra alrededor del Sol tiene forma de una elipse con el Sol en un foco, contenida en un plano llamado eclíptica. La órbita de la Luna alrededor de la Tierra es también una elipse que descansa en un plano, aproximadamente, con la Tierra en su foco, pero dicho plano no coincide con la eclíptica; está inclinado poco más de cinco grados. La Luna, la Tierra y el Sol solo pueden alinearse y producir eclipses cuando los tres se hallan en la línea nodal, la intersección de los dos planos. Además, el Sol perturba lentamente al plano de la órbita lunar.

De cuerpos celestes y sombras…

Las cosas son aún más complicadas que lo descrito arriba pues el Sol tiene un tamaño finito y es más grande que la Tierra. Los rayos luminosos provenientes del Sol que llegan a un punto tienen direcciones diferentes (figura 3). Por lo tanto, cuando la luna se empieza a ocultar en la sombra de la Tierra, la luz proveniente de algunas regiones del Sol puede ocultarse antes que la proveniente de otros. Por ello debemos distinguir entre dos tipos de sombras, la penumbra, a donde aún llega luz desde algunas regiones y la umbra a donde no llega luz alguna (figura 4). Como se ve en la figura, la umbra de la Tierra, donde el sol es bloqueado totalmente por la tierra, es finita y se extiende apenas ~1.5 millones de kilómetros (los dibujos no están a escala), como podría calcular el lector versado en trigonometría usando el radio del Sol (~700,000km), la distancia de la tierra al Sol (~150 millones de km) y el radio de la Tierra (~6,500kms). En la figura 5 podemos apreciar cómo se vio la luna durante las diversas fases del reciente eclipse.

Habiendo entendido lo anterior, el atento lector ha de sentirse inquieto. Si en la umbra toda la luz solar es bloqueada por la Tierra, ¿por qué pudimos ver la Luna durante la fase total del eclipse? Además, ¿por qué la vimos teñida de rojo? Lo que sucede es que no todo lo escrito arriba es verdad. La luz no siempre se mueve en línea recta. Por ejemplo, al pasar de un medio transparente a otro, la luz se refracta, al pasar por una apertura pequeña o alrededor de un obstáculo pequeño, la luz se difracta, y cuando choca con polvo, hielo o pequeñas gotas de agua, rebota. En todos estos fenómenos, la luz cambia su dirección de propagación abandonando su trayectoria recta. Pero hay un fenómeno más sutil que es el responsable del carmesí lunar: el esparcimiento de Rayleigh (referencia 2). Podemos entenderlo sabiendo que la luz es una onda electromagnética, formada por campos eléctricos y magnéticos que oscilan a altísimas frecuencias y la materia está hecha de átomos y moléculas, a su vez hechas de partículas cargadas, masivos núcleos positivos y ligeros y móviles electrones negativos. El campo eléctrico de la luz hace oscilar a los electrones con una pequeñísima amplitud, es decir, polariza a los átomos. A su vez, esta polarización produce luz que se propaga en (casi) todas las direcciones, robándole energía a la luz incidente; ésta es la luz esparcida.

El campo dipolar y la luz

Hagamos un pequeño ejercicio dimensional para estimar cuánta energía es esparcida debido a la polarización de los átomos. Recordemos que el campo eléctrico producido por una carga q observado a una distancia r es proporcional a la carga e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, E(r)∝ q/r², (el símbolo ∝ significa proporcional a) además de ser radial y apuntar desde las cargas positivas y hacia las negativas. Si dos cargas iguales y opuestas ocuparan la misma posición, el campo producido por una anularía al producido por la otra, pero si separáramos ambas cargas una pequeña distancia d, las direcciones y tamaños de los campos producidos por cada una diferirían ligeramente, dando origen a un campo dipolar (ver figura 6). El campo dipolar crece y las líneas de campo se alejan del dipolo cuando la separación d entre las dos cargas aumenta. No es sorprendente entonces que el campo dipolar sea proporcional a d. Como las unidades del campo no deben cambiar, debemos normalizar la separación d dividiéndola entre alguna otra distancia, y la única distancia disponible es la distancia r entre el dipolo y el punto de observación. De esta manera, obtenemos que el tamaño del campo dipolar debe ser E(r)\∝(q/r²)×(d/r)=qd/r³.

Conforme el dipolo oscila, las cargas se separan y se vuelven a juntar una y otra vez. Mientras tanto, sus líneas de campo se alejan del dipolo y luego regresan a él hasta desaparecer. Las líneas más lejanas deben hacer este viaje de ida y vuelta más rápidamente que las líneas cercanas, pero como no podrían superar la velocidad de la luz, el campo muy lejano se libera del dipolo dando lugar a un campo electromagnético que se aleja libremente en forma de luz.

Podemos averiguar cuánta energía luminosa esparce un átomo observando cuánta energía atraviesa una gran esfera que lo rodee. El resultado debe ser el mismo, independientemente de cuál sea el radio, elegido arbitrariamente, para dicha esfera. Como el área de una esfera crece con el cuadrado de su radio, entonces la intensidad I del campo radiado (la energía que lleva a una superficie por unidad de área y de tiempo) debe decrecer con el inverso del cuadrado de la distancia, es decir, I∝1/r². Resulta que la intensidad de una onda luminosa es proporcional al cuadrado de su campo, I∝E². Por lo tanto, el campo lejano, el campo de radiación, debe ser inversamente proporcional a la distancia E∝1/r. Pero vimos un par de párrafos arriba que el campo dipolar es proporcional al inverso del cubo de la distancia. Necesitamos entonces una nueva distancia para obtener un campo dimensionalmente correcto. Para ello, echamos mano de la longitud de onda λ, la distancia entre máximos sucesivos del campo eléctrico, análogo a la distancia entre cresta y cresta de las olas producidas en un estanque con agua al que arrojamos una piedra. Finalmente, el campo de radiación es proporcional a E∝qd/rλ², la intensidad es proporcional a I∝E²∝q²d²/r²λ⁴, y la potencia total radiada es proporcional a P∝q²d²/λ⁴. Un cálculo más detallado nos proporcionaría la constante de proporcionalidad: P=cq²d²/3λ⁴, donde c es la velocidad de la luz (referencia 3).

El cielo, los atardeceres y los eclipses

Lo importante del cálculo anterior es que nos muestra que la energía radiada por un átomo o una molécula en la atmósfera es inversamente proporcional a la cuarta potencia de la longitud de onda, λ⁴=λ×λ×λ×λ. La longitud de onda es una medida de su color. Así, la luz azul tiene una longitud de onda cercana a 400nm (un nanómetro (nm) es una milésima de una millonésima de un metro). Por otro lado, la luz roja tiene una longitud de onda cercana a 700nm, que es casi el doble. Por esto, la luz roja se esparce (700/400)⁴=9.4 veces menos eficientemente que la luz azul. Esto explica muchos fenómenos. Por un lado, durante el día llega a nuestros ojos luz azul esparcida por átomos a todo nuestro alrededor (figura 7). ¡Esto explica por qué el cielo, hacia donde lo volteemos a ver, es azul! Por otro lado, también explica por qué durante el ocaso, en que la luz tendría que recorrer una distancia mayor dentro de nuestra atmósfera para llegar del Sol a nuestros ojos, casi no nos llega luz azul directamente del Sol, pero si nos llega luz roja, la cual se esparce mucho menos. ¡Esto explica por qué las puestas de sol son rojas! Parte de esta luz roja que puede atravesar la atmósfera y llegar a nuestros ojos durante el crepúsculo, también puede atravesarla totalmente para abandonar la Tierra del lado nocturno e iluminar la Luna. Típicamente no notamos esta débil iluminación roja, pues la luz que llega directamente del Sol a la Luna es mucho más intensa, pero durante un eclipse lunar total, en que no le llega nada de luz directamente desde el Sol, la poca luz que le llega a través de nuestra atmósfera nos permite verla completa durante la fase total, pero de color rojo.

En resumen, manejando unas cuantas ideas, como son, la propagación en línea recta de la luz, la composición de la materia por partículas cargadas, la polarización de la materia por sus interacciones eléctricas con la luz, las leyes de la electrostática, la relación entre intensidad y campo en una onda y la consistencia dimensional de las ecuaciones de la física nos ha permitido explicar los eclipses, el origen de la luz, el color del cielo, el color de los atardeceres y la luna de sangre.

Agradezco el apoyo de DGAPA-UNAM bajo el proyecto IN111119.

Esta columna se prepara y edita semana con semana, en conjunto con investigadores morelenses convencidos del valor del conocimiento científico para el desarrollo social y económico de Morelos. Desde la Academia de Ciencias de Morelos externamos nuestra preocupación por el vacío que genera la extinción de la Secretaría de Innovación, Ciencia y Tecnología dentro del ecosistema de innovación estatal que se debilita sin la participación del Gobierno del Estado.

Referencias

1 Lunar eclipse – Wikipedia https://bit.ly/2MAFJ21

2 Rayleigh scattering – Wikipedia, https://bit.ly/2FR8neD .

3 Dipole – Wikipedia https://bit.ly/2B6FDul

Notas

Curiosamente, la luna es mucho más brillante cuando está llena que cuando está casi llena, debido a un fenómeno llamado localización débil.

Una peculiaridad del eclipse de 2019-01-20 es que la Luna se hallaba en su perigeo, el punto de su órbita más cercano a la Tierra.

Fuente: Academia de Ciencias de Morelos