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La revolución inconclusa: Por una democracia progresista

Dante Salgado

Es profesor-investigador del Departamento Académico de Humanidades en la Universidad Autónoma de Baja California Sur.

Cuando se enuncia el vocablo democracia es inevitable pensar en la Antigua Grecia y en aquel puñado de fabulosos pensadores que establecieron paradigmas que, después de más de dos milenios, siguen siendo una herramienta valiosa para la abstracción y la reflexión. No dejamos de repetir que somos herederos, en Occidente, del modo griego, o helenístico, de leer y descifrar nuestra existencia y, con ella, el mundo que nos rodea. Y no deja de ser asombroso, como sostiene Irene Vallejo, que somos más griegos de lo que creemos o aceptamos: nos gusta hablar –a través del monólogo o diálogo– y que nuestras opiniones se escuchen en el ágora, hoy día convertido en libros, estaciones de radio y televisión o plataformas digitales.

En esta dialéctica se enmarca el libro de Cuauhtémoc Cárdenas Por una democracia progresista. Título sugerente y cargado de sentido. Es un texto publicado en noviembre de 2021, es decir, aparece en un momento en el que en muchos países se somete a revisión el concepto de democracia por la coincidencia de gobiernos que parecieran desdeñarla e, incluso, atacarla.

Cuauhtémoc Cárdenas sostiene su disquisición crítica sobre una idea central: la Revolución mexicana quedó inconclusa y distintos gobiernos, en lugar de esforzarse por cerrar ese ciclo, lo desvirtuaron alejándose del mandato popular que exigía justicia social, con todo lo que ello implica.

Desde luego que esta idea admite réplica y, no tengo duda, uno de los propósitos del autor es, justamente, abrir debates que contrasten los puntos de vista. Ello habla de la postura que a lo largo ya de muchos años ha tenido Cárdenas y que lo han convertido en un referente indispensable cuando se habla de la transición democrática en México. Él es parte indisoluble de un capítulo crucial y trascendente para entender los tiempos que corren en nuestra patria.

Cárdenas sostiene que: “Quienes participaron en la Revolución tenían conciencia de que la raíz democrática e igualitaria venía de muy atrás. Se identificaban con las corrientes históricas libertarias de origen popular y en función de ellas, actualizadas en el tiempo, fueron construyendo sus identidades y adoptando sus posiciones”. Esta sola afirmación obligaría a repasar el debate que durante años se ha planteado y a volver a las preguntas necesarias: ¿la mexicana fue de veras una revolución o sólo una revuelta?, ¿los revolucionarios, no pocos de ellos empujados a veces más por el azar que por las convicciones, tenían claridad de los motivos de la lucha?, ¿fue una revolución o múltiples movimientos inspirados por la realidad y los intereses locales y regionales?

Imposible olvidar la escena de Los de abajo, escrita en medio del fragor revolucionario, en donde al ser cuestionado Luis Cervantes de qué hacía en la zona ocupada por los rebeldes, respondió que quería unirse al grupo porque perseguía los mismos ideales y defendía las mismas causas que ellos, a lo que el líder Demetrio Macías respondió sorprendido: “–¿Pos cuál causa defendemos nosotros?…”, sintetizando su pregunta respuesta lo que sostiene una parte de la historiografía: que la revolución, teniendo causas de fondo, éstas pudieron articularse ya bien avanzado el movimiento armado.

Y aunque Mariano Azuela logró con su novela dejar una huella por demás realista, lo central es volver al argumento de Cárdenas. Y, sobre todo, a partir del tiempo actual para preguntarnos ¿en qué México pide el autor impulsar una democracia progresista? En uno desigual, inequitativo, injusto, violento. En un México en donde la transición democrática no puede trascender el pasado secular que forjó un poder unipersonal heredado, a su vez –sostiene Octavio Paz– de fraguar al tlatoani prehispánico, al monarca español y al caudillo árabe. En un México en que, a pesar de tener una estructura jurídica amplia y un aparato de procuración de justicia articulado, los índices de impunidad son lacerantes.

Cárdenas concibe la revolución como un movimiento vivo con una profunda raíz social y sostiene que, aunque por momentos ha sido pausada e incluso desvirtuada, no ha concluido porque la deuda con las clases menesterosas sigue siendo muy grande. Propone, y es una idea inteligente, una nueva Constitución Política que se centre en modelos económicos alternativos que auspicien una distribución más justa de la riqueza, pues sí hay “caminos diversos a la globalización neoliberal”.

La educación es central en el pensamiento de Cárdenas; repasa la historia del artículo tercero constitucional y afirma con realismo que su contenido se trata, todavía, de una aspiración difícil de alcanzar, pues el Estado mexicano no logra financiar completamente la educación de todos los niños, niñas y jóvenes. Al referirse a la educación superior, es más contundente y señala que falta mucho más presupuesto para ser considerada “como actividad prioritaria para practicar la justicia social e impulsar el desarrollo económico”, por lo que “no se ve factible que este ideal pueda alcanzarse a corto ni a mediano plazo, aunque debiera ser la meta de una democracia progresista hacerla realidad en el periodo más breve posible”. Y propone la vía para materializar esta obligación ineludible: “Un cambio en la política de educación superior tendría que estar vinculado a una reforma fiscal y a una reforma de las instituciones universitarias mismas”. Es decir, la educación, en todos los niveles, como base indispensable para crear y ejercer una plena ciudadanía, exige cambios de fondo que siguen pendientes.

Para Cárdenas “la obra constructiva de la Revolución mexicana se encuentra detenida”, en buena medida porque no hemos podido afianzar una democracia progresista que vea, de verdad, por quienes menos tienen. El modelo neoliberal, sostiene, centra sus esfuerzos democráticos más en lo electoral que en lo social. Y con la honestidad intelectual que lo caracteriza y lo hace un mexicano ejemplar sostiene que estamos aún “muy lejos para llegar a una etapa de desarrollo político y social en la que, cumplidas las metas revolucionarias, el país sea una auténtica democracia progresista, con una sociedad igualitaria, una economía en expansión, una cultura floreciente y todo ello dentro de un pleno Estado de derecho”.

Tiene una visión muy puntual de democracia: significa “desconcentrar el poder, descentralizar, acercar la toma de decisiones, las responsabilidades y la rendición de cuentas a los ciudadanos, a los municipios, a los estados, a la sociedad organizada”. Significa, en síntesis, “redistribuir el poder”, lo que demanda que “la fraternidad sea la conducta que caracterice la unidad y la identidad de los mexicanos”.

Por una democracia progresista es la reflexión de quien viene de vuelta de los avatares existenciales; es un generoso punto de vista de quien interpuso, en momentos cruciales de la historia contemporánea, los altos intereses de la patria por los personales o de grupo. El libro de Cuauhtémoc Cárdenas ha querido leerse como una crítica a la circunstancia política actual. No lo leo así, aun y cuando pone en duda –de manera implícita– los cortes históricos, ahora tan manidos, que tratan de explicar los puntos de inflexión de nuestro país. Por una democracia progresista es el ejercicio de un pensamiento crítico, por demás escaso en la tradición latinoamericana, que mira más allá del fugaz instante de un sexenio y que propone un modelo que nos obliga a dejar de lado el dogmatismo.

Fuente: elsoldemexico.com.mx