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La cincuate y su sueño

José de Jesús Fuentes y Bazán

Centro de Investigaciones Biológicas del Noroeste; S.C. “Publicación de divulgación del Centro de Investigaciones Biológicas del Noroeste, S.C.”

Allá por la tierra de las garzas y el jaguar, en el tiempo de cuando los animales hablaban, cuentan los que vieron, —yo no estaba ahí, pero me dijeron— que en cierta ocasión, hace muchos años, un ajolote que vivía en la zona lacustre de Xochimilco, entre bocado y bocado de crustáceos, larvas e insectos, contaba a un par de traviesos tlacuachitos de hocico largo y puntiagudo, quienes, relamiéndose sus largos bigotes con sus pequeñas orejas pelonas, escuchaban con atención, la historia de una culebra con plumas que dice más o menos así:

—Érase una vez y, mentira no es, que un día la tierra se sacudió tan fuerte que apareció de entre un montón de hojarasca un huevo muy peculiar, de cascarón blando y alargado. El huevito rodaba de aquí para allá y de allá para acá, mientras el suelo seguía en movimiento, hasta que fue a dar contra un bote de basura que estaba justo fuera del pórtico de la primaria rural en San Pancho Teotihuacán.

Con tanto bamboleo, el huevo terminó por romperse, apareciendo una lengua larga de la boca de una pequeña culebra de color amarillo mostaza. Temerosa, volteaba para un lado y para el otro, hacia arriba y hacia abajo. Al ver desolado el lugar, sintió mucho miedo. Y, de repente, el viento sopló fuerte hojeando a su paso un libro en cuyo interior (en una de sus páginas) se veía la ilustración de Quetzalcóatl, la poderosa serpiente emplumada, quien era un Dios venerado por nuestros ancestros. La culebrita observó su cuerpo y descubrió semejanza con él, notó que, como ella, él tampoco tenía brazos ni piernas, aunque en la imagen mostraba grandes dientes, un cuerpo enorme con hermosas plumas y podía volar.

Ella pensó que al crecer, también le crecerían alas. Pensando eso, pasaba los días trepada en un nopal, devorando tunas, ya que el vivir pegada a la tierra le causaba mucho miedo. Además, sentía que se ensuciaba su vientre liso, de coloración blanco y crema. Desde ahí veía a las aves surcar el cielo, anhelando que llegara el día en que ella pudiera hacerlo. Los días pasaban, su cuerpo crecía, su piel se cubría de escamas, sólo de escamas, con manchas cuadrangulares negras.

Se puso triste; sin embargo, ella no desistiría de su deseo de volar. Un día, subió hasta la cima de un frondoso capulín y cerrando los ojos, a la voz de ¡uno, dos, tres!, saltó en picada, dando de cabeza directo al suelo. Del golpe tan fuerte que se dio, salió volando uno de sus dientes, quedándose chimuela. Las aves que presenciaron el acto se reían a carcajada abierta al verla fallar en su intento de volar. Adolorida, molacha y humillada, la culebra se internó en los magueyes, pensando en su trayecto, en qué pudo haber fallado. —¿Será que el árbol era muy pequeño? —Se cuestionaba y se respondía a sí misma: —tendré que buscar uno más alto. Sí, tal vez esa será la solución a mi problema de aviación, —se dijo. Observó a su alrededor, allá a lo lejos, en el cerro Gordo, entre pinos y encinos, había un gran árbol, un ahuehuete, que estaba al lado de un peñasco, tan alto que sus ramas al moverse parecían acariciar las nubes. Dos días le tomó llegar hasta él, fatigada, se tomó un respiro, tragó saliva y casi se arrepiente al ver lo alto que era; sin embargo, su deseo era más fuerte que su miedo. Lo trepó hasta llegar a la mitad y viendo lo que había avanzado, el vértigo empezó a hacerse presente, su cuerpo temblaba y aferrándose a una gran rama, enrolló su cuerpo, quedándose así hasta despuntar la mañana.

A esa altura, podía ver todo el valle, la majestuosidad de las pirámides, la del Sol, la de la Luna, las montañas alrededor, la hermosa llanura, así como el correr del agua cristalina del río San Juan. Maravillada con tanta belleza, se sintió poderosa y saltó desde ahí… para de nuevo estrellarse en el suelo, pero amortiguando un poco el golpe la capa blanda de follaje tendido. Las burlas de las aves y animales terrestres que presenciaron aquello no se hicieron esperar, soltando tremendas carcajadas, cuyo estruendo llegó hasta el Aztlán.

Una vaca de piel blanca con manchas negras que comía pasto ahí, al verla, se fue asustada… recordando lo que decían de ellas sus amigas, las otras vacas: —Esas culebras son hechiceras, nos duermen, para robarnos la leche.

La cincuata, adolorida, se tapó la nariz: —fuchi, qué feo huele aquí, —se dijo, al sentir la estela de mal olor que había dejado la vaca pinta.

La frustración cegó su razón y enojada planeó algo. Ideó un plan en el que se robaría un huevo, sí, un huevo, y no cualquier huevo. Aunque ella comía tunas y otras frutas, a diferencia de las culebras de su misma especie, que se alimentan de roedores, lagartijas y aves pequeñas. Esta vez se comería un huevo, no tan pequeño, que vio solo e indefenso en un nido bien tejido con trozos de arbustos y hojas suaves, en el risco que se encontraba al lado del gran ahuehuete. Subió de nueva cuenta al árbol y estando ya en el nido, miró fijamente al huevo, lo observaba y lo observaba. Lo veía y lo volvía a mirar, pero… no le parecía nada apetitoso. Con la punta de su lengua le dio una probadita, no le agradó el sabor. —¡Guácala! —exclamó. Imposible de gustarle, si ella era una culebra vegetariana. Sin embargo, estaba decidida a encajarle el diente, su único diente. Al penetrar el duro cascarón con el colmillo, el huevo se fisuró y emergió un polluelo rosado de grandes ojos castaños, con pico en forma de gancho. Ella, al verlo, se enterneció y recordó el temor que sintió al nacer y verse sola. Desistió de su intento por comérselo, de echárselo al plato, pues. Paciente, esperó días a que sus padres aparecieran, mientras ella lo alimentaba con chapulines, larvas y escarabajos. Pasaron varios días con sus soles, y noches con sus lunas. Y ellos no llegaron. —Los tlacuachitos, sentados entre la hierba verde con su larga cola, dura, escamosa y pelona, al igual que sus orejas pequeñas, siguieron con emoción y ternura la historia.

Ella, con bastante hambre, bajó del risco para buscar alimento —continuó el ajolote—, miró un manzano y no tenía frutos, así como tampoco en los árboles a su alrededor; las ardillas, los conejos y algunas aves se habían comido todo. Siguió buscando. De pronto, en la punta de un árbol, vio cómo el viento suave mecía una pera. Subió y subió, hasta lograr acercarse a ella; estiró su cuerpo de metro y medio tanto como pudo, pero la rama era frágil y estaba tan seca que se rompió y antes de que pudiera encajarle el diente, cayó, dando al suelo de nuevo, fracturándose la cola. Sin un diente y toda amoratada, pero con el honor intacto, se sacudió.

El conejo chamán, que andaba recolectando bayas, al ver lo ocurrido, acudió rápidamente a auxiliarla. Corriendo con el hermano erizo fue a pedirle dos de sus espinas para entablillarle la cola. Ya curada, y sintiéndose mejor, la angustia le asaltó; al ver caer el manto de la noche lloró, porque su polluelo se quedaría solo en el nido. Al ver su pena, un quetzal que sobrevolaba por ahí, se apiadó de ella y decidió llevarla entre sus alas hasta donde se encontraba el nido. Día tras día, los colibrís entre sus patitas le llevaban ciruelas para que se alimentara, porque ella ya no podía bajar del risco.

Pasó la primavera, llegó el verano y el polluelo crecía con hermosas plumas largas y anchas. Un día, emprendió el vuelo, se convertía en una majestuosa águila real, su plumaje cacao amarillento resplandecía con los rayos del sol.

Antes de la llegada del invierno, el águila, agradecida por el amor y el sacrificio de su madre (la culebra alicante), se arrancó con su pico algunas plumas, a las cuales untó con cera de abejas para cubrir con ellas el cuerpo de la serpiente. Ella, al verse vestida así, lloró de alegría. El águila la tomó con delicadeza con sus garras negras y fuertes, colocándola en su dorso y posteriormente abrió sus grandes alas y levantó el vuelo.

La cincuate, emplumada, recordando a Quetzalcóatl, por fin veía cumplir su sueño, surcar los cielos, perdiéndose en el horizonte.

Y… el ajolote terminó diciendo: —maíz prieto, amarillo, azul y colorado, esta historia se ha acabado.

Fuente: oem.com.mx

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