Eduardo López-Collazo
En ciencia, lo esencial suele ocurrir sin ruido. Mientras la opinión pública mira hacia los titulares del día, en los laboratorios se cocina —a fuego lento— algo más profundo: los descubrimientos que cambiarán la medicina, la energía y la forma en que entendemos la vida.
No se anuncian con fuegos artificiales, discursos políticos ni con modelos de tendencia en Instagram. Ocurren en silencio.
Durante años he repetido que la ciencia básica —esa que busca entender cómo funciona el mundo sin perseguir una aplicación inmediata— es la fuente de todo avance posterior. Y, sin embargo, todavía se considera un lujo, un gasto, una curiosidad académica.
Mas basta mirar a nuestro alrededor para comprobar que las terapias que hoy salvan vidas, las vacunas que controlan pandemias y los dispositivos que alargan la esperanza humana nacen de preguntas planteadas hace décadas, cuando nadie pensaba en resultados comerciales.
Vayamos por partes y pensemos en las vacunas de ARN mensajero.
En 1990, Katalin Karikó y Drew Weissman trabajaban en un laboratorio universitario, casi en el anonimato, tratando de entender cómo evitar que las moléculas de ARN activaran una respuesta inflamatoria.
He de confesarte que no buscaban una vacuna; querían comprender la comunicación celular. Tres décadas después, ese conocimiento permitió diseñar en meses una vacuna eficaz contra la covid-19.
No fue magia ni suerte: fue ciencia básica sostenida contra el desinterés y el escepticismo.
O pensemos en las terapias CAR-T, hoy aplicadas a leucemias y linfomas. Su origen no está en la oncología, sino en estudios sobre cómo los linfocitos reconocen antígenos.
La historia se comenzó a tejer en los años ochenta, científicos como César Milstein y Georges Köhler desarrollaron la tecnología de los anticuerpos monoclonales, con el objetivo de entender el sistema inmunitario. Varios años después, esa técnica se convirtió en la base de una revolución terapéutica.
Estos ejemplos no son excepciones: son la regla.
La ciencia básica es un proceso lento, acumulativo y, sobre todo, impredecible. Nadie puede anticipar qué hallazgo transformará el futuro. Por eso necesita confianza y tiempo. Sin ellos, se convierte en un terreno árido donde las ideas mueren antes de florecer.
En los últimos meses, varios descubrimientos silenciosos han pasado casi desapercibidos en la prensa general, pero su impacto podría ser enorme. Investigadores del MIT han desarrollado un método para reprogramar células epiteliales y convertirlas en productores de insulina. No es una terapia aún, pero abre la posibilidad de tratar la diabetes tipo 1 sin trasplantes.
En el Instituto Francis Crick de Londres, un equipo identificó un mecanismo de regeneración neuronal que podría aplicarse en enfermedades degenerativas.
En Japón, se publicaron datos sobre un nuevo tipo de célula madre intestinal capaz de revertir lesiones graves del tejido. Y en España, grupos del CNIC y del Instituto de Salud Carlos III exploran cómo el metabolismo inmunitario influye en la respuesta a infecciones y cáncer.
Todo esto no habría sido posible sin los estudios previos de biología celular, bioquímica y genética que llevan medio siglo construyendo los cimientos del conocimiento actual. No hay innovación sin comprensión profunda. Ningún medicamento, por más sofisticado que parezca, existe sin una molécula que primero fue observada, descrita y debatida en un experimento que a muchos les pareció irrelevante.
La economía también lo demuestra. Según datos del Banco Mundial, el 50% del PIB global se apoya hoy en tecnologías derivadas de la mecánica cuántica y la física de Einstein. Es decir, en teorías que hace un siglo parecían pura especulación.
Los semiconductores, la resonancia magnética, los paneles solares y los GPS existen porque alguien se preguntó, sin prisa, cómo se comporta la luz o cómo se curva el espacio-tiempo.
El problema es que vivimos en una época que premia lo inmediato. Queremos soluciones en el corto plazo, políticas que rindan resultados antes de las próximas elecciones, fármacos que lleguen al mercado en un año, titulares que simplifiquen lo complejo.
Pero la ciencia real no funciona así. Por mucho que quieran y desean, no es así. En cambio, exige una paciencia que el mercado no entiende y una confianza que los gobiernos a menudo olvidan.
Sin embargo, es esa lentitud la que nos protege.
Las prisas son enemigas del rigor y de la ética. La historia de la medicina está llena de ejemplos donde la velocidad costó vidas. La ciencia básica enseña justo lo contrario: detenerse, analizar y repetir. Es un método que no busca rentabilidad inmediata, pero sí conocimiento duradero.
Y hay algo más. La ciencia básica también genera cultura. ¡He dicho cultura!
Amplía la forma en que pensamos. Nos obliga a reconocer los límites de nuestra comprensión y, al mismo tiempo, a expandirlos. Entender cómo una célula se divide o cómo un fotón cambia de estado sirve para fabricar aparatos y, a la vez, cambia nuestra visión del mundo. Nos enseña que todo lo vivo, desde una bacteria hasta un ser humano, comparte un mismo lenguaje molecular. Esa conciencia es, en sí misma, un avance moral.
Podríamos aplicar esta lógica más allá del laboratorio. En la sociedad, como en la ciencia, tendemos a buscar respuestas rápidas. Pero los grandes cambios nacen de preguntas lentas. Preguntas que no tienen utilidad inmediata, pero que transforman la manera de pensar.
¿Cómo nos afecta la desigualdad a nivel biológico? ¿Por qué algunas emociones alteran el sistema inmunitario? ¿Qué hace que un grupo humano colabore o se destruya? Estas son preguntas científicas y, al mismo tiempo, políticas.
Cada euro invertido en ciencia básica retorna multiplicado. Lo dicen los economistas, pero también lo saben los hospitales. Los tratamientos que hoy aplicamos a diario son la rentabilidad de las ideas de ayer.
Sin embargo, seguimos recortando presupuestos, burocratizando la investigación y tratando a los científicos como empleados de corto plazo. Personas que trabajan por vocación y no es necesario pagarles lo que realmente valen.
Es un error estratégico: sin ciencia básica, no hay innovación; sin innovación, no hay futuro.
En España, el talento existe. Lo que falta es continuidad. Tenemos laboratorios que publican en las mejores revistas del mundo, grupos que trabajan en inmunología, neurobiología, materiales o energía.
Pero los proyectos suelen depender de convocatorias inestables, y eso impide consolidar líneas de trabajo a largo plazo. La ciencia necesita estabilidad, igual que un árbol necesita raíces antes de dar frutos.
A menudo me preguntan: ¿qué tiene de poético la ciencia?
Mi respuesta es simple: la ciencia básica es la forma más pura de poesía racional. Es un intento de entender la belleza del mundo sin maquillarla. De hecho, creo firmemente que no hay nada más sexy que la ciencia.
Cada experimento es una metáfora sobre nuestra propia curiosidad. Cuando un investigador observa una célula al microscopio o mide la trayectoria de una partícula, está haciendo lo mismo que un poeta: tratar de captar algo que existe más allá del lenguaje.
Por eso, cuando hablamos de ciencia básica, nos estamos refiriendo a una manera de mirar. De una actitud ante lo desconocido. Hablamos de la capacidad de hacer preguntas que nadie se atreve a formular y de sostenerlas durante años, aunque nadie las aplauda.
La ciencia que cura en silencio no busca fama ni urgencia. No llena titulares, pero desborda a los hospitales de esperanza.
Es la que nos permitió sobrevivir a pandemias, comprender el cáncer, descifrar el genoma y soñar con regenerar órganos. Es la que sigue trabajando hoy, en un laboratorio cualquiera, lejos del ruido, mientras el resto del mundo mira hacia otro lado.
Esa ciencia callada es, en realidad, el corazón del progreso humano. Y quizá la mejor lección que podemos aprender de ella es la misma que enseñan las células cuando se reparan: la ciencia no promete milagros, los prepara.
Fuente: elespanol.com


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