De cómo ‘prejuicios eurocéntricos y racionalistas deforman el razonamiento lógico’
Alfredo Gómez Muller
Es profesor emérito de la Universidad de Tours (Francia) y miembro del grupo de investigación TEOPOCO de la Universidad Nacional de Colombia
En la época colonial la actitud más frecuente de españoles y criollos frente a indígenas, negros y castas era el desprecio. El erudito español Juan Ginés de Sepúlveda calificaba en 1547 a los “indios” de hombrecillos que no poseen ciencia alguna, agregando que entre españoles e indios hay tanta diferencia como la que va de monos a hombres. Dos siglos y medio después, en la época de difusión de la llamada Ilustración, el criollo Francisco José de Caldas explica que la “ignorancia” de negros e indios está determinada por el clima caliente que ha comprimido sus cráneos, mientras que Jorge Tadeo Lozano señala, claramente, que el obstáculo fundamental para el “progreso” de la Nueva Granada es la diversidad étnica y cultural de su población, que no ha incorporado los modelos culturales europeos.
En suma, lo que españoles y criollos reprochaban a indígenas, negros y mezclados era el hecho de no ser europeos, de ser diferentes. Para la mayoría de ellos, ser étnica y culturalmente diferente equivalía naturalmente a ser inferior. Europa representaba para ellos el modelo absoluto, el “Progreso”. Europa era la civilización, opuesta a la barbarie de los no europeos. Este eurocentrismo de origen colonial no cesa con la independencia política frente a España. Los criollos y aquellos que se consideran sus herederos tienden a perpetuarlo durante todo el siglo XIX. Profundamente arraigada en el tiempo, esta ideología colonial de desprecio hacia lo no europeo y lo no “moderno” persiste hasta hoy en toda una serie de prejuicios y actitudes presentes en nuestra sociedad. Un ejemplo de ello es el artículo titulado “Erasmismo contra la superstición”, publicado el 7 de julio pasado en las páginas de El Espectador.
A pesar de lo que podría sugerir el título, el significado del artículo no es histórico, ni tampoco filosófico. El artículo no trata del pensamiento de Erasmo ni de su crítica de la irracionalidad de ciertas formas de expresar la creencia religiosa. La autora utiliza el nombre de Erasmo solo como una representación de lo que ella denomina “razonamiento lógico”, y que opone absolutamente a lo que llama “superstición”, esto es, “una forma de ignorancia y estupidez humana”, un pensamiento “imaginario, fantasioso y mágico” y hasta una “patología mental” que ha de ser erradicada. Sin embargo, la autora no deja esta oposición entre “razón” y “superstición” en un plano meramente teórico. La sitúa en el contexto cultural actual de nuestro país, y pretende darle una forma concreta en la división absoluta entre el conocimiento científico, el único que obedecería al razonamiento lógico, y los saberes indígenas que en realidad no serían verdaderamente saberes, sino mera superstición, un “pensamiento muy precario y elemental” propio de “un país muy rezagado en sus creencias”.
Más precisamente, la autora sitúa su diatriba contra los saberes indígenas en el contexto político actual, que ella caracteriza como el de “un país que ha decidido ir en contravía de los avances del mundo moderno y del pensamiento lógico e impulsa hoy, orondo, los llamados saberes indígenas desde sus propios ministerios y políticas gubernamentales, y los coloca, con osadía, al lado de la cultura”. Como en la época colonial, se excluye aquí a los saberes indígenas de la cultura. Desde este prejuicio eurocéntrico que poco tiene que ver con el razonamiento lógico y con el desarrollo de la antropología y otras ciencias humanas desde finales del siglo XIX, la autora se posiciona políticamente contra el reconocimiento en lo público de la diversidad cultural constitutiva de nuestro país. En esta política de reconocimiento de la diversidad, que se ajusta a las normativas elaboradas desde hace cuatro décadas por diversos organismos internacionales, la autora solo ve la acción del “retardatario y veleidoso petrismo, que ha querido regresar a los albores de la humanidad rupestre”.
La simpleza de este (pre)juicio político no parece compatible con la intención aparentemente laudable de defender el “razonamiento lógico” como medio para entender el mundo. Para poder entenderlo, la racionalidad nos señala la necesidad de tener en cuenta los datos que nos proporciona la realidad. Para entender en particular las políticas de reconocimiento de la diversidad cultural en Colombia se requiere tener en cuenta una multiplicidad de datos históricos, tales como el surgimiento de nuevos paradigmas de reconocimiento cultural en el campo de la teoría política y la filosofía del derecho, desde la década de los setenta, o como la nueva movilización indígena en América Latina, desde finales de la década de los sesenta. Lejos de ser caprichos del “petrismo”, esas políticas de reconocimiento obedecen a tendencias históricas y a lógicas normativas de carácter mundial. Rechazarlas de entrada, desde la creencia ciega en que solo existe un modelo único de producción de conocimiento, no es razonar lógicamente. Es instalarse en el prejuicio y, aquí sí, en la superstición. En una superstición postcolonial y eurocéntrica.
Característica del eurocentrismo es la ausencia de toda distancia crítica frente a la historia de Europa. “Si en el siglo XVII los ingleses, franceses, alemanes o españoles ya buscaban el conocimiento científico y el desarrollo de la filosofía, Colombia en la mitad del siglo XXI no puede estar envuelta en supersticiones y creencias mágicas que son tan dañinas, oscurantistas y retardatarias”, escribe la autora. Pero la Europa del siglo XVII y de épocas posteriores no solo buscaba el conocimiento científico y la filosofía. En la historia europea hay también imperialismos, terribles guerras de invasión y genocidios, colonialismo y despojo, profundas desigualdades sociales y represión brutal de la protesta social, guerras mundiales, genocidios con técnicas industriales, bombas atómicas lanzadas sobre ciudades, modelos económicos que separan el interés privado del bien común y sacrifican a los seres humanos, a la totalidad de los seres vivos y al conjunto de la naturaleza en aras de la rentabilidad privada, hasta llegar a poner en peligro los grandes equilibrios ecológicos del planeta.
El predominio de una racionalidad calculadora y estratégica, que remite a una concepción estrechamente individualista del ser humano, ha contribuido al desarrollo de un tipo de conocimiento científico basado en la separación entre el saber y la vida y, más fundamentalmente, entre la “cultura” y la “naturaleza” –una separación que hoy día es cada vez más cuestionada por las conciencias más lucidas de ese continente y de otras partes—. Porque la crítica al eurocentrismo, que es una ideología, no debe implicar en modo alguno un rechazo general a las culturas europeas, en las cuales también es visible un importante potencial crítico del modelo de modernidad hegemónica. Ya en el siglo XVI Tomás Moro, amigo de Erasmo, proponía una forma de modernidad alternativa, basada en nuevas relaciones entre los humanos y entre los humanos y la naturaleza.
Erasmo, al igual que Moro, no confundía la superstición y creencia, como si lo hará en el siglo XVIII una parte del movimiento de la Ilustración, aquella que es denominada racionalista y que parte de la creencia que todo puede ser conocido por la razón y que solo la razón puede construir conocimiento. Erasmo era profundamente creyente, pensaba que hay una manera de creer que permite construir saberes esenciales para la vida, y quería defender su fe criticando a quienes “entienden la religión al revés”, como le dice a Moro al dedicarle su libro Elogio de la locura. Defiende su creencia con la razón, pero sin oponerla a la imaginación ni a la emoción, como lo revela ese mismo libro descrito como un juego o sátira que permite abordar temas importantes. Erasmo ya entendía en su época que creencias, imaginaciones y emociones cumplen una función importante en la vida humana, tanto en el plano existencial-subjetivo como en el plano del conocimiento. En nuestros días, la vieja dicotomía entre razón e imaginación, o entre razón y emoción, se ha derrumbado. Los desarrollos contemporáneos en neurociencia, por ejemplo, establecen que las emociones condicionan el desarrollo de nuestra racionalidad (Damasio). En antropología, hoy se entiende que el pensamiento mítico es una forma específica de racionalidad a través de la cual los humanos reconocemos determinados significados, sentidos y valores en las cosas (Levi-Strauss).
La otra característica básica del eurocentrismo es su profundo desconocimiento de lo no europeo. El eurocentrismo no sabe nada de lo no europeo, ni quiere saberlo porque parte de la creencia ciega según la cual el único ser interesante y que merece ser conocido es el europeo, como bien lo señala Michèle Duchet en su importante libro sobre la antropología de la Ilustración. El prejuicio neocolonial es una superstición, que puede estar vestida con las dicotomías del trasnochado racionalismo dieciochesco.
Fuente: elespectador.com