Breve recetario para combatir la ciencia banal
Jean-Philippe Vielle Calzada
Para festejar el mes patrio, escoja un tema que tenga algo que ver con su formación científica. Escriba dos párrafos predecibles con enunciados introductorios tan anodinos como sea posible; diga lo que ya sabe pero de manera un poco distinta a lo que el oráculo de google ya tiene inventariado. Retome la descripción metodológica de lo que siempre ha hecho a medias, con los mismos materiales, incluidas las ocurrencias; sólo cambie algunos términos y cite las referencias de rigor (actualizando a los proveedores, entre paréntesis). Pídale a un alumno que prepare cronológicamente dos o tres figuras que tengan que ver con su tesis y describa dichos resultados. No se canse en interpretarlos más allá de lo estrictamente predecible, no vale la pena. Intente discutir lo descrito en cuartilla y media, sin caer en elucubraciones que intenten ampliar el alcance que a todas luces el manuscrito no tiene. Esboce la lista de referencias y cumpla con el formato de la pseudo-revista que lo ha invitado a llenar su páginas vacías para poder venderse. Cuente con la complicidad de los árbitros, al fin y al cabo ellos viven de lo mismo. No olvide auto-citarse. Si puede, retome el tema en un segundo artículo en forma de revisión mundana, diciendo lo mismo pero sin repetir lo que ya dijo. Hágalo unas cinco veces por año en el transcurso de un lustro y medio. Espere pacientemente a que los índices tomen su camino ascendente (nunca bajan). Felicidades, su productividad será destacada. Acumulará unas 100 publicaciones en 20 años, y si no comete errores al desdeñar las alabanzas periódicas que merecen los mandarines de su gremio, será candidato al Premio Nacional de Ciencias sin que a nadie le interese lo que publicó o dejó de descubrir.
Todos conocemos la receta, aunque a nadie le convenga difundirla. Sabemos que se alcanza el reconocimiento no gracias a la calidad sino a las habilidades cuantitativas en su aplicación. Quizá por ello el diagnóstico colectivo es demoledor: en el concierto actual de las naciones, el impacto y la trascendencia de la ciencia mexicana sigue siendo lamentable. Se disfruta la confortable vida científica pero no su práctica. La indispensable curiosidad y creatividad sucumbe ante la militancia en el gremio de lo anodino. Se promueve la productividad para publicar más productos mediocres. Se ofrecen diplomas de especialización (lease de posgrado) a cambio de complicidades en la fabricación de al menos uno de esos productos. Se alienta la displicencia en el marco del conformismo académico y se demerita con desdén la genialidad del que aspira a la grandeza, tachándola de arrogancia. Por si fuera poco, a fuerza de perpetuar la enseñanza del recetario transgeneracional, la impostura se convierte en ilusión y no son pocos los que actualmente cultivan el mito de la ciencia nacional para exigir – con el aplomo del que reclama lo genuino – los recursos, las becas y los privilegios que su investigación no siempre merece. Es un secreto a voces: a pesar de su consolidación comunitaria a lo largo de los últimos 60 años, la investigación científica mexicana se mantiene inmersa en una profunda banalidad.
Leo el estupendo libro “La lectura y la sospecha, ensayos sobre creatividad y vida intelectual” de Armando González Torres (Cal y Arena, 2019). El autor es poeta y me solidarizo con la extinción que como a mí lo acecha. Además, aterrado y perplejo, constato la estrecha coincidencia que comparte la impostura literaria con la científica. Como ejemplo, rescato tres elementos del diagnóstico que emite para la situación que prevalece en las artes literarias (resumida por Fernando García Ramírez en la revista Letras Libres 248, Agosto 2009): (a), se publican libros (lease artículos) que enseñan a fingir que se ha leído (lease estudiado y descubierto algo valioso); (b), se desdeña la originalidad (lease la creatividad y la inventiva); y (c), escasean las publicaciones en editoriales independientes (lease las revistas rigurosamente críticas y exigentes) para favorecer los conglomerados editoriales ávidos de hacer negocio publicando cualquier cosa (lease exactamente lo que dice). Por fortuna, las convergencias no terminan en el diagnóstico sino que se extienden a parte de las soluciones. Para destronar al imperio de la impostura literaria, González Torres propone regresar a los principios elementales que surgieron del siglo de las luces en el marco de cualquier actividad creativa: el laborioso y cotidiano cultivo del oficio. Caray, la palabra aturde. ¿Oficio, como los que anuncian los desempleados en las rejas de la catedral? Sí, ni más ni menos. Aunque no se enseñen en los mismos talleres, su dominio requiere de componentes similares a los del oficio científico.
Empecemos por reconocer la importancia de la pasión, la que enciende a la imaginación para entregarse a la búsqueda del entendimiento de lo que ocurre aquí y en el cosmos con una verdadera llama vital, casi un incendio. Esa es la llama que se alimenta de la historia y de la realidad palpable para tomarlas en cuenta y transformarlas, distinguiendo lo trascendente de lo trivial. Después, reconozcamos que el oficio científico sólo se cultiva a partir de su práctica, misma que se ejerce cotidianamente en busca del perfeccionamiento y la excelencia como ideal profesional. En consecuencia, el oficio científico se aprende en un taller y requiere constancia, disciplina, rigor y método. La crítica es una de sus componentes esenciales, indispensable para pretender alcanzar la excelencia a partir del razonamiento deductivo y de sus productos derivados (en particular, las famosas publicaciones). El aprendizaje del oficio no puede cejar en la cotidianidad de su práctica. Requiere el planteamiento de un problema científico relevante, así como el diseño de un proyecto que permita abordar sus respuestas a partir de estrategias que surgen de la imaginación, del razonamiento lógico y de la experimentación en su sentido más amplio. Requiere también el ejercicio de las técnicas experimentales que derivan de las estrategias, así como de la capacidad a comunicar acertadamente sus resultados e interpretación antes los expertos más críticos y rigurosos. Ellos serán los encargados de homologar la veracidad de su existencia o desecharlos en la hoguera del desprecio.
Como símbolo de gratitud por leerme hasta aquí, le ofrezco una nueva receta. Retome “El arco y la lira”, el deslumbrante ensayo de Octavio Paz entorno al oficio poético (Fondo de Cultura Económica, 1972). Lea el inicio de la primera página, los primeros 15 renglones son suficientes. Reemplace las palabras “poesía” y “poética” por “ciencia” y “científica”, respectivamente. Las encontrará en el primer y tercer renglón. Respire profundo y vuelva a leer el fragmento. Si lo invadieron mariposas en el estómago es que sigue vivo y es firme candidato a la redención. Ahora inspírese nuevamente para descubrir y publicar algo que valga la pena, vuelva así a morir en el intento de dignificar el pensamiento creativo mexicano.
Fuente: Avance y Perspectiva