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Biocombustibles: ¿promesa, utopía o realidad?

Iván de Jesús Arellano Palma

Para cubrir nuestras necesidades energéticas dependemos desde hace más de 150 años del petróleo. Hoy día su producción empieza a declinar pero su demanda sigue en aumento. Por si fuera poco el cambio climático que experimenta el planeta debido principalmente a la quema de combustibles derivados de los hidrocarburos, es uno más de los grandes problemas que enfrenta nuestra especie. Ante tal escenario existen hoy en día fuentes energéticas alternativas que hay que estudiar desde diferentes puntos de vista para evaluar su uso como sustitutos de los combustibles fósiles. En este artículo nos enfocaremos a una de ellas, los biocombustibles.

Nada es para siempre

En cada etapa de la civilización se han empleado ciertos recursos naturales para obtener energía. Hasta el sin duda revolucionario descubrimiento del siglo XVIII de la conversión de la energía química en mecánica por medio de la máquina de vapor, que es eficiente para producir energía mecánica pero a partir de una fuente de energía primaria de origen fósil: el carbón o el petróleo, se aprovechó sobre todo la energía producida por animales y seres humanos, las corrientes de agua y el viento.

La moderna industria petrolera se inició en 1859 con la apertura en Pensilvania, Estados Unidos, de uno de los primeros campos petrolíferos. Así empezó la llamada fiebre del petróleo, aunque 10 años antes en Rusia cerca de la ciudad de Bakú ya se producía. A finales del siglo XIX cuando se consumía muy poca energía proveniente del petróleo y sus derivados, las reservas parecían inacabables. Hoy esto ya no es así.

Una humanidad ávida de energía fósil

El consumo de energía aumentó enormemente desde mediados del siglo pasado, en parte debido al crecimiento de la población mundial que hoy es de más de7,000 millones de habitantes. La población aumentó unas cinco veces desde finales del siglo XIX, y el consumo de energía aumentó unas ¡50 veces en ese mismo tiempo! El consumo desmedido de energía caracteriza a las sociedades actuales sobre todo a las industrializadas y con gran poder económico. Hay diferencias a veces muy marcadas entre el consumo energético de los países en vías de desarrollo y los desarrollados, e incluso entre los desarrollados hay diferencias, por ejemplo Estados Unidos consume más del doble de la energía que Francia.

El gasto desenfrenado de energía es insostenible y no parece desmedido afirmar que hemos llegado a una crisis energética global debida a varios factores. Quizá el más grave es el inminente agotamiento del petróleo, el gas natural y el carbón. En 1956 el geofísico estadounidense Marion King Hubert, que entonces trabajaba en la compañía Shell en Houston, Texas, propuso el concepto “pico de petróleo” (en inglés peak-oil) con el que pronosticó que la producción de petróleo en los Estados Unidos llegaría a su máximo en la década de los setenta, y que de ahí todo iría cuesta abajo. La determinación del año en que supuestamente se alcanzaría este pico a nivel mundial, ha estado discusión pues algunos expertos pensaban que tal máximo llegaría entre el año 2018 y 2027, pero desde 2005 entramos ya en ese periodo tan temido de baja producción. No hay ambigüedades, el consumo del petróleo sigue en aumento, pero las reservas y su producción están en continua disminución, como indica la Fuente de Administración de Información Energética de los Estados Unidos y México no es la excepción.

Por otra parte, la combustión de petróleo, gas natural y carbón da lugar a la emisión de grandes cantidades de gases de efecto invernadero (ver en Cienciorama “Artilugios financieros y realidades ambientales I”, “Los artilugios y el cambio climático”). A estos gases se les atribuye el aumento de la temperatura global del planeta. Según los especialistas Mario Molina y José Sarukhán, el cambio climático es el reto más grande que la humanidad ha enfrentado en su existencia. Junto con el agotamiento de las reservas de petróleo, es un incentivo para empezar a buscar soluciones locales y globales (ver en Cienciorama “Mañana será tarde” y en la sección de noticias “Ciudadanos vs el cambio climático”).

Ahora veamos con un poco más de detalle la disparidad entre el consumo de hidrocarburos y su producción. Según la Administración de Información Energética de los Estados Unidos ya hemos alcanzado mundialmente el tope de producción y éste se sitúa en aproximadamente 74 millones de barriles por día –un barril contiene 159 litro–. Por otro lado tenemos que el consumo diario se sitúa en 86 millones de barriles, lo que pone de manifiesto que el consumo está por arriba de la producción. Para cubrir esta demanda algunos hidrocarburos ya no provienen directamente del petróleo ligero sino de crudos ultrapesados que antes no se procesaban por su alto costo, o de otras fuentes como el gas natural cuyo consumo es cada vez más elevado o fuentes no convencionales como las arenas asfálticas, entre otros. En total poco más del 5% de los hidrocarburos líquidos provienen de fuentes diversas. Otros autores definen la densidad de la fuente como la energía obtenida por metro cuadrado del terreno de extracción.

Ante este escenario la pregunta obligada es cuál de todas las fuentes no convencionales tiene la capacidad de ser el sustituto del petróleo. El problema no es trivial ya que las fuentes de energía tienen que ser de gran densidad (es decir, que la relación entre la energía obtenida por unidad de volumen o masa y la que se gasta en obtenerla, sea muy alta) y que sean limpias, o sea poco o nada contaminantes. El mayor problema de las fuentes alternas es que su densidad no es grande y lo es en cambio la de las energías de los hidrocarburos. Por ejemplo, unos 42 litros de gasolina son suficientes para mover un auto con pasajeros unos 430 kilómetros, y para extraerla se usó una pequeña superficie del planeta, luego se procesó, distribuyó y almacenó en las gasolineras. Por otra parte, un pequeño cálculo indica que para mantener nuestro consumo actual de energía proveniente sólo de la energía eólica se necesitaría ocupar aproximadamente 6.8% del territorio nacional, más o menos lo equivalente a Durango. Esto lo sabemos porque una turbina eólica puede generar hasta 8 megawatts (MW) de energía en condiciones óptimas de viento, aunque por lo general sólo genera 1.6 MW (20%) como máximo. Por otra parte cada turbina requiere de un espacio de 640,000 metros cuadrados que corresponden a unos 800 metros de lado de un cuadrado; de modo que la generación de energía por metro cuadrado es de 2.5 a 3 watts en promedio. El cálculo simplificado consiste en dividir los 1.6 MW –poco más de un millón y medio de watts– entre los 640,000 metros cuadrados, lo cual da como resultado 2.5 watts/m2. Si el país consume energía de 0.20 a 0.21 watts por metro cuadrado (ver referencia 2 y 4) esto nos lleva al 6.8% del territorio ya citado.

Ahora imagina a un país como Holanda o Japón, toda su superficie ¡no le alcanzaría para cubrir sus necesidades energéticas! Otra fuente alternativa es la energía nuclear (ver en Cienciorama “De los reactores térmicos a los rápidos, una ventana para México”), otra más es la solar y actualmente hay avances significativos en el desarrollo de la energía fotovoltaica, pero recientemente hay la esperanza de que los biocombustibles puedan ser una buena opción como sustituto del petróleo y sus derivados. Cada una de estas fuentes alternativas presenta ventajas y desventajas, por ejemplo la energía nuclear tiene una gran densidad de energía pero cuenta con una alta generación de residuos peligrosos. Se argumenta mucho a favor de los biocombustibles en libros, artículos y conferencias porque se dice que su consumo no produce emisiones de dióxido de carbono ya que su combustión produce lo mismo que la planta fija durante su crecimiento. Pero esto no es así y sostenerlo implica tener una visión simplista del problema.

Biocombustibles ¿con qué se comen?

Igual que se considera falsamente que un producto que tiene “químicos” es artificial y dañino (ver “La química se pone verde” en Cienciorama), el prefijo “bio” o “natural” se usa también para conferirle a un producto la calidad de tener bajo impacto ambiental o en la salud, cosa que no siempre es real y tampoco científicamente comprobado. Aquí reservaremos el prefijo “bio” para referirnos a aquellos productos que indican que su origen es biológico. Dicho lo anterior nos referiremos a aquellos materiales que se usan como combustible y que se extraen de biomasa vegetal –se generan muy pocos de la biomasa animal– y que se pueden encontrar en fase sólida, líquida y gaseosa. Esta masa es producida por todos los seres vivos, pero en este escrito nos centraremos en la generada por tejidos vegetales. Los biocombustibles se elaboran de la biomasa, es decir, están compuestos de moléculas químicas del tipo de las de los alcoholes, ésteres, éteres, entre otras. A los biocombustibles, especialmente a los líquidos que provienen de materia prima vegetal, también se les conoce como agrocombustibles.

Como todos los países son en teoría capaces de producir biomasa que se convierta en biocombustible, este tipo de fuente de energía tendría ventajas como dotar de independencia energética a los que carecen de petróleo. Las plantas más utilizadas para producir biocombustibles son el maíz, la soya, la caña de azúcar y la palma de aceite, entre otros. Los biocombustibles más utilizados producto del procesamiento de esas plantas son el biogás, el bioetanol y el biodísel.

Haciendo cuentas

Un punto a favor de los biocombustibles según sus promotores, es que su “emisión neta de dióxido de carbono” es cero. El argumento que dan es que la cantidad de dióxido de carbono que se emite cuando los biocombustibles se consumen o queman, es la misma que la planta fijó durante su crecimiento. En otras palabras, su consumo no produce emisiones de dióxido de carbono. Pero para conocer el impacto ambiental y energético de cada biocombustible hay que hacer un análisis de todas las etapas y necesidades energéticas que implica su producción y relacionar la energía invertida y la energía obtenida. Al proceso global de producción se le llama ciclo de vida. Aquí haremos este análisis de una manera breve y general tanto desde el punto de vista energético como ambiental.

Para que la materia vegetal sea otra fuente de energía y un buen sustituto de los combustibles fósiles, debe además de dar más energía, que se gaste menos de ella en su transformación. Un buen sustituto de los combustibles fósiles debe tener una producción superior de energía que la que se utiliza para obtenerlo y poseer la eficiencia energética del petróleo o superior. En el caso del petróleo la relación entre la energía producida y la energía invertida en obtenerlo es aproximadamente de 10 a 1, por lo que su eficiencia energética es del 90%. Algunos autores piensan que en los inicios de su explotación la eficiencia era de 100 a 1; es decir, 10 veces superior a la actual, debido a la alta calidad y a la facilidad con que se extraía el petróleo crudo. A la energía recuperada respecto a la invertida se le llama EROI, por sus siglas en inglés. En el caso de los biocombustibles el balance de energía es muy pobre salvo en algunos casos particulares. La mayoría de ellos no superan un EROI de dos. ¿Qué quiere decir esto? Que la energía invertida –casi siempre de origen fósil– para obtener una unidad de energía de biocombustible, es la mitad de lo que se obtiene; en otras palabras la energía neta es de sólo una unidad.

Veámoslo con un poco más de detalle porque es el punto central del artículo. Supongamos que la eficiencia energética de los combustibles fósiles disminuye simplemente porque su extracción es cada vez más complicada. Por ejemplo extraerlo de aguas profundas implica que la energía obtenida es la mitad de la eficiencia actual de 10 a 1, o sea, 5 a 1, por lo que ahora la eficiencia energética sería del orden de un 40% (menos de la mitad). Entonces se recuperan sólo cuatro unidades de energía neta (5-1). Si la eficiencia siguiera a la baja y llegara a ser de 2 a 1, sólo se recuperaría una unidad de energía (2-1) ¡la mitad de lo invertido! Por último si se llegara a una eficiencia de 1 a 1, ya no se ganaría energía, sólo se transformaría la energía de la primera fuente en la energía que almacena el combustible. Este escenario –que no es el caso aun de los combustibles fósiles– es precisamente el de los biocombustibles. La eficiencia energética es casi siempre inferior a 2 (salvo la caña de azúcar en Brasil donde se obtiene 3 a 1), e incluso algunos sólo superan por muy poco la eficiencia de 1.

Asimismo, el balance de emisión de gases de efecto invernadero en el caso de los biocombustibles, no es favorable desde una perspectiva global pues en todos los casos provocan un incremento en las emisiones, en contra del argumento ya citado de que sus emisiones son cero. El análisis total del proceso es amplio y complejo por lo que aquí simplificaremos y omitiremos varios detalles. Los países que producen y exportan biocombustibles –por ejemplo Argentina, Brasil, Malasia e Indonesia– dedican una buena parte de su territorio a cultivarlos. En la gran mayoría de los casos las plantaciones de biocombustibles ocupan áreas donde previamente existían bosques tropicales que hubo que destruir. Veamos el enorme problema que esto desencadena: bosques tropicales como los del Amazonas, contienen entre 220 y 250 toneladas de carbono por hectárea, por lo cual comúnmente reciben el nombre de sumideros de carbono, pues la vegetación capta el carbono ambiental por medio de la fotosíntesis (ver en Cienciorama la noticia “Un sumidero de carbono sobrevalorado”). Un artículo de Joshua Fisher y colaboradores de la NASA publicado en el 2015 en PNAS, revela que 1,400 millones de metros cúbicos de dióxido de carbono de un total de 2,500 millones que se producen al año, se absorben en los bosques tropicales cada año. Además se sabe que el 30% de las emisiones humanas de carbono se eliminan por el fenómeno de la fotosíntesis en estos bosques. Ahora bien, cuando hay deforestación en estas regiones para cultivar en su lugar vegetales destinados a la producción de biocombustibles, todo el carbono que contenían tanto la materia vegetal, como el subsuelo pasa a la atmósfera y se libera ¡415 veces más dióxido de carbono!, según el trabajo ya citado de Joshua. Así pues, al convertir los bosques o sabanas en tierra para la producción de los biocombustibles se aumenta más de 400 veces la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera y el tiempo para saldar la deuda inicial de haber deforestado el bosque y por lo tanto la emisión de dióxido contraída es en el menor de los casos, de entre 200 años para el bosque y 70 para la sabana. En este ejemplo sólo hablamos de una hectárea, pero el suelo para la siembra de biocombustibles aumenta cada año, es decir, hay que seguir deforestando año con año. A la emisión de gases de efecto invernadero que se producen al deforestar, se le llama emisión por cambio directo de uso del suelo.

Biocombustibles en México

En noviembre del año 2010 el otrora presidente de México, Felipe Calderón, inauguró la planta para producir biodísel en la ciudad de Tapachula, Chiapas, a partir de la jatrofa, un género de planta también conocido como piñón que involucra 175 especies de arbustos con un sinfín de aplicaciones. Dos años después la planta de producción dejó de operar. El Conejobús, transporte de Tuxtla, sería una “Tortugabús” si sus vehículos se abastecieran con el combustible de esa planta ahora ya carcomida y oxidada. Por otra parte está documentado que el primer “vuelo verde” en Latinoamérica en un Airbus de Interjet, se hizo en 2011 de la capital mexicana a Tuxtla y que aparentemente funcionó con bioqueroseno –biodísel– salido de la empresa. Aunque esto no está documentado, la pobre producción en la fábrica –una de las razones de su abandono– sugiere que el biodísel se obtuvo de otra fuente.
Además de Chiapas, también se ha intentado producir biocombustibles en Yucatán, pero se ha fracasado ya que la obtención y rendimiento del biodísel –entre otros factores– fueron inferiores a los esperados.

¿Se justifica la generación de energía en áreas que podrían servir para producir alimento? La producción de alimentos en México, como se menciona en el libro A la hora de comer ¿qué nos preocupa? del agrónomo Carlos Blanco, enfrenta graves problemas. Entre ellos que la superficie cultivable del país (ver en Cienciorama “¿Qué tan productivo es el suelo mexicano más fértil?)” ya no es suficiente para cubrir la demanda de alimentos por la escasez del agua y el uso de plaguicidas y pesticidas (ver en la sección de noticias de Cienciorama “Mitos en torno a los pesticidas”), por lo que implementar la producción de biocombustibles no es, una vez más, rentable.

Sin duda el problema que implican las fuentes de energía alternas es muy complejo y se requeriría, en caso dado, la aplicación de varias de ellas, ya que una sola fuente no es suficiente puesto que todas tienen ventajas y desventajas. El uso de biocombustibles es una utopía en la gran mayoría de los casos, y la realidad se ha encargado de desmentir las promesas.

Referencias Divulgación

  • Pérez Pariente, Joaquín, Biocombustibles. Sus implicaciones energéticas, ambientales y sociales, Fondo de Cultura Económica, col. La ciencia para todos, 2016
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  • Wendy Espinoza de Aquino, Mónica Goddard Juárez, Claudia Gutiérrez Arellano y Consuelo Bonfil Sande, “Los biocombustibles”, ¿Cómo ves?, 123, 2009.

Especializadas

  • Amador, Bedolla, Carlos, El mundo finito: desarrollo sustentable en el siglo de oro de la humanidad, Fondo de Cultura Económica-UNAM, México, 2010.
  • Giampetro, Mario y KozoMayumi, “The biofueldelusion. The fallacy of large-scale Agrobiofuel production”, Earthscan, Londres, 2009
  • Croezen, H. J., Bergsma, G. C., et al, “Biofuels: indirect land use change and climate impact”, CE Delft, Delft, 2010
  • Fragione, Joseph, Jason Hill, David Tilman, Stephen Polasky y Peter Hawthorne, “Land Clearing and the Biofuel Carbon Debt”, Science, 319 (5867):1235-1238, 2008
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  • Menéndez Rosa y Moliner, Rafael (coords.), “Energía sin CO2. ¿Realidad o utopía?”, CSCI/Catarata, Madrid, 2011
  • Pimentel David (comp.), Biofuels, solar and winds as renewable energy systems: Benefits and Risks, Springer, Dordrecht, 2008
  • Schimel, D., Stephens, B.B., Fisher, J.B., 2015, “The effect of increasing CO2 on the terrestrial carbon cycle”, Proceedings of the National Academy of Sciences, USA 112(2): 436-441.

Fuente: Cienciorama