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¿Por qué tardaron tanto en darle el premio Nobel a Barbara McClintock, la científica que encontró los genes saltarines?

A finales de la década de 1940 había un campo de maíz muy especial en Long Island, Estados Unidos. Estaba situado en las tierras del Laboratorio Cold Spring Harbor, una institución privada para la investigación biológica.

Un impetuoso estudiante llamado James Watson, quien 5 años más tarde revolucionaría la ciencia de la genética al descubrir la estructura de doble hélice del ADN, era parte del grupo que solía jugar beisbol cerca.

Si la pelota caía entre el maíz, contaba Watson, una mujer salía de entre las plantas a regañar a los estudiantes.

Era como ser reprendido por tu mamá, decía.

Watson perdió algo de crédito por su condescendencia y por esa manera de estereotipar a las mujeres en su libro «La doble hélice», en el que cuenta los detalles del descubrimiento que hizo con Francis Crick.

No obstante, es probable que lo que él sentía por esa mujer que protegía el cultivo de maíz, incluso años más tarde, cuando fue su jefe, era algo más parecido a un temor reverencial.

Ella era Barbara McClintock y tenía muy buenas razones para defender su maíz: en 1983 su trabajo la hizo merecedora de un Premio Nobel.

Una visión más dinámica

El trabajo de McClintock sobre la genética del maíz desafió la versión simplista de los genes y el ADN que a menudo se da en el descubrimiento de Watson y Crick.

No es raro oír que nuestros genes son unas instrucciones guardadas en una cadena doble helicoidal en nuestros cromosomas como la información de un computador en las cintas magnéticas de antaño.

Si lees esas instrucciones, sabrás cómo hacer un organismo.

Pero en los años 30 y 40, Barbara McClintock mostró que los cromosomas no eran unas cadenas fijas y estables de información sino que contienen pedazos de ADN que saltan de un lado a otro.

Además, mostró que el genoma no es una base de datos pasiva, sino una colcha de elementos que interactúan y se controlan entre ellos.

Los genomas de todo, desde el maíz hasta los humanos, son más bien comunidades de genes y otras partes, que se reorganizan, afectan lo que los otros hacen y trabajan juntas para mantener la vida y permitir que se desarrolle la evolución.

Esa perspectiva es más complicada pero indispensable para entender problemas y enfermedades complejas como el cáncer, pues están íntimamente ligados a la cuestión de cómo se regula esa comunidad de genes.

McClintock se convirtió en una leyenda viviente, una pionera en una época en la que no se esperaba que las mujeres se interesaran por la ciencia.

Esa es una versión.

La más popular es que fue una científica que hizo un importante descubrimiento; sus colegas hombres lo desestimaron durante años y la aislaron hasta que finalmente se dieron cuenta de que tenía razón y le dieron un Premio Nobel tardío.

¿Cuál versión es cierta?

La historia comienza en 1902, cuando nació Eleanor McClintock.

Según la misma McClintock, sus padres decidieron que ese nombre era demasiado femenino para esa niña en particular, así que la llamaron Barbara.

Su gusto por los deportes, la soledad y la vida intelectual, contó, les molestaba a sus padres.

Los grupos y la presión de tener que acoplarse a ellos le molestaban a ella.

McClintock se graduó en Agricultura en la Universidad de Cornell, en Ítaca, en 1923. Para su doctorado estudió la genética del maíz y formó un grupo pequeño y dedicado de trabajo.

«Nos consideraban arrogantes», recordó después. «Estábamos mucho más adelantados que esa otra gente y no podían entender lo que estábamos haciendo».

Sin código genético

Por qué el maíz es idóneo para estudiar genética

  • Ha sido cultivado durante siglos
  • Tiene una larga tradición de cruzamiento y desarrollo de híbridos
  • La herencia darwiniana de las características se nota en los colores, que van desde el amarillo hasta el púrpura
  • El color es determinado por un gen responsable del pigmento rojo

En ese tiempo, nadie sabía aún que los genes estaban codificados en el ADN.

Para llegar a los mecanismos de herencia, había que llevar a cabo experimentos con cultivos.

Con un microscopio se podían observar imágenes borrosas de cromosomas, los oscuros y algo misteriosos filamentos en los que residen los genes.

Era un arte en el que McClintock era tan genial que asombraba a sus colegas.

La pregunta clave era -y sigue siendo- cómo los genes en los cromosomas controlan el patrón y la forma de un organismo.

McClintock encontró que dos elementos genéticos parecían controlar la ruptura de un cromosoma particular en el maíz. Sin embargo, no pudo después hallarlos en ninguna parte definitiva del cromosoma, de manera que tuvo que concluir que no tenían una posición fija.

Parecía que estaban saltando por los cromosomas.

Los saltarines

En sí misma, la idea no era nueva; ya se habían observado elementos genéticos saltarines antes, llamados «elementos genéticos transponibles».

Lo que ella dio fue una explicación.

Pensaba que esos elementos estaban ejecutando una especie de programa de desarrollo, que controlaba la manera en la que la planta se desarrollaba desde que era un embrión hasta que era adulta.

Los científicos no aceptaron esa teoría en los años 40, cuando la formuló. Tampoco lo aceptaban cuando le dieron el premio Nobel en 1983.

Sí pero no

Resulta McClintock que tenía razón pero también que no la tenía.

Tenía razón porque efectivamente hay elementos en el genoma que controlan los genes, encendiéndolos o apagándolos como interruptores.

Esa regulación es crucial pues, por ejemplo, es lo que le permite a células con genomas idénticos comportarse de maneras muy distintas.

Pero parece no tener nada que ver con los genes saltarines.

Tenía razón porque hay pedazos de ADN que efectivamente saltan por el genoma que ahora se llaman «transposón». Pero usualmente no son elementos regulatorios.

Muchos parecen ser pedazos de ADN clandestinos, genes y otros fragmentos que colonizan al genoma, que quizás llegaron inicialmente como infecciones virales y que se instalan a vivir a costa de otros genes.

Aunque son aleatorios e interesados, pueden ser útiles, pues pueden saltar también entre especies, lo que ofrece nuevas oportunidades de evolución. Le sirven a las bacterias para volverse resistentes a los antibióticos, por ejemplo, pero también a nosotros para generar anticuerpos incluso contra enfermedades que no hemos tenido.

Así que la transposición de los genes tiene implicaciones desde en la evolución hasta la biología médica. Es por eso que a McClintock le dieron el premio Nobel en 1983.

Estrella o despreciada por ser mujer

¿Se demoraron en valorarla porque no le prestaron atención hasta años más tarde porque era mujer?

Es difícil dejar de lado el hecho de que en el mundo de la ciencia ha habido y sigue habiendo discriminación de género.

No obstante, aunque Mcclintock ciertamente se adelantó a su época, no entendió completamente el papel de esos genes saltarines.

Con todo y eso, para 1944 había sido elegida como miembro de la Academia Nacional de Ciencia de EE.UU. por sus conocimientos sobre la genética del maíz, la tercera mujer en recibir ese honor. Tres años antes se había unido al departamento de genética de Cold Spring Harbor.

«Yo no encontré ninguna evidencia de que la hubieran desestimado por ser mujer», le dijo a la BBC el historiador de biología y biógrafo de MacClintock Nathaniel Comfort, de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore.

«Pase horas en el archivo leyendo cartas de ella de amigos, colegas, familiares, haciendo entrevistas, leyendo otras que le hicieron a ella y me quedó claro que era enormemente respetada en su época».

«De hecho, un científico me dijo que la actitud era: ‘Si Barbara lo dijo, debe ser cierto'»

«Así que creo que deberíamos tener cuidado al introducir elementos de discriminación de género en esta historia. No digo que no existieran -dudo que haya existido una científica que no se haya sentido discriminada alguna vez-, pero si creo que hay cierta mitología sobre ella que no se corresponde a los hechos», señala Comfort.

«La razón por la que la fama fue tardía es que se pensaba que los ‘genes saltarines’ sólo estaban en el maíz. Pero en los 60 y 70 unos científicos los encontraron en bacterias y recordaron el trabajo de Barbara. Los elementos transponibles fueron reinventados, puestos en un contexto completamente distinto y ella se hizo famosa».
No sólo famosa, subraya Comfort: su trabajo sigue iluminando la ciencia.

«El genoma -dijo McClintock- es un órgano sensitivo de la célula, que responde constantemente al entorno. Esa noción de que el genoma es un sistema dinámico, no un banco estático en el que el organismo guarda su información y la extrae de a poquito cuando necesita usarla, es la revelación más profunda de su carrera».

«Si estuviera viva, sería una seria aspirante para un segundo premio Nobel por eso».

Fuente: bbc.com