Russell y la Evolución Estelar
Aristóteles pensaba que la Tierra y los cielos estaban regidos por leyes diferentes.Allí, según él, reinaba el cambio errático: sol y tormenta, crecimiento y descomposición. Aquí, por el contrario, no había cambio: el Sol, la Luna y los planetas giraban en los cielos de forma tan mecánica que cabía predecir con gran antelación el lugar que ocuparían en cualquier instante, y las estrellas jamás se movían de su sitio.
Había objetos, para qué negarlo, que parecían estrellas fugaces. Pero según Aristóteles no caían de los cielos, eran fenómenos que ocurrían en el aire, y el aire pertenecía a la Tierra. (Hoy sabemos que las estrellas fugaces son partículas más o menos grandes que entran en la atmósfera terrestre desde el espacio exterior. La fricción producida al caer a través de la atmósfera hace que ardan y emitan luz. Así pues, Aristóteles en parte tenía razón y en parte estaba equivocado en el tema de las estrellas fugaces. Erraba al pensar que no venían de los cielos, pero estaba en lo cierto porque realmente se hacen visibles en el aire. Y es curioso que las estrellas fugaces se llaman también “meteoros”, palabra que en griego quiere decir “cosas en el aire”).
En el año 134 a. C, dos siglos después de morir Aristóteles, el astrónomo griego Hiparco observó una estrella nueva en la constelación del Escorpión. ¿Qué pensar de aquello? ¿Acaso las estrellas podían “nacer”? ¿Es que, después de todo, los cielos podían cambiar?
Hiparco, en previsión de que su observación no fuese correcta y de que la estrella hubiera estado siempre allí, confeccionó un mapa de más de mil estrellas brillantes, para así ahorrar engaños a todos los futuros astrónomos. Aquel fue el primer mapa estelar, y el mejor durante los mil seiscientos años siguientes. Pero durante siglos no volvieron a registrarse nuevas estrellas.
En el año 1054 d. C. apareció un nuevo astro en la constelación del Toro, que sólo fue observado por los astrónomos chinos y japoneses. La ciencia europea pasaba por momentos bajos, tanto que ningún astrónomo reparó en el nuevo lucero, a pesar de que durante semanas lució con un brillo mayor que el de cualquier otro cuerpo celeste, exceptuando el Sol y la Luna.
En 1572 volvió a surgir un nuevo astro brillante, esta vez en la constelación de Casiopea. Para entonces la ciencia empezaba a florecer de nuevo en Europa, y los astrónomos escrutaban celosamente los cielos. Entre ellos estaba un joven danés llamado Tycho Brahe, quien observó la estrella y escribió sobre ella un libro titulado De Nova Stella (“Sobre la nueva estrella”). Desde entonces las estrellas que surgen de pronto en los cielos se llaman “novas”.
Ahora no había ya excusa que valiera. Aristóteles estaba confundido: los cielos no eran inmutables.
Más indicios de cambio
Pero la historia no había tocado a su fin. En 1577 apareció un cometa en los cielos y Brahe intentó calcular su distancia a la Tierra. Para ello registró su posición con referencia a las estrellas, desde dos observatorios diferentes momentos y en lo más cercanos posibles. Los observatorios distaban entre sí un buen trecho: el uno estaba en Dinamarca y el otro en Checoslovaquia. Brahe sabía que la posición aparente del cometa tenía que variar al observarlo desde dos lugares distintos. Y cuanto más cerca estuviera de la Tierra, mayor sería la diferencia. Sin embargo, la posición aparente del cometa no variaba para nada, mientras que la de la Luna sí cambiaba. Eso quería decir que el cometa se hallaba a mayor distancia que la Luna y que, pese a su movimiento errático, formaba parte de los cielos.
El astrónomo holandés David Fabricius descubrió algunos años más tarde, en 1596, una estrella peculiar en la constelación de la Ballena. Su brillo no permanecía nunca fijo. Unas veces era muy intenso, mientras que otras se tornaba tan tenue que resultaba invisible. Era una “estrella variable” y representaba otro tipo de cambio. La estrella recibió el nombre de Mira (“maravillosa”).
Y aún se observaron más cambios. En 1718, por citar otro ejemplo, el astrónomo inglés Edmund Halley demostró que la posición de algunas estrellas había variado desde tiempos de los griegos.
No cabía la menor duda de que en los cielos había toda clase de cambios. Lo que no estaba claro era si admitían alguna explicación o si sucedían simplemente al azar.
La solución de este problema no fue posible hasta que el físico alemán Gustav R. Kirchhoff inventó el espectroscopio en 1859 . El espectroscopio es un instrumento que descompone en un espectro de colores cualquier luz que incida en él. Cada elemento químico, al emitir luz, tiene un espectro característico. Por eso, el espectroscopio puede identificar los elementos que se hallan presentes en una fuente luminosa y ha sido utilizado para determinar la composición química del Sol y las estrellas.
Cada clase de estrella produce un “espectro luminoso” diferente. Este hecho animó al astrónomo italiano Pietro A. Secchi a dividir en 1867 las estrellas en cuatro “clases espectrales”. Otros astrónomos hicieron posteriormente una subdivisión más fina, en diez clases.
Este hallazgo estaba lleno de interés, porque significaba que las estrellas podían clasificarse en grupos de acuerdo con sus propiedades, igual que las plantas y los animales podían agruparse según sus características (véase el capítulo 14).
Wilhelm Wien, un físico alemán, demostró en 1893 cómo la luz emitida por cualquier fuente variaba con su temperatura. El trabajo de Wien permitía deducir la temperatura superficial de una estrella a partir simplemente de su clase espectral. Y resultó que la temperatura estaba relacionada con el color y el tamaño de la estrella.
El astrónomo danés Ejnar Hertzsprung (en 1905) y el norteamericano Henry N. Rusell (en 1914) compararon la temperatura de diversas estrellas con su luminosidad (la cantidad de luz emitida). Hicieron un gráfico de los resultados y comprobaron que casi todas las estrellas caían sobre una línea recta, que recibió el nombre de “secuencia principal”.
Por un lado había estrellas rojas y frías, cuerpos descomunales que recibieron el nombre de “gigantes rojas”. Aunque cualquier zona local de su superficie era más bien tenue, la estrella en su conjunto, por poseer una superficie total enorme, emitía gran cantidad de luz.
Luego estaban las estrellas amarillas, más calientes que las gigantes rojas. Aunque más pequeñas que éstas, seguían mereciendo el nombre de gigantes, en este caso “gigantes amarillas”. También había estrellas aún más pequeñas y calientes, con temperatura suficiente para exhibir un color blanco-azulado. Las estrellas blanco-azuladas parecían ser las de máxima temperatura. Las que venían después eran más pequeñas y más frías. Eran las “enanas amarillas” (como nuestro Sol) y las “enanas rojas”, estrellas muy débiles y muy frías.
¿Evolución de las estrellas?
La humanidad entrevió por primera vez una pauta de continuo cambio en los cielos. Podía ser que éstos envejecieran igual que envejecía la Tierra, o que las estrellas tuvieran un ciclo vital como el de los seres vivos; cabía incluso que hubiera una evolución estelar, igual que existía una evolución de la vida sobre la Tierra.
Russell sugirió que las estrellas nacían bajo la forma de ingentes masas de gas frío y disperso que emitía un débil calor rojo. A medida que envejecían, iban contrayéndose y tornándose más calientes hasta alcanzar una temperatura máxima. A partir de ahí seguían contrayéndose, pero descendiendo ahora hacia temperaturas más bajas, hasta convertirse finalmente en rescoldos extintos. El Sol, según este esquema, se hallaría bastante más allá del ecuador de la vida.
La teoría, sin embargo, era demasiado simple. Lo cierto es que a principios del siglo XX los astrónomos no sabían aún por qué las estrellas brillaban y radiaban luz. En la década de los ochenta del siglo pasado se había sugerido que la energía de la radiación de las estrellas provenía de su lenta contracción, y que la energía gravitacional se convertía en luz (lo cual encajaba bien con la teoría de Russell). Pero la idea hubo de ser abandonada, porque el proceso anterior no podía suministrar suficiente energía.
Los científicos habían descubierto en los años noventa que el corazón del átomo, el “núcleo”, albergaba una reserva de energía mucho mayor de lo que se habían imaginado. Más tarde, en los años treinta de nuestro siglo, el físico germano – norteamericano Hans A. Bethe elaboró un esquema de reacciones nucleares que podía desarrollarse en el interior del Sol y proporcionarle la energía necesaria para formar la luz.
Según la hipótesis de Bethe, estas reacciones consistían en la conversión de átomos de hidrógeno (los átomos más sencillos de todos) en átomos de helio (que son algo más complejos). La enorme reserva de hidrógeno del Sol le ha permitido brillar durante cinco mil a seis mil millones de años y le permitirá lucir todavía durante bastantes miles de millones de años más. El Sol no está, por tanto, en declive; es aún una estrella joven.
Los astrónomos han continuado estudiando la naturaleza de las reacciones nucleares que tienen lugar en el interior de las estrellas. Según se cree, a medida que el hidrógeno se convierte en helio, este elemento se acumula en el centro y forma un “núcleo de helio”. Este núcleo va subiendo de temperatura con la edad de la estrella, hasta que los átomos de helio comienzan a interaccionar y formar átomos aún más complejos. Y aparte de esto, se cree que ocurren otros cambios también.
Una explosión tremenda
En último término, la reserva inicial de hidrógeno de la estrella desciende por debajo de cierto nivel. La temperatura y el brillo de la estrella cambian tan drásticamente que el astro abandona la secuencia principal. Sufre una tremenda expansión y a veces comienza a pulsar a medida que su estructura se hace más inestable.
La estrella puede entonces explosionar. En ese caso, prácticamente todo el “combustible” que queda se inflama inmediatamente y la estrella adquiere un brillo inusitado por breve tiempo. Explosiones de esta clase son las que formaron las novas observadas por Hiparco y Tycho Brahe.
Dicho con pocas palabras, los astrónomos han desarrollado la idea del cambio celeste (que tan perplejo dejó a Hiparco hace dos mil años) hasta el punto de poder discutir cómo las estrellas nacen, crecen, envejecen y mueren.
Pero los astrónomos van todavía más lejos. Algunos especulan que el universo nació en una tremenda explosión cuyos fragmentos siguen alejándose, aún hoy, unos de otros. Cada fragmento es una vasta galaxia de miles de millones de estrellas. Quizá llegue el día en que todas las galaxias se pierdan de vista, en que todas las estrellas hayan explosionado y el universo muera.
O quizá sea, como piensan algunos astrónomos, que el universo está renaciendo constantemente, que muy lentamente se forme sin cesar nueva materia y que de ella nazcan nuevas estrellas y galaxias mientras las viejas mueren.
La idea del cambio celeste nos proporciona teorías, no sólo de la evolución estelar, sino incluso de una evolución cósmica: una “gran idea de la ciencia” que es de ámbito casi demasiado amplio para abarcarla con la mente.
Fuente: 20minutos.es