El ruso que sobrevivió al disparo de un haz de protones
Anatoli Bugorski sufrió un accidente trabajando en un acelerador de partículas, pero contra todo pronóstico sobrevivió al haz de protones que atravesó su cabeza
La Unión Soviética guarda algunas de las historias más espectaculares del último siglo. Si hablamos de pozos de 12 kilómetros de profundidad, de osos voladores o de bólidos capaces de destruir más de 1000 kilómetros cuadrados de taiga. Tal vez por eso es menos sorprendente saber que esta historia también sucede en la Unión Soviética, concretamente cerca de Moscú.
En este caso el protagonista es un joven físico de aceleradores, una luz de alerta estropeada y un haz de partículas a cientos de miles de kilómetros por segundo. Con estos elementos se masca la tragedia, pero contra todo pronóstico, Anatoli Bugorski sobrevivió y esta es su historia.
¿Para qué acelerar?
Como hemos contado en otros artículos, en su día llamamos átomos a aquellas partículas que componían la materia y que creíamos que eran indivisibles (de hecho “átomos” significa “que no se puede romper”) Con el tiempo descubrimos que estábamos equivocados, y que esas partículas aparentemente elementales podían dividirse en componentes más básicos. Había una nube de electrones zumbando en torno a un minúsculo núcleo formado por protones y neutrones. Esto es, de hecho, lo que suelen contar en el instituto, pero había un giro de guion más.
En los años 60 comenzamos a sospechar que había algo más elemental que esos protones y neutrones, partículas verdaderamente fundamentales. Pero ¿cómo estudiarlas? Los argumentos son bastante más sofisticados de lo que diré a continuación, pero intuitivamente es fácil aproximarnos de la siguiente forma: si algo está compuesto por piezas más pequeñas que no sabemos desmontar, siempre podemos golpearlo hasta que se rompa en sus piezas más pequeñas. Como si creáramos un castillo con bloques de construcción y lo hiciéramos chocar con otro conjunto de bloques. El problema es que las piezas en este caso están bien prietas y para soltarlas el golpe tiene que ser descomunal. Necesitamos acelerar esos bloques de construcción tanto como sea posible.
Así fue como conseguimos comprobar experimentalmente que los protones y neutrones están compuestos por conjuntos de partículas más pequeñas llamadas quarks. Desde entonces la física de aceleradores ha aportado muchas más demostraciones experimentales e incluso funcionalidades como el estudio de materiales utilizando la luz que emiten sus haces de partículas cuando son curvados por un imán, la llamada radiación de sincrotrón.
En este caso, Anatoli Bugorski era un joven científico que trabajaba en el sincrotrón U-70. En los sincrotrones el camino de los haces se curva con imanes hasta cerrarse en una suerte de círculo, de tal modo que con cada vuelta pueden acelerarse más y más hasta que consiguen la velocidad suficiente para el experimento. En el caso del U-70 los protones que aceleraba iban a 300.000 kilómetros por segundo. ¿Cómo pudo ocurrírsele meter la cabeza?
El verdadero fallo técnico
Cuando escuchamos historias como estas es fácil pensar que todo se produjo por algún fallo técnico. Los aceleradores de partículas son máquinas extremadamente complejas con una cantidad abrumadora de piezas y calibradas con una precisión que no podemos ni imaginar. Precisamente por eso se hacen concienzudas revisiones para asegurar el correcto funcionamiento de estos aparatos. Y sí, es verdad que podemos culpar a un fallo técnico del accidente que sufrió Anatoli, pero no al acelerador en sí mismo, sino a una pequeña bombilla.
Al parecer se había estropeado la luz de seguridad que indicaba que el acelerador estaba en funcionamiento en aquel momento. Al verla apagada, Anatoli decidió ponerse manos a la obra y comprobar una de las piezas del acelerador, cuando de pronto, todo fue bañado por un fulgor que él comparó con el brillo de mil soles. La cabeza de Anatoli había sido atravesada por un paquete de protones viajando a toda velocidad.
Si has decidido visualizar mentalmente tan truculenta imagen es probable que estés recreando un agujero en su piel, causado por el paso del haz, pero nada más lejos de la realidad. Los protones atravesaron su cuerpo sin romper su piel ni exponer su carne. Tampoco fue empujado por el impacto del haz, como tampoco nos empuja interceptar una bala, por mucho que nos lo vendan así en las películas. Precisamente penetran tan bien en nuestra carne porque nuestro cuerpo no ofrece una gran resistencia a un objeto tan pequeño moviéndose tan rápido.
Y por si hubiera duda, la cara de Anatoli no solo estaba perfectamente tras el impacto, sino que decidió no contárselo a nadie y terminar su jornada e irse a su casa. No obstante, los problemas estaban por llegar. El problema de ese haz de protones no era el golpe, sino que a su paso habían irradiado la carne y los huesos de Anatoli. Esto no quiere decir que el científico se hubiera vuelto radiactivo, sino que había sido sometido a una altísima dosis de radiación tremendamente concentrada.
En estos casos tan extremos es frecuente que los síntomas empiecen unas horas después con lo que se llama “dermatitis por radiación”. Básicamente es una llamativa inflamación, enrojeciendo e hinchando la parte del cuerpo que fue expuesta. El motivo es que la radiación ionizante, que no tiene nada que ver con la de teléfonos, wifis o microondas, es capaz de cambiar la estructura de las moléculas y si afecta a tu ADN puede hacer que se “estropee” produciendo mutaciones, que, o bien acabará desarrollando un tumor (lo cual suele ser un proceso largo y azaroso) o bien, como poco, muchas de esas células morirán por haber acumulado daños irreparables. Esta muerte masiva es la que desencadena la reacción de inflamación.
A largo plazo
Todos estos daños en los tejidos cicatrizan con dificultad y lentamente, lo cual no solo es un problema estético, sino que en determinados órganos las cicatrices pueden ser el origen de enfermedades más graves. Por ejemplo, en el corazón pueden alterar la forma en que se contrae, propiciando arritmias y aumentando el riesgo de muerte en determinados pacientes. En el caso de Anatoli el daño fue enteramente en su cráneo, pero resulta que el cerebro tampoco tolera bien las cicatrices, que tienden a convertirse en focos epileptógenos. Dicho con otras palabras, la actividad de las neuronas puede volverse desorganizada y se descontrola cuando llega a una zona con tejido cicatricial. De hecho y aunque parezca mentira, ese fue la única secuela cognitiva de Anatoli: convulsiones.
Su intelecto permaneció aparentemente intacto y contra todo pronóstico continuó con su carrera investigadora y terminó su doctorado. En todo caso, decía notarse más agotado que antes cuando se sometía a un esfuerzo intelectual. Lo bueno del cerebro es que, aunque no es nada ducho en regenerar sus daños, sí cuenta con la habilidad de restructurar sus funciones para que las partes ilesas asuman el trabajo de las zonas dañadas. También es cierto que esto no es una panacea. Este tipo de recuperaciones aludiendo a la plasticidad cerebral se producen o bien en sujetos muy jóvenes, o bien cuando los daños son muy limitados y han afectado a zonas con funciones poco localizadas.
No obstante, no todo el sistema nervioso es cerebro, ni siquiera encéfalo, y su falta de capacidad regenerativa es un gran problema cuando lo que se daña es un nervio. En esos casos no hay gran cosa que hacer. La radiación fue suficiente como para destruir buena parte de los nervios motores y sensitivos de la mitad izquierda de su cara, así como las células del oído encargadas de detectar los sonidos, las cuales nunca se reparan y, como en este caso, pueden desencadenar un molesto y constante sonido llamado tinnitus.
Si todo esto te sorprende, es normal, porque por suerte no estamos acostumbrados a que sucedan este tipo de accidentes y, de hecho, no sabemos qué hay que esperar que ocurra en una situación así. ¿Tuvo Anatoli suerte como quienes sobreviven a caídas desde un sexto piso? ¿O es normal que dosis de radiación tan altas y concentradas no supongan un peligro para la vida (aunque sí para la salud)? Queda mucho que investigar sobre cómo reacciona nuestro cuerpo a las radiaciones ionizantes, pero sea como fuere, Anatoli nos cuenta una historia realmente curiosa sobre cómo no todo lo que estudia la razón es intuitivo, y no todo lo que supone la intuición termina siendo razonable. Supongamos menos y estudiemos más.
Fuente: larazon.es