Cruel experimento científico muestra que la esperanza no es lo último que se pierde, sino lo primero
A menudo la ciencia nos desconcierta, y a veces por razones más allá de las obvias.
Piensa, por ejemplo, en esa afirmación de que si metes una rana en agua hirviendo, inmediatamente saltará, pero si la pones en agua tibia y vas aumentando la temperatura, no percibirá el peligro y se cocerá hasta la muerte.
Evoca algo tan poderoso que políticos y gurús lo usan frecuentemente para instar a la acción. Pero al oírla, algunos nos preguntamos: ¿a qué científico se le ocurrió ponerse a tirar ranas en agua hirviendo?
Resulta que a ninguno.
A pesar de que suena como el resultado de un experimento, nunca lo fue. (De hecho, según expertos, apenas la temperatura le resultara incómoda, la rana en agua tibia saltaría, mientras que la otra, no, pues, como cualquier otra criatura que cayera en agua hirviendo, moriría).
Pero en el caso de otro famoso estudio igualmente perturbador, en el que metieron ratas en cilindros de agua y las observaron mientras se ahogaban, la situación es diferente.
Éste sí fue realizado, por el eminente biólogo, psicobiólogo y genetista Curt Richter.
Y para los que al oír sobre el experimento y de inmediato nos preguntamos «por qué lo hizo» sin poder prestarle atención al resultado, su artículo publicado en la revista Psychosomatic Medicine en 1957, empieza respondiendo a esa inquietud:
«Estábamos estudiando diferencias en la respuesta al estrés de ratas salvajes y domesticadas».
Muerte súbita
Richter publicó su artículo porque había encontrado en las ratas un fenómeno similar al estudiado por Walter Cannon, uno de los fisiólogos más destacados del siglo XX.
En un artículo titulado «Muerte vudú», publicado en 1942, Cannon había mencionado varios casos de muertes misteriosas, súbitas y aparentemente psicógenas, en varias partes del mundo, que ocurrían durante las 24 horas después de que un individuo violaba alguna regla social o religiosa.
«Un indio brasileño condenado y sentenciado por un supuesto hechicero, indefenso frente a su propia respuesta emocional a este pronunciamiento, falleció en cuestión de horas (…) Una maorí en Nueva Zelanda que se comió una fruta y más tarde se enteró que provenía de un lugar tabú. Al mediodía del día siguiente, murió».
Tras una minuciosa revisión de la evidencia, Cannon quedó convencido de la realidad de este fenómeno y se preguntó: «¿Cómo puede un estado de miedo siniestro y persistente acabar con la vida del ser humano?».
Según explicó Richter, Cannon llegó a la conclusión de que la muerte se producía como consecuencia del estado de shock producido por la continua liberación de adrenalina.
Y resaltó que, de ser así, se esperaría que en esas circumstancias los individuos tuvieran, entre otras cosas, la respiración agitada y su corazón latiría cada vez más rápido, «lo que gradualmente lo conducía a un estado de contracción constante y, en última instancia, a la muerte en sístole».
Pero resulta que el estudio de Richter con ratas mostraba todo lo contrario.
Nadar o ahogarse
En su laboratorio en la Universidad John Hopkins, en Baltimore, EE.UU., Richter había metido ratas domesticadas -aquellas que nacen, crecen y mueren en laboratorios- en cubetas de vidrio de las que no podían escapar, para observar cuánto tiempo sobrevivían nadando en agua a diferentes temperaturas antes de ahogarse.
Pero había un problema: «a todas las temperaturas, un pequeño número de ratas murió entre 5-10 minutos después de la inmersión, mientras que en algunos casos otras aparentemente no más saludables, nadaron hasta 81 horas».
Las variaciones eran demasiado grandes para que los resultados fueran significativos.
«La solución vino de una inesperada fuente: el hallazgo del fenómeno de la muerte súbita».
¿Sería que estaba ocurriendo lo que había estudiado Cannon años atrás?
Ratas desesperadas
Richter modificó el experimento. No sólo empezó a recortarle los bigotes de las ratas, «destruyendo posiblemente su medio más importante de contacto con el mundo exterior», sino que introdujo, además de las ratas domesticadas, unas híbridas y otras recién atrapadas en las calles.
Mientras la gran mayoría de ratas domesticadas nadaron de 40 a 60 horas antes de morir, las híbridas (cruces de domesticadas y salvajes) «murieron en un tiempo muy breve».
Pero lo más sorprendente fue que las salvajes, que suelen ser fuertes y excelentes nadadoras, se ahogaron «1-15 minutos después de la inmersión en los frascos».
Ahora, ¿recuerdas que se suponía que las muertes súbitas sucedían luego de que la gran cantidad de adrenalina liberada por el estrés aceleraba los latidos del corazón y la respiración?
Pues resulta que los datos recogidos mostraron que «los animales morían con una desaceleración del ritmo cardíaco en lugar de una aceleración». La respiración se ralentizaba y la temperatura del cuerpo disminuía hasta que el corazón dejaba de latir.
Pero, por valiosa que fuera esa observación, no fue por ella que el experimento se hizo tan famoso.
Ratas desesperanzadas
Había algo más que no se podía ignorar.
«¿Qué mata a estas ratas?», se preguntó. «¿Por qué todas las ratas salvajes, feroces y agresivas mueren rápidamente, mientras que eso sólo le ocurre a pocas de las ratas domesticadas mansas tratadas de manera similar?».
De hecho, subrayó, algunas de las salvajes morían incluso antes de que las metieran en el agua, cuando los investigadores las tenían en las manos.
Richter identificó dos factores importantes para que ocurriera:
- la restricción involucrada en retener a las ratas salvajes, aboliendo así repentina y finalmente toda esperanza de escape;
- el confinamiento en el frasco de vidrio, eliminando aún más toda oportunidad de escape y al mismo tiempo amenazándolos con ahogamiento inmediato
En vez de disparar la reacción de lucha o huida, lo que Richter veía era desesperanza.
«Ya sea que estén sujetas en la mano o confinadas en el recipiente para nadar, las ratas se encuentran en una situación contra la cual no tienen defensa. Esta reacción de desesperanza la muestran algunas ratas salvajes muy poco tiempo después de haber sido agarradas con la mano e impedidas de moverse; parece que literalmente ‘se rinden'».
Por otro lado, si el instinto de supervivencia debía haberse disparado en todos los casos, ¿por qué las ratas domesticadas parecían convencidas de que si continuaban nadando al final podrían salvarse?
Y a todas estas, ¿podían las ratas tener «convicciones» distintas… y hasta esperanzas?
Un respiro
Richter volvió a modificar el experimento: tomaba ratas similares y las ponía en el frasco. Pero, justo antes de que murieran, las sacaba, las sostenía un rato, las soltaba por un momento y luego las volvía a meter al agua.
«Así», escribió, «las ratas aprenden rápidamente que la situación en realidad no es desesperada; a partir de entonces, vuelven a ser agresivas, intentan escapar y no dan señales de darse por vencidas».
Ese pequeño interludio marcaba una gran diferencia.
Las ratas que experimentaban un breve respiro nadaban mucho más: al saber que no estaban condenadas, que la situación no estaba perdida, que era posible que una mano amiga las salvara, luchaban por vivir.
«Tras eliminar la desesperanza», escribió Richter, «las ratas no mueren».
Muerte por convicción
La intención de Richter era contribuir a la investigación de la llamada muerte vudú, que, resaltó, no sucedía sólo en «culturas primitivas», como señaló Cannon.
«Durante la guerra se informó de un número considerable de muertes inexplicables entre los soldados de las fuerzas armadas de este país (EE.UU.). Estos hombres murieron cuando aparentemente gozaban de buena salud. En la autopsia no se pudo observar patología.
«Aquí también es interesante que, según el Dr. R. S. Fisher, médico forense de la ciudad de Baltimore, un número de personas mueren cada año después de tomar pequeñas dosis de veneno, definitivamente subletales, o después de infligirse pequeñas heridas no letales; aparentemente fallecen como resultado de la convicción en su muerte».
Su experimento se repitió miles de veces en laboratorios farmacéuticos para probar componentes antidepresivos luego de que en 1977 el investigador Roger Porsolt descubriera que las ratas a las que se les suministraban batallaban por más tiempo.
Como colofón, gracias a las acciones de la organización protectora de los derechos de los animales PETA, la práctica de hacer nadar a las ratas en laboratorios se ha reducido considerablemente.
Las lecciones del cruel experimento siguen vivas en la psicología.
Además, como el falso experimento con las ranas, se hizo famoso fuera de su entorno natural, así como la idea de que la esperanza da a esas criaturas la fuerza para luchar por sus vidas en medio de una situación desesperada.
Fuente: BBC