Charles Darwin, el científico que se comió 48 tortugas gigantes
Nadie pone en duda que a Charles Darwin (1809-1882) le gustasen los animales, pero quizás no todo el mundo sabe que el padre de la Teoría de la Evolución además tenía una pasión culinaria por ellos, vamos, que literalmente se los comía.
Esta obsesión culinaria –a la que podríamos denominar zoofagia- se remonta a la época en la que Darwin estudiaba en la Universidad de Cambridge, cuando se unió al “Gourmet Club”. Se trataba de una sociedad gastronómica que tenía por objetivo cocinar y ofrecer a sus miembros, al menos, un ejemplar de todos los animales. No hay que juzgar al biólogo con los parámetros sociales actuales sino en su contexto histórico, ya que en aquella época pertenecer a un club gastronómico era una señal de estatus y todavía no habían aparecido las teorías sobre la conservación de la naturaleza.
Durante el tiempo que el padre de la evolución perteneció al club, él y sus compañeros degustaron todo tipo de extrañas viandas, entre las que se encontraban, por ejemplo, halcones y avetoros –un tipo de garza-. Parece ser que al final Darwin decidió abandonar el club tras degustar un búho real, ya que su carne le produjo una terrible indigestión.
El Beagle, un viaje gastronómico
Sin embargo, con el paso de los años no perdió el afán aventurero por guisar y degustar todas y cada una de las especies con las que se encontraba y una buena muestra es la cantidad de especies que pasaron por su mesa durante la travesía en el barco HMS Beagle, capitaneado por Fitz Roy.
Durante las cinco semanas que estuvieron en las islas Galápagos dio cuenta de 48 tortugas gigantes, a las que, por cierto, calificó como “exquisitas”. No se las comió todas durante ese tiempo sino que las cargó en el barco y las fue degustando durante las semanas siguientes en forma de sopas y filetes. Al parecer, una de estas tortugas consiguió sobrevivir a Darwin, la bautizaron y murió en un zoo australiano a la edad de 176 años en el año 2006.
Además de las tortugas, sabemos que comió armadillos (“que tenían el sabor de un pato”), un roedor de color chocolate que todavía hoy se discute si fue un capibara o un agutí (“la mejor carne que he probado”) e incluso un puma de la Patagonia. En su descargo hay que decir que pensaba que se trataba de un venado. Por internet circula una broma, que tiene cierto poso de realidad, que asegura que Darwin se comió el último ejemplar de dodo de Mauricio, lo cual es evidentemente falso.
Parece ser que esta afición la realizaba con un fin científico. Al igual que trataba de establecer un linaje por medios visuales –anatomía comparada- intentaba hacer lo mismo con otros sentidos, como por ejemplo el oído, el tacto… y el sabor. En otras palabras, Darwin practicaba la gastrotaxonomía.
“Phylum Feast”: una orgía gastronómica
Por la mesa de Darwin también pasó un ave de gran tamaño desconocida hasta ese momento que hizo de las delicias del biólogo. Una vez hubo terminado el banquete empaquetó los huesos y los envió al Museo Británico de Historia Natural, en donde el taxonomista John Gould montó los restos y bautizó a la especie como ñandú de Darwin.
Como homenaje a esta afición culinaria, cada 12 de febrero –en conmemoración de la fecha de su nacimiento- en Cambridge se celebra el “Phylum Feast”, una orgía gastronómica cuyo objetivo es comer la mayor cantidad de categorías taxonómicas (Phyla) en las que se clasifican los animales. Así que ya saben, si les coincide un viaje a la ciudad inglesa en esa fecha y tienen un paladar todoterreno… “Bon appétit!”.
Fuente: abc.es