Besos, amistad, venganza… no son exclusivos de humanos: los animales también sienten emociones
El asunto ha intrigado a grandes pensadores desde la antigüedad. ¿Pueden los (otros) animales pensar o sentir emociones? Plinio el Viejo narró en el año 77 la muerte de un delfín que dejó de respirar voluntariamente tras ver morir a un niño con el que se había encariñado. El historiador romano lo consideró un suicidio, una conclusión que le habría parecido disparatada a filósofos como Aristóteles o René Descartes -que negaron a los animales la posibilidad de sentir-, y que seguramente hubiera compartido Charles Darwin, uno de los pioneros a la hora de atribuir emociones a muchas especies animales, entre ellas los reptiles.
Ya en 1872, el biólogo británico proponía que las diferencias entre los animales y el hombre son de grado y no de tipo, es decir, no hay nada en nosotros que no podamos encontrar en ellos, aunque sea de manera más simple y arcaica. Incluso sostuvo que algunos animales eran morales. Son muchos los científicos que, a partir del legado de Darwin, han seguido observándolos y llevándose sorpresas, tanto con los grandes primates, cuyo mundo emocional tradicionalmente se ha considerado más parecido al nuestro, como con especies en principio inesperadas.
¿Sabías que los topillos acarician a miembros de su grupo cuando notan que están estresados, que puedes caer mal a tu gato, que los murciélagos comparten la sangre que succionan con otros murciélagos que no han conseguido comida y que hay aves que conservan a su pareja durante toda su vida? ¿O que los elefantes enredan su trompa en señal de afecto, velan a sus muertos y que, al igual que los chimpancés o los cuervos, pueden ser vengativos?
¿Hay entonces otras especies capaces de sentir y pensar? Tras muchas décadas de estudios, la ciencia responde con un rotundo sí. Pablo Herreros Ubalde (Torrelavega, 1976) ha recopilado en un libro las investigaciones más significativas sobre esta cuestión. En La inteligencia emocional de los animales (editorial Destino), el primatólogo y sociólogo cántabro viaja a la mente de varias especies para indagar en el origen de emociones que hasta hace no mucho, creíamos exclusivamente humanas.
“Cuanto más estudio a los animales, más conozco a las personas. Lo mismo pasa a la inversa”, asegura Herreros, que ha incluido en esta obra tanto los resultados de sus años de investigación en centros, santuarios y zoológicos de diversos países como su experiencia doméstica conviviendo desde pequeño con sus queridos perros, en particular Truska, Tara y Lupo.
De hecho, este experto en comportamiento animal decidió estudiar sociología porque le interesaban los grupos humanos: “Pero esta disciplina, como todas, se queda corta a la hora de explicar el origen de algunos fenómenos. Así que me lancé a estudiar antropología, etología y primatología, que me dieron una perspectiva más amplia sobre el origen de algunos comportamientos. Luego, al acabar, me di cuenta de algo esencial… ¡faltaban los sentimientos! ¿Cómo entender a un ser animado sin ellos? Imposible”.
Según asegura, observar al reino animal nos da pistas, por ejemplo, sobre la función de la risa, por qué lloramos, por qué nuestra salud se deteriora con la soledad o por qué sólo tenemos cosquillas si nos las hace otra persona.
Pero según Herreros, “a la hora de tocar el tema de las emociones y, especialmente los sentimientos, pocos científicos han querido mojarse por miedo a que les acusaran de humanizar a los animales. Los más valientes y los que más huella han dejado en mí han sido Jane Goodall, Marc Bekoff y Frans De Waal”.
El dolor de los peces
También hasta hace poco, la ciencia ha mantenido hipótesis que han resultado ser falsas, como la presunción de que los peces no sentían dolor: “Cuanto más alejado está un animal de nuestra historia evolutiva o diferente es su estructura cerebral, más reacios han sido los científicos a la hora de aceptar sensaciones o emociones. Este ha sido el caso de los peces, quienes tienen hormonas análogas a las de los mamíferos que les hacen sentir dolor. No tiene sentido negarle esta capacidad a un animal. De hecho es un mecanismo defensivo tan universal porque tiene una utilidad clarísima: evitar que se lastimen y morir. ¡Hasta los pulpos sienten dolor y está demostrado también científicamente!”, asegura.
Precisamente los pulpos, junto con otros habitantes del mar como sepias y calamares, habían sido subestimados. Resulta que recuerdan y distinguen a los cuidadores de los acuarios que les tratan bien de los que lo hacen con torpeza al moverlos por las piscinas donde viven: “Cuando se acerca alguno al que han cogido manía, estos cefalópodos a veces le lanzan un chorro de agua a la cara para fastidiarle. Es divertido y fascinante al mismo tiempo que estos seres invertebrados sean capaces de tener estas reacciones”.
Inmersos en la era de la tecnología, los resultados de muchas de estas observaciones han podido ser además contrastadas gracias a los avances médicos, que han posibilitado analizar cómo, ante distintas situaciones, varía la segregación de hormonas en sus organismos o ver sus cambios en el cerebromediante escáneres.
Entre las numerosas especies que se mencionan en el libro, destacan los elefantes, los bonobos y los cetáceos -estos dos últimos con una inteligencia emocional tan rica que les ha dedicado un episodio aparte-: “Los elefantes y los cetáceos me fascinan por su capacidad para adelantarse a los acontecimientos difíciles o por cómo se ayudan cuando sus congéneres están en peligro. Si uno lo está pasando mal, todo el grupo acude en su rescate, incluso se coordinan y se producen escenas maravillosas de solidaridad y apoyo mutuo de las que deberíamos tomar nota. Por ejemplo, los delfines ayudan a individuos heridos a subir a la superficie cuando no pueden hacerlo por sí mismos o los elefantes hacen círculos alrededor de crías atrapadas en barro u obstáculos de la sabana, salvándolas de la muerte. No las abandonan y se sienten muy estresados hasta que consiguen sacarlas del peligro. También hay casos de machos de chimpancé que han adoptado a crías huérfanas”, enumera.
Recopilemos: algunos animales se besan -los bonobos y los chimpancés se dan auténticos morreos-, eligen a sus amigos, crean alianzas, cuidan a sus seres queridos, velan a sus muertos, dan consuelo, sienten nostalgia, posiblemente amor y afecto, cooperan, se vengan, tienen problemas psicológicos…¿Hay comportamientos emocionales exclusivamente humanos, que no se hayan visto en ninguna especie? “El ser humano es capaz de hacer todas esas cosas con una mayor complejidad y alcance, sin duda, pero no hay ninguna respuesta salvo quizás la vergüenza, que no detectamos bien en otros animales. Esta sería una excepción que, al menos de momento, es muy humana”, reflexiona. Interpretar la mirada es también una capacidad que, según Herreros, probablemente sólo comparten los perros tras muchos siglos de domesticación.
El efecto mascota
En su libro se ocupa también del llamado “efecto mascota”, en referencia a los múltiples beneficios que la compañía de perros, gatos y caballos aporta a la salud humana. En la Universidad de California (UCLA), por ejemplo, incluso han creado un departamento específico para centrarse en este asunto, pues se ha demostrado su habilidad para ayudar a niños con autismo, pacientes con problemas cardíacos, depresión o personas con baja autoestima, entre otras.
De hecho, “uno de los hallazgos más apasionantes es haber descubierto que los perros y los gatos piensan sobre nosotros, que segregan las mismas hormonas que los humanos cuando amamos o cómo los bonobos y otros animales consuelan a los individuos ansiosos o tristes. Las mamás de primates emplean gran empatía para cuidar de sus crías con síndrome de Down o autismo. Algo que también hacen los hermanos de los enfermos, como en caso de una fantástica familia de chimpancés de la que hablo en el libro”, resume.
“Después de todo” -dice Herreros- “los humanos somos más animales de lo que creemos, y los animales, más humanos de lo que nos han hecho creer hasta ahora”.
Fuente: elmundo.es