Antonio Meucci, el emigrante italiano que no pudo patentar el teléfono
La historia de Antonio Meucci bien podría representarse sobre las tablas. Sus inicios como técnico teatral en Florencia y, más tarde, como ingeniero del Teatro Tacón de La Habana no presagiaban el giro dramático que daría su vida cuando llegó a Estados Unidos.
Allí desarrolló un invento que pasaría a la historia, el teléfono, pero problemas económicos y las dificultades para comunicarse en inglés le impidieron ser reconocido como su inventor, mérito que se atribuyó Alexander Graham Bell con una patente más que polémica.
Meucci murió el 18 de octubre de 1889, pobre y amargado, sin conseguir que los tribunales estadounidenses le dieran la razón. Más de un siglo después, la Cámara de Representantes finalmente reconoció su legado.
Los años felices en La Habana
En el Teatro de la Pérgola (Florencia) el joven Antonio Meucci (13 de abril de 1808, Florencia) pudo poner en práctica sus conocimientos de ingeniero, trabajando como técnico escénico, y conoció a la que sería el amor de su vida, Ester Mochi, diseñadora de vestuario.
Sobre las tablas florentinas, Meucci empezó a mostrar su faceta de inventor e ideó una especie de teléfono acústico para comunicar el escenario con la sala de control, similar a los que se empleaban en los buques para hablar entre las diferentes salas.
Pero su participación en movimientos políticos le llevó unos meses a prisión y cuando salió, decidió emigrar a Cuba con la que ya era su mujer, donde les esperaba el Teatro Tacón de La Habana. Allí Meucci trabajó como ingeniero jefe y su esposa, como directora de vestuario.
Fueron años felices en los que el inventor dio rienda suelta a su imaginación y concibió nuevos artilugios, entre ellos, un sistema de purificación de aguas e incluso exploró la electromedicina, impulsos eléctricos para tratar el dolor que probó en un hombre que sufría migrañas, colocándole un pequeño electrodo sobre la boca.
Y en 1849 diseñó el primer prototipo de un teléfono, el dispositivo que sería su gran obsesión.
Un invento para hablar con su mujer
Tras quince años en La Habana, en 1850 el matrimonio emigra a Estados Unidos y se asienta en Staten Island (Nueva York). Con lo ahorrado en Cuba, Meucci abre una fábrica de velas, donde trabajarán compatriotas como Giuseppe Garibaldi, el héroe de la liberación italiana.
Ester empieza a tener problemas de salud y le diagnostican artritis reumatoide, una enfermedad crónica que la confina a su habitación. Para comunicarse con ella desde su oficina –ubicada en la planta baja de la casa–, Meucci idea el telettrofono en 1856.
A partir de ahí, diseña decenas de nuevos modelos electromagnéticos en los que el habla se transmite sobre corrientes eléctricas vibrantes. Los conos de papel empleados en un primer momento los sustituye por cilindros de estaño para aumentar la resonancia y utiliza membranas finas fijadas en el cobre.
Para demostrar que funcionan, y viendo las dificultades que tenía para hacerse entender en Nueva York, busca financiación en Italia, pero tampoco la consigue. La fábrica de velas entra en quiebra y, tras varios juicios con cobradores de impuestos, la casa de los Meucci –hoy, el Museo Garibaldi-Meucci– se subasta. El nuevo dueño les permite que sigan allí, pero es un duro golpe para el matrimonio.
La batalla legal contra Graham Bell
Lo peor estaba por llegar. En julio de 1871 una explosión en el ferry en el que viajaba el inventor le provoca graves quemaduras. Para poder pagar los gastos médicos, Ester vende los diseños y modelos del telettrofono a una casa de empeño. Cuando Meucci va a recuperarlos, los habían revendido.
El ingeniero entonces se asocia con otros tres italianos y crea la compañía Telettrofono. Sus socios le advierten del peligro de no proteger su invento con una patente. A falta de los 250 dólares necesarios para pagarla, Meucci solo puede permitirse algo preliminar, un aviso legal temporal por veinte dólares, que debía renovar año a año y que solo daba una breve descripción de su teléfono.
La marcha de Estados Unidos de dos de los socios provoca que se disuelva la compañía. Incansable y ansioso de demostrar al mundo los beneficios del teléfono, Meucci pide al vicepresidente de la Western Union Telegraph Company probar su teléfono en las líneas telegráficas de la empresa, dándole una descripción del prototipo y una copia del aviso legal. Tras dos años preguntando cuándo probará su modelo, le responden que se han perdido todos sus materiales.
En 1874, por falta de dinero, Meucci no puede renovar el aviso legal y dos años más tarde se entera de que a Alexander Graham Bell, un trabajador de los laboratorios de la Wester Union, le han aprobado la patente del teléfono. De nada sirvieron los litigios que puso en marcha el ingeniero italiano; todos fueron contestados por los abogados de la compañía, quienes, a su vez, le llevaron a juicio por fraude.
Meucci fallece sin que la justicia le dé la razón. En 2002 la Cámara de Representantes de Estados Unidos publica una resolución en la que concluye: “la vida y los logros de Antonio Meucci deben ser reconocidos, así como su trabajo en la invención del teléfono”. Demasiado tarde para él, pero a tiempo para que ocupe su lugar en la historia de los grandes inventores.
Fuente: bbvaopenmind,com